Times Square, aprendiendo de Las Vegas

Una de las transformaciones más radicales que ha experimentado la ciudad de Nueva York en los últimos treinta años ha sido la de Times Square y sus alrededores en la calle 42. Considerada el epicentro del entretenimiento de la Gran Manzana, por la concentración de teatros y locales de ocio que se da, se estima que pasan diariamente por esa pequeña plaza unas 350.000 personas que abarcan un público muy diverso y heterogéneo.  Ningún visitante se resiste a dejarse fotografiar delante de los gigantescos luminosos que cuelgan de las fachadas de los edificios de este emporio del capitalismo, un espectáculo apabullante de luces y colores que genera un inmediato y efímero estado de ánimo de felicidad. Una imagen tan icónica hoy como la Estatua de la Libertad o el Puente de Brooklyn, y un emblema también de la Nueva York segura, limpia y familiar que se esfuerzan por transmitir las autoridades.

Para los amantes del buen cine, sin embargo, permanecen imborrables aquellas imágenes de  unas calles corroídas, inhóspitas y salvajes de películas como Midnight Cowboy (1969). Cuando Joe Buck, el semental texano interpretado por Jon Voigt, baja del autobús y se sumerge en la gran ciudad, no encontrará en ellas rastro alguno de aquel sol capaz de brillar entre la lluvia torrencial del que habla Harry Nilsson en Everybody’s Talkin’, la famosa canción de la banda sonora que acompaña su viaje a través del país. Nada es allí como imagina. Convencido que su chaqueta de flecos, su sombrero vaquero y sus botas de montar, le daban el encanto irresistible para ganarse la vida como gigolo  entre las mujeres maduras, ricas y aburridas de la gran ciudad, despierta de su sueño cuando “Ratso” Rizzo, el estafador tuberculoso interpretado por Dustin Hoffman que se va a convertir en su compañero de andanzas,  le muestre la realidad y el destino que le aguarda: “con ese vestuario sólo tendrás éxito donde se prostituyen los travestis”, le dice, y ese lugar no es otro que Times Square. Desde la habitación de un hotel barato, se nos muestran las calles mugrientas, los inmundos tugurios, las oscuras salas de cine, peep shows y espectáculos pornográficos, que componían el paisaje urbano del barrio en aquellos años. Un retrato bastante fiel por otra parte, porque el escaso presupuesto obligó al director John Schlesinger a rodar sin permisos, convirtiendo las calles en un improvisado plató de cine, con numerosos “planos robados” tomados con teleobjetivo, y que supo aprovechar para captar la autenticidad y esencia de un tiempo y un lugar.

En los años siguientes la degradación del barrio alcanzó sus cotas más elevadas. El narcotráfico, la prostitución de todos los géneros, el alcoholismo y los juegos de estafa eran algo común en las calles, y  muchos solares y edificios estaban abandonados, mostraban un aspecto ruinoso o habían sido okupados, como el que sirve de vivienda a la quijotesca pareja de buscavidas que forman Joe y “Ratso”. El crimen imperaba en los corredores subterráneos del metro y Times Square registraba la mayor cantidad de denuncias por delitos de la ciudad, al punto que poco después, en 1981, la revista Rolling Stone la bautizó como “la manzana más sórdida de América”.

Escena del rodaje de ‘Midnight Cowboy’ en las calles de Nueva York.

La situación empezó a cambiar a partir de 1985, cuando las autoridades municipales empezaron a abordar el problema de la criminalidad contratando como asesor al sociólogo George L. Kelling, uno de los creadores de la teoría de las ventanas rotas, según la cual los signos visibles de la delincuencia fomentan y agravan la propia delincuencia y el desorden, incluidos los delitos graves. Cuando Giuliani llegó a la alcaldía de Nueva York en 1994, continuó con los planes de reforma de sus antecesores e hizo su propia y controvertida interpretación de esta teoría en la política de tolerancia cero que iba a encontrar en Times Square el mejor espejo.

Pese a todo, el barrio había logrado mantenerse como un símbolo del entretenimiento, conservando intacto un potencial económico brutal, como sospechaban e iban a  tener ocasión de comprobar muy pronto los impulsores del ambicioso Proyecto de Desarrollo de la Calle 42, liderado por Rebecca Robertson. El proyecto se centraba concretamente en erradicar el crimen y la marginalidad del área comprendida entre Broadway y la 8ª Avenida, y devolverla a sus orígenes como meca del entretenimiento popular, restaurando teatros, cines, hoteles, restaurantes y espacios comerciales. Un esfuerzo encomiable culminado con éxito por el que recibió diferentes reconocimientos, entre ellos el premio del Instituto Americano de Arquitectos George S. Lewis.

