‘No entres dócilmente en esa noche quieta’. Ricardo Menéndez Salmón. Seix Barral. Barcelona, 2019. 192 pp.
Si esto es un hombre, quien escribe, No entres dócilmente en esa noche quieta no puede ser un verso de Dylan Thomas. Es una sangría, de las de antes de una medicina capaz de incorporar un baipás a un corazón más muerto que vivo.
No creo probable que Ricardo Menéndez Salmón sea muy consciente de lo escrito en una nueva entrega de su materia por resolver. ¿Es, No entres dócilmente en esa noche quieta, la crónica de un entripado tan imperfecto como el de cualquiera? De responder con una afirmación cabría preguntarse por el nombre de quien bajo título de propiedad exige los derechos de esa crónica. Como la respuesta, en mi opinión, es negativa, la fórmula más acertada sería quizá: “Es un caballo. Luminoso y blanco y severo”. Tal cual luce su portada.
Tal vez RMS es un tipo de Gijón que nació en 1971 y que es autor de un buen puñado de títulos entre los que destacan los que conforman una trilogía del mal: La ofensa, Derrumbe y El corrector. Un tridente que yo dibujaría más bien como un tenedor añadiendo la breve pero reluctante aguja de La noche feroz. Y sí, es un tipo de Gijón que blablablá. Pero también, casi con toda seguridad, una de las plumas más eficaces de las letras patrias y, por extensión, de la literatura servida en español para quienes gastan esta lengua.
Tras El sistema y Homo Lubitz (obras de ambición excesiva), la sorpresa es una breve memoir que bien podría pasar por puritita ficción literaria pero que no lo es. Va más allá, incluso si ficción es cuanto nuestra memoria es capaz de rescatar de lo pretérito. No entres dócilmente en esa noche quieta nos lleva por el periplo dantesco que fue la enfermedad del padre de su autor. A lo largo de sus páginas, párrafos y frases, el mundo es una intimidad como una coartada: “Más pronto o más tarde, estamos obligados a pactar con la realidad”. Es el ejercicio.
La vida de un Ricardo Menéndez Salmón de once años es entonces la enfermedad de su padre, que lo acompañará hasta los días de la ausencia, que ya estigma, serán nuevos en contexto, pero profundamente viejos por agotamiento. “La perspectiva de la muerte no se instaló como un concurso filosófico en torno al problema de la trascendencia humana ni como una discusión a propósito de la transitoriedad del hombre bajo la sombra de los plátanos, sino que se impuso como una sucia paletada de cieno arrojada a la cara de un niño de once años”.
Es una casa cualquiera. El mundo son unas paredes que, como la hoja en blanco, lo va a soportar todo. El niño que se convierte en hijo adolescente de su padre, ya “un enfermo profesional”, en cierto momento alcohólico por rendición, “convivir con el alcohol me ha enseñado a sospechar. Es un juez severo con la alegría y escrupuloso con la confianza. Y una evidencia a la que interrogar”; la sombra de la madre como un tabú de otro tiempo, pasando a cada rato, por la vida, por las páginas, casi sin habitarlas (hay una veneración y un reproche en este gesto), tan obligada por la convención como anulada en cuantía, que no en cualidades.
Cuando el niño se convierta en el escritor adulto, los temores marcarán los márgenes que delimitarán el sendero hasta extremos que, en principio, nadie podría explicar. Resultando esto reflejo, con otros nombres y circunstancias, los adultos todos que somos y estamos en el mundo. A este respecto, y tan especialmente en No entres dócilmente en esa noche quieta, las letras son balsámicas, cicatrizantes quizá. Porque a pesar de darse a luz en la enfermedad, o precisamente por ello, son el tratamiento o la insulina, una vacuna contra el mal (tantas veces perseguido en la obra de RMS), ese “monstruo verraco”, ineludible de n
Si la empresa en origen se orientaba hacia una posible solución, en el trayecto e inevitablemente, la figura del padre enfermo se diluye en la enfermedad que es la literatura para su hijo: “las circunstancias de la enfermedad de mi padre influyeron en el hallazgo de la escritura como un mecanismo interrogativo por un lado, un especie de gran informe forense acerca de uno mismo y del mundo, y como proyecto consolador por otro, una de las escasas actividades humanas orientadas de dotar de sentido a ese absurdo que es la existencia”.
