‘Villa en Fort–Liberté’. Eduardo Flores. Editorial Dalya. San Fernando (Cádiz), 2016. 280 pp.
“No se escuchan los tambores la primera noche que se llega a Fort-Liberté. Ni siquiera la segunda…” (Fragmento de Villa en Fort–Liberté).
Villa en Fort–Liberté es la segunda novela –tras La ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi. 2014)– de Eduardo Flores (Cádiz, 1981). Una novela con aroma a Herman Melville, a Joseph Conrad, a Ernest Hemingway. Incluso a Albert Camus. Una novela de aventuras. Un viaje en sí mismo (desde la Bahía de Cádiz a la de Fort–Liberté). Pero un viaje –también– interior. Una novela existencial. Con muchas preguntas y (posibles) respuestas. Una novela de experiencias (las del autor, en el mar y en las geografías que recorre, que recorremos con él). Una novela de obsesiones. Una novela exhaustiva.
No me resultó fácil adentrarme en Villa en Fort–Liberté. Cierto que el autor no usa artificio alguno para eso que llamamos “enganchar al lector”. La elección es nuestra. Yo elegí –y en nada me arrepiento– perderme en la selva haitiana, rodeado de unos tipos con nombres extraños que se empeñaban en buscar un tap tap. ¿Qué hago aquí?, mascullé durante las primeras páginas. ¿Qué diablos es un tap tap? Poco a poco, sin embargo, me fui sintiendo atrapado. Descubrí a sus habitantes (y al tap tap: un autobús que cumple la función de taxi colectivo), su día a día, crucé la frontera con República Dominicana y, con sigilo, Villa en Fort–Liberté me fue envolviendo. Escuché los tambores. Comencé a comprender –o a intuir– que aquella pregunta (¿Qué hago aquí?) palpita en el propio corazón de la novela. Se la formulan, cada cual a su modo, sus personajes. Porque Villa en Fort–Liberté es, también, una novela de personajes. Thomas Hudson, un viejo pintor de éxito, aislado en Fort–Liberté, que sale todas las mañanas en su pequeña barca a la caza del Leviatán, de su Leviatán. La joven doctora Odette, empeñada en un imposible: llevar la ciencia sanitaria al alma de las creencias vudú. El padre Fabregat, obstinado también en cuestiones de almas e imposibles. Teresa. Y los haitianos. Jerome. Anelio. La tía Rosa y su sobrina Amelia. Antón… Al conocer sus historias iremos percibiendo la realidad –terrible– de su país. Sentiremos escalofríos. Y el Francés, personaje enigmático que actúa –desde que se conocen en el Habana Vieja– a modo de conciencia inescrutable y destructora de Chilo.
Chilo, el protagonista, un tipo tosco y sencillo que, además de a aquella pregunta (¿Qué hago aquí?), da vueltas a otras cuantas cuestiones existenciales, y al que conocemos ya en edad madura en Haití, rodeado de ruinas y de violencia. A lo largo de la narración, gracias a las escenas retrospectivas que se intercalan con acierto en ella, averiguaremos que esa violencia le acompaña desde sus orígenes en Cádiz, en su familia, en su barrio y en su trabajo como estibador en el muelle gaditano. Una pelea con muerte hará que abandone su ciudad. Por el mar. A bordo del Habana Vieja. Hacia África. Hacia el tráfico de armas o de opio. Hacia la prostitución en el sudeste asiático. Hacia la legión francesa. Hacia la guerra. Hacia la vida. «Su» vida.
Villa en Fort–Liberté funciona también, lo apuntábamos arriba, como transparente mirador hacia la realidad del Tercer Mundo. De uno de los países más desventurados del planeta. Nos enfrenta a los problemas de Haití. A la peliaguda relación entre Haití y República Dominicana, país este último que esclaviza, legalmente, a los haitianos. A la injerencia, perniciosa, de Estados Unidos. A la situación, penosa, de las mujeres. A la espeluznante de los albinos. A otros etcéteras.
Una novela que extrae la vida. Y nos la muestra. Escrita con un estilo que nos crea la impresión de andar perplejos en un laberinto. Una novela que nos pone a prueba como lectores. Que nos agota. Que nos impregna. El eco de los tambores aún en mis oídos. Una novela que aconsejo leer con calma, y la mirada abierta.
Decía hace poco Eduardo Mendoza, flamante Premio Cervantes, que “se está perdiendo la literatura en favor de la lectura, que es una cosa que solo beneficia a la industria editorial». Villa en Fort–Liberté es literatura. No todo está perdido.