Como en todas las recetas tradicionales no existe una única de gazpacho, ni aunque le colguemos infinidad de apellidos locales ni acotemos esa gran familia a uno sólo de sus ingredientes. Por su misma condición tradicional, los gazpachos viven en variantes, cambian de una persona a otra, de una estación a otra, de que en ese momento nos falte algo pero el plato tenga que salir a la mesa, según esa coletilla que aparece en tantos recetarios antiguos advirtiendo que se incluya ese ingrediente “si lo hubiere”. Admitiendo su limitación, el artificio de clasificar las recetas nos permite entender cómo evolucionan y se mestizan, con técnicas e ingredientes que eliminan o se suman a otros en el tiempo, según crezcan las posibilidades de elegir o vayan cambiando los gustos. Sirva para situarnos en un tiempo atrás, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando los gazpachos eran más plurales que ahora. Donde la rareza eran los gazpachos de tomate, y no los blancos de cebolla, o los verdes de hierbas aromáticas, o incluso los rojos de pimientos rojos, que se aceptaron antes.
Le debemos a la investigadora Ana Vega Pérez de Arlucea el descubrimiento de la –hasta ahora- receta más antigua de un gazpacho de tomates. Publicada en 1824 en inglés, en Virgina, Estados Unidos. Está en el libro The Virginia House-Wife (La ama de casa virginiana), de Mary Randolph. Cuenta la propia Ana Vega que la receta le llegó a la escritora a través de su hermana Harriet, casada con el comerciante neoyorkino Richard S. Hackley que, beneficiado por una trama de influencias familiares (valga como explicación de prensa rosa que un hermano de su esposa era yerno del presidente Thomas Jefferson), fue nombrado cónsul en Sanlúcar. Según la historiadora Mª Guadalupe Carrasco, como vicecónsul también en Cádiz, ejerció el consulado norteamericano en esta ciudad durante todo el asedio napoleónico, 1810-1812, cuando el cónsul titular, Joseph Iznardy, quedó aislado en su casa de Rota. Tras diversos avatares económicos regresó en 1820 a Richmond, Virginia, reuniéndose con la familia. Lo que abre la posibilidad a que este intercambio de recetas entre las hermanas no fuera por carta sino ya en territorio americano. La receta, que cambia el vinagre por mostaza, es muy distinta a la actual: alternando capas de galleta marina o pan tostado con rodajas de tomate y de pepino, aderezadas con sal, pimienta y cebolla picada. Se moja todo con el zumo colado de tomates cocidos, mezclado con un poco de mostaza, aceite y agua. Se deja dos horas para que empape.
La receta de Mary Randolph remite al Cádiz asediado y constituyente, igual que la segunda en antigüedad conocida. La incluyó el boticario Sebastien Blaze de Bury en sus Mémoires d´un apothicaire sur l´Espagne, pendant les guerres de 1808-1814, publicadas en París en 1828. Estuvo prisionero casi año y medio en los tristes pontones de la Bahía de Cádiz y, tras pasar un tiempo en el hospital gaditano de la Segunda Aguada, pasó luego en Sevilla la mayor parte de su tiempo en España. Estas Memorias se tradujeron en 2008, con dos ediciones distintas: la de Renacimiento, que no pude consultar, y la de Trifaldi, con una traducción de la receta que creo errónea (cerfeuil como «nuez moscada», o pinte por «jarra»). La transcribo tal como la publiqué en mi libro Cocina y Gastronomía en el Cádiz de las Cortes, en 2009: «Tomad dos cebollas, algunos tomates, un puñado de pimientos verdes, un pepino, un diente de ajo, perejil, perifollo; cortad todas estas verduras en pequeños trozos que verteréis en una ensaladera. Añadid una cantidad de pan desmigado que sea el doble de los ingredientes ya añadidos. Aliñad todo con sal, pimienta, aceite y vinagre como una ensalada y completad vuestro gazpacho con una pinta [algo menos de un litro] de agua para formar el caldo. El gazpacho se come con una cuchara y es una sopa cruda; este plato favorito de los Andaluces es muy refrescante y muy saludable en este clima abrasador». Es un gazpacho del tipo de jeringuilla, es decir con las verduras picadas y no majadas, que nadan en agua abundante.
Hay evidencias de que antes de estas recetas publicadas ya se consumían gazpachos de tomate, tanto fríos en verano como calientes en invierno, según la temperatura del agua añadida, como cuenta en 1821, en su estudio sobre la fiebre amarilla de un año antes, el médico inglés O´Halloran al describir –críticamente- las costumbres alimenticias de los andaluces pobres. Y antes aún, en 1816, el francés Guinan-Laoureins, seudónimo de Jean Baptiste Reinolds, en un libro turístico sobre Roma, al describir, muy crítico también, los platos con aceite de la cocina romana, recuerda el gazpacho de Andalucía: «unas gotas de aceite en unas rebanadas de pan, un poco de tomate y pimiento, ahogado en agua fría». Sin embargo, que los gazpachos de tomate gustaban aquí lo prueba su presencia gozosa en el teatro popular. A finales del XVIII, en el sainete El aprendiz de torero, del gaditano González del Castillo, el protagonista, alcalde recién casado, teme que, harto de vinagre y aceite, al «toro le dé gana de gazpacho, y me lo saque del ombligo con el asta», donde la cornada sangrienta sugiere ese otro ingrediente rojo (¿tomate o pimiento morrón?) que le falta al gazpacho. O, más claro aún, en la comedia El padrino y el pretendiente, del madrileño Ramón de la Cruz, impresa en 1789, el comendador le pregunta a la marquesa sobre qué cenó la noche antes y ésta contesta, ufana: “Un gazpacho de pepinos y tomates”.