Los dedos hambrientos
Con el título de Los dedos hambrientos se conoce la popular retahíla con la que enseñamos a los niños lo primordial de la colaboración para sobrevivir (“Éste puso un huevo, éste lo partió, éste echó el aceite, éste lo frió…, y éste más gordito se lo comió”). Esta pedacería poética, salmodiada desde antiguo en todas las lenguas románicas, es pariente cercana de otras no menos difundidas, como Los cinco lobitos o la misteriosa Manita muerta, ésa que pasa por tu puerta sin decir adiós, en una imagen surrealista que seguro le rondó a Ramón Gómez de la Serna al construir su parodia del orador y con la que Buñuel hubo de soñar para rodar Un perro andaluz.
De la misma familia tradicional es el juego del Recotín recotán, con el que nuestros padres nos dormían mientras intentábamos adivinar cuántos dedos ponían en nuestra espalda, y que tenía como premio subir al palacio y como castigo bajar a la cocina, en una suerte de premonición de la vida, que basa el éxito y el fracaso en una perversa combinación de azar y agudeza de ingenio… “Recotín recotán, / de la vera vera van, / del palacio a la cocina, / ¿cuántos dedos hay encima?”.
Más adultos, tuvimos entre nuestros dedos un jugoso patrimonio cuando, dando vida y voz al pulgar, el anular y el corazón, representamos durante siglos un teatrillo costumbrista que tenía como protagonistas a la señora, el cura y la criada. Antonio Rodríguez Almodóvar (Del balcón de tus ojos) nos recuerda una versión documentada a finales del siglo XIX por el folklorista Rodríguez Marín y ofrece una recogida por él en Tocina (Sevilla) que revela toda la carga erótica y lúdica que, en una apacible intimidad, pueden alcanzar nuestras extremidades. Representada la criada por el dedo pulgar y la señora y el “Padré Sesé” por el de en medio y el anular respectivamente, mantienen el siguiente diálogo: “-Pon, pon. / -¿Quién es? / El padre Sesé. / -¿Y qué quiere el padre Sesé? / -Hablar con la señorita de usted. / -Señorita, aquí está el padre Sesé, que dice que quiere hablar con usted. / -Pues dile que entre. / (Entra el fraile) -¡Buenos días! / -Sea usted bienvenido como la muerte de mi marido. (A la criada): Teodora, Teodora, coge el canasto y ve por escarola. / -¡Ozú con la señora, que siempre que viene el cura me manda por escarola! / (Cura) -Calla, Teodora, que te voy a comprar un vestido de moda”. Evidentemente, la salida de escena de la criada sobornada se representa introduciendo el pulgar por debajo de los otros dos dedos, con lo que la iconografía final de la mano remite a un explícito significado sexual, el de la higa (figa o mano poderosa), milenario símbolo de penetración, de clítoris y falo, usado más tarde para ahuyentar el mal de ojo y finalmente como amuleto pseudocristiano para proteger a los recién nacidos de diversas enfermedades.
La necesidad de expresar con los dedos -antes que con las palabras- nuestros anhelos y enfrentamientos primordiales se acuna en un delicioso episodio del Libro de Buen Amor (siglo XIV), el de la “Disputa entre griegos y romanos”. Cuenta allí Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, cómo los necios romanos salieron más o menos bien parados de su confrontación intelectual con los sabios griegos a base –éstos- de mostrar por señas sus principios y basados –aquéllos- en entender las señas de modo lerdo y tosco.
Nuestros dedos, en fin, el más poderoso y racional instrumento del que nos ha dotado Naturaleza, bien mirados, son nuestra avanzadilla en la necesidad de comprender la vida, nuestros “soldados corredores” (que diría Jorge Manrique): asumen antes que ningún otro órgano corporal la necesidad de representación y se apresuran, desde la niñez, a encarnar situaciones, personajes y conflictos que podemos resolver en el diminuto y conocido escenario de nuestra mano antes que en el escenario vertiginoso e ignoto del mundo. Nos vamos olvidando de ellos arrastrados por un tobogán de imágenes fluorescentes y objetos inanimados que nos seducen y apresuran. Nos olvidamos del canto a nosotros mismos, ése en el que Walt Whitman pudo saber “que una brizna de yerba no es menos que el camino que recorren las estrellas” y en el que nos dejó bien advertido “que la menor articulación de mi mano puede humillar a todas las máquinas”.