Murillo la pintó en sus desposorios místicos, acompañada de parte de la sagrada familia y de ángeles que se disponían a coronarla y a subirla al cielo. Caravaggio la pintó en soledad, ataviada como princesa, mirando —casi desafiando— al espectador, orgullosa y serena junto a sus atributos: la rueda de cuchillos, la espada y la palma.
Entre los siglo III y IV vivió quien llegaría a ser Santa Catalina de Alejandría que, nacida en el seno de una familia pagana, hubo de padecer martirio por su voluntad de convertirse al cristianismo. Cuenta la leyenda que el padre de Catalina, irritado por los devaneos espirituales de su hija, mandó construir una rueda de cuchillos para martirizarla y que, al contacto del cuerpo de Catalina con la rueda, ésta se rompió al tiempo que del cielo bajaba un ángel que, palma en mano, coronó a la santa y la ascendió con él al éter.
La naturaleza perversa de su progenitor y la ascensión de Catalina acompañada del ángel han quedado prendidas en la cultura popular, como quedan en las gotas de humedad de la tierra los finísimos hilos de las almas de los inocentes que suben al cielo. Procedente de una antigua balada francesa, el romance de Santa Catalina ha recordado así durante siglos el episodio: “En Galicia hay una niña / que Catalina se llama, / su padre era un perro moro, / su madre una renegada. / Todos los días de fiesta / su padre la castigaba / porque no quería hacer lo que su padre mandaba. / Le mandó a hacer una rueda / de cuchillos y navajas, / la rueda ya estaba hecha, / Catalina arrodillada. / Y bajó un ángel del cielo / con su corona y su palma. / -Sube, sube, Catalina, / que Dios del cielo te llama. / -¿Qué me querrá Dios del cielo, / que tan deprisa me llama? / -Que te vayas a la gloria / que ya la tienes ganada” (versión de Burgos)
Pero más fortuna aún —y más diversa— ha tenido la leyenda en el cancionero tradicional infantil. Aclimatado el romance al juego de corro al menos desde el siglo XIX, en el centro de la ancestral rueda mágica encontró la santa una perenne resurrección. Creo que pocas niñas de España y Portugal habrán dejado de cantar versos como éstos: “En la baranda del cielo / hay una dama sentada / vestida de azul y blanco / que Catalina se llama…” Versos en los que la oralidad infantil ha obviado la escabrosa escena del martirio paterno, optando solo por la presencia tibia del ángel que, en el corro, encarnan las niñas que conminan a la que ocupa el centro y hace de santa “Levántate, Catalina, / que Jesucristo te llama…”
Pero además la canción de corro ha tenido otras transformaciones poderosas, alejadas de la inocencia ramplona que algunos quieren asignar a los niños. Como retahíla burlesca he documentado entre los niños de Cádiz este texto, en el que se recupera la criminalidad del progenitor para plantear la venganza: “Santa Catalina, / hija de un rey moro, / que mató a su padre / con un cuchillo de oro. / No era de oro / ni era de plata, / era un cuchillito / de pelar patatas.”
Recuperada por la voz infantil la naturaleza sangrienta de la leyenda, la inteligencia emocional y la desvergüenza de los niños lleva el romance a territorios hilarantes. Límites extremos de la burla en las “Catalinas” de México, cantadas con la irreverencia y la frescura con que aquel país siempre ha recibido la adusta tradición española: “La santa Catalina / piripín, piripín, pon, pon / era hija de un rey. / Su padre era pagano / piripín, piripín, pon, pon / pero su madre no. / Un día que estaba orando / su papi la cachó. / -¿Qué haces, Catalina, / en esa posición? / -Le rezo a Dios mi padre, / que no conoces tú. / Sacó el rey su pistola / tres tiros le metió. / Los ángeles del cielo / bailaron rockanroll / de ver a Catalina / al lado del Señor. / Los diablos del infierno / se echaron un danzón / al ver al rey su padre / junto al diablo mayor”.