Los cambios introducidos en Times Square ilustran magistralmente la capacidad de Nueva York para mudar de piel y la fácil aceptación con que éstos se reciben, supeditando el continente patrimonial o la referencia histórica del lugar y sus edificios, al éxito económico que sean capaces de generar. Convencidos de lo anterior,  Robertson y su equipo fueron capaces de convencer, primero al ayuntamiento y después a inversores privados, para que inyectasen el capital necesario para la compra y rehabilitación de muchos de los edificios. Se instó a los propietarios de los edificios que no habían sido despejados a que colocaran luces y letreros de gran tamaño sobre las fachadas, y que encontraran inquilinos y negocios que trabajaran las 24 horas, los siete días de la semana, no bancos ni oficinas, sino restaurantes y lugares de entretenimiento, que animaran las calles. Este propósito se hizo visible en un enorme e impactante letrero titulado “Everybody” (1993), una obra de arte encargada al diseñador gráfico Tibor Kalman con el que se reivindicaba un Times Square para todos, y no para delincuentes y criminales como había sido hasta entonces.

 

‘Everybody’. Tibor Kalman (1993).

Como era previsible, muchos se mostraban incrédulos y reticentes, pero todo empezó a cambiar cuando Robertson consiguió incorporar al proyecto, primero a la Organización Durst, una de las más importantes inmobiliarias de Nueva York, y después a la mismísima Disney. La incorporación de esta última a las producciones musicales de Broadway y la adquisición y restauración del Teatro New Amsterdam, el icónico y  arruinado teatro  donde se estrenaban en las primeras décadas del siglo las célebres Ziegfeld Follies, las revistas musicales más populares de la época, fue clave en el devenir de esta historia. La llegada de Disney a Times Square consagró definitivamente la transformación del barrio rojo neoyorquino  en un espacio apto para todos los públicos, consumando la disneyficación sin complejos de un espacio emblemático. Sin duda, una metamorfosis digna de La Bella y la Bestia, casualmente (¿o quizás no?) el primero de los musicales de la factoría californiana que se representó en Broadway, y que podíamos ver como una metáfora en sí misma de lo que esta zona estaba experimentando.

Otro de los grandes aciertos de Robertson fue contratar al arquitecto Robert A. M. Stern, que por entonces trabajaba para Disney (lo que resultó clave para convencer a la compañía), para la que había realizado proyectos  como el Disney’s Yacht Club Resort y el Disney’s Beach Club Resort, en Florida. Pero además, y esto es lo más importante, Stern fue uno de los arquitectos más decididamente posicionados a favor de las tesis de Robert Venturi expuestas en su famoso ensayo Aprendiendo de Las Vegas (1972) —escrito en colaboración con su esposa Denise Scott Brown y Steven Izenour, cuya influencia en la nueva Times Square fue determinante. Los argumentos de los autores se consideraron entonces revolucionarios, fueron muchos los arquitectos que las rechazaron con críticas feroces, pero contribuyeron a sentar las bases de la arquitectura posmoderna.

Uno de los argumentos que más nos interesa para el caso concreto que nos ocupa, tiene que ver con la iconología comercial y popular que caracteriza el urbanismo de Las Vegas, es decir, vallas, carteles publicitarios, letreros, luces, colores, esculturas y todo tipo de reclamos que empleaban los casinos para captar la atención, tanto en las carreteras que cruzaban el desierto como en las mismas calles de la ciudad. Venturi tenía claro que para los arquitectos contemporáneos, obsesionados con lo heroico y monumental, estos elementos representaban todo lo contrario, es decir, lo ordinario y lo vulgar. Sin embargo, para él eran dignos de atención arquitectónica, y ofrecían un desafío para aquellos otros que afirmaban que carecían de valor alguno o los consideraban denigrantes. Estos últimos, aunque eran capaces de aceptar las lecciones de la arquitectura vernácula primitiva, sin embargo, “no reconocen fácilmente la validez de lo vernáculo comercial”, como sí había sido capaz de hacer, por ejemplo, el arte pop, “que supo volver a aprender esta verdad”, escribe Venturi.