De este modo, y aunque la riqueza de su verbo bien podría llevar al autor a elevarse, en ésta, su propia enfermedad, a un merecido reconocimiento propio, tal vez, esa misma enfermedad largamente vivida en una carne tan cercana, como es la del padre, RMS reconoce en su permanente –mutando sutil según escribe- declaración de motivos que, “desde el momento que expresamos algo, lo empobrecemos sin remedio”, brinda una ligera e inintencionada lección de humildad por la vía de la lucidez, “una categoría del espanto”.
Es así que al fin descubrimos quién es el fulano Ricardo Menéndez Salmón, el gijonés que escribe libros. Se descubre a sí mismo, caligrafiando con precisión de cirujano cardiovascular una cronología en dos sentidos contrarios: uno decadente, nos relata desde una pretendida laguna de desinfectante, “la república de los hechos” frente al “reino de los deseos”, la penosa existencia de un hombre; y el, por momentos dudoso, ascendente (en la que recorre fugaz y también en paralelo, su auge como escritor —¿estamos hablando del éxito?— y las circunstancias vitales en torno al hecho), trémulamente impreso en el papel, por lo —y es quizá mera sospecha de este lector— inesperado de leerse de inmediato lo recién escrito, y que propicia el párrafo siguiente, ahondando más y más cada vez, ya sea en el maltrecho corazón de su padre siempre moribundo, sea en el suyo, latiendo con mayor fuerza a medida que avanzamos en la lectura.
El literato entregado –—la honestidad ya es incuestionable en la obra de RMS— puede llegar al exceso (tal vez imprescindible, la meta es tentadora) de venderse el alma al demonio que es en sí mismo. Y eso es dolor siempre. Hasta en los momentos que la escritura, como resultado, regala un espejismo de satisfacción.
Es en este exorcismo hecho libro, en esta confesión, misiva abierta para quienes no la esperaban, donde la madurez del autor se abre a un territorio mucho más amplio de lo que había (habíamos, sus lectores) podido imaginar: “La escritura, en lo que posee de despojamiento, encierra el virtuosismo del asceta. Hay algo de ciudadela sitiada en cada escritor. Como si fuera el último (a veces el único) conjurado de una cruzada perdida ya desde su enunciado”.
Y si sus ficciones anteriores ya mostraban un nihilismo de plomo florecido por la vocación humanista, totalmente despojado de lo ideológico político, se vierten aquí y en estilo directo, en constante reflexión y siempre motivado por la realidad de su familia —padre, madre e hijo— en el tiempo y desde el presente —razón de ser de No entres dócilmente en esa noche quieta—, las líneas de pensamiento que vertebran una poética bien definida que jamás elude el compromiso: “El agotamiento de nuestro modo de vida, la devastación del planeta azul… la evidencia de que existe una cuenta atrás”. Que no desaprovecha la coyuntura para manifestarse contra la industria y mundillo al que se debe: “Acostumbrados a contemplar la literatura con cinismo y displicencia, una meretriz que sobrevive bajo las capas de insignificancia que un mercado mercenario y una crítica holgazana han diseñado para ella, olvidamos que un escritor que merezca ese nombre entrega su tiempo para insuflar vida a una estatua, animar con palabras un paisaje, rescatar del fondo del mar un brillo hundido”.
Como si así RMS pretendiese inútilmente deshacerse de las cadenas que a lo aferran a la constante interrogación, que ahora sabemos venida a letras a partir de lo trágico, nace un libro poliédrico, medido con escuadra y cartabón, enriquecedoramente placentero en su lectura. Una declarativa de derechos, una reivindicación, un tratado póstumo de paz.
Gracias.