Para los autores, ese modo de representación popular y también comercial, entronca con la tradición del arte occidental en la cual la pintura, la escultura y el grafismo se combinaban desde siempre con la arquitectura, basta contemplar los delicados jeroglíficos de un pilono egipcio, los relieves de un arquitrabe romano, las procesiones en mosaico de San Apolinar, los frescos que cubren las capillas del Giotto, los catecismos en piedra de los pórticos románicos y góticos, “incluso los frescos ilusionistas de las villas venecianas, contienen mensajes que trascienden su contribución ornamental al espacio arquitectónico. […] pero nadie pintó sobre Mies [van der Rohe]”, concluyen categóricos. Es decir, era la arquitectura moderna la que había abandonado esa extensa tradición iconológica que ahora cree reencontrar en Las Vegas y que vamos a ver reeditada en Times Square.

Times Square.                                                                                                                               Foto: Gonzalo Durán.

Ahora bien, ese lenguaje de signos o símbolos no puede ser el mismo de siglos anteriores, sino que se requiere de uno nuevo, adaptado al contexto, igualmente nuevo, donde “el mensaje es rastreramente comercial” y despliega una auténtica “heráldica persuasiva que impregna todo nuestro entorno”. El cambio es más profundo de lo que pudiera parecer a simple vista, estamos ante una nueva dimensión del paisaje, en la que la comunicación se impone al espacio, es decir, “es más una pura arquitectura de la comunicación que una arquitectura del espacio”, explica Venturi. Esto produce una paradoja ya que, por primera vez, el rótulo es más importante que la arquitectura, el edificio en sí es casi un elemento anecdótico, una modesta necesidad para servir de mero soporte en muchos casos.

Esto, que pudiera parecer simplemente una frase o una idea, se convierte en algo literal en Times Square, donde los propietarios de los edificios llegan a obtener más ingresos por el alquiler de sus fachadas para los anuncios publicitarios que por el propio alquiler de las viviendas, negocios y oficinas, muchas de las cuales ni siquiera se ocupan. Las gigantescas pantallas luminosas son uno de los elementos que hacen de Times Square un espacio reconocible y responden a una intención ciertamente singular, porque cuando lo habitual en cualquier plan urbanístico es que se establezcan unos límites máximos de luminosidad, aquí sin embargo se hizo justamente lo contrario, se establecieron unos niveles mínimos. Para asegurarse de ello y que nadie burlara esta norma se trabajó con Fisher Marantz, una conocida firma de diseño de iluminación arquitectónica que desarrolló un aparato para medir la iluminancia de los letreros denominada LUTS (Lights Units Times Square). De ahí en adelante todo el brillo que cada uno quiera, sin límite alguno, con lo que Times Square se ha ido haciendo cada vez más y más luminoso, aprovechando las nuevas tecnologías que han ido apareciendo en los últimos años.

Ese derroche lumínico se debe en buena parte al convencimiento de Robert M. Stern. Su incorporación al Proyecto de Desarrollo de la Calle 42 le brindó la oportunidad de corregir radicalmente el diseño inicial de la reforma, que aunque hoy resulte sorprendente, no contemplaba ni una sola luz o letrero sobre las fachadas de cuatro torres de oficinas que se habían previsto levantar, y que finalmente nunca llegaron a construirse. Por el contrario, desde el momento en que se puso al frente del diseño urbanístico de Times Square planteó una apuesta decidida por la restauración y rehabilitación de los viejos teatros del distrito —no sólo el viejo Amsterdam, sino también otros como el Victoria, el antiguo teatro Selwyn, el Empire, el Liberty, …—. Y sobre todo una apuesta por la cartelería publicitaria como seña de identidad de la manzana, en consonancia a las tesis defendidas por Venturi para Las Vegas. De este modo, una de las primeras decisiones que adoptaron fue obligar a los propietarios de los negocios que decidieron quedarse o instalarse en la zona, a desplegar luces y carteles, al mismo tiempo que se hacía un proyecto expositivo con los escaparates y teatros vacíos.

A diferencia de Las Vegas, donde reinaba el desorden de todos estos elementos que habían ido surgiendo de manera más o menos espontánea e independiente, en Times Square se les sometió a unas estrictas normas que dieran unidad y coherencia al conjunto —intensidad lumínica, tamaño de la cartelería y tipografías, posición respecto a la altura y distancia de la calzada, entre otras—, pero que al mismo tiempo conservaran la esencia de la vieja cartelería que convive con las nuevas vallas publicitarias y pantallas de alta definición. De este modo Times Square se ha convertido en una pequeña Las Vegas domesticada.

Foto de portada: ‘Times Square’ de Gonzalo Durán.
Gonzalo Durán

Autor/a: Gonzalo Durán

Gonzalo Durán es profesor. Desde hace varios años se dedica a la divulgación del arte a través del blog 'Línea Serpentinata' y colaboraciones en diferentes medios de comunicación.

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