—Terminaré sobre las siete y media —dice M mirándole a los ojos.
—Perfecto. Vendré a recogerte a esa hora —le responde P. Visiblemente inquieto, baja la mirada y la deja clavada en la punta de sus zapatos. No puede mirarla. Duele demasiado.
—¿Y qué vas a hacer mientras tanto?
—Buscaré una ferretería por el barrio. Necesito comprar un conector para la manguera del jardín. Hace meses que pierde agua.
—¿Y ahora se te ocurre arreglarla?
—Algún día habrá que hacerlo, ¿no?
M se aproxima a él, mientras musita un como quieras. Acerca sus labios a los de P e, incapaz de despegarse de ellos, alarga el beso. Él la rodea con sus brazos. La aprieta con la misma ferocidad que un náufrago lo haría al mástil que lo mantiene a flote en medio del océano. Ahora es él quien se resiste a dejarla marchar.
—Tengo que entrar ya.
M agacha la cabeza y, en un movimiento rápido, se desase de él, gira sobre sus talones y se dirige hacia la puerta. Sus hojas abatibles se la tragan en pocos segundos. P se siente abandonado. El miedo se le agarra a las tripas. Es tan pequeña. Y la necesita tanto…
P baja los siete pisos casi al trote hasta alcanzar el vestíbulo que lo separa de la calle y echa a andar sin rumbo. Le quedan dos interminables horas por delante. Ciento veinte minutos que presiente eternos. Siente el pecho quebradizo, como de arenisca y una insoportable necesidad de llorar le araña los ojos, pero se contiene. Sabe cómo hacerlo. Lo ha hecho muchas veces desde que todo empezó.
Al pasar por delante de una cafetería, se fija en la pareja que está a punto de entrar. El muchacho abre la puerta y le cede el paso a su acompañante. Ella hace lo propio con él. Al final, intentando entrar a la vez, entrechocan. Sus risas nerviosas se elevan al unísono. Alborozados. Tiernos. Tímidos. Bendita juventud, piensa. ¡Qué lejos ha quedado ese tiempo en el que la risa suturaba todos los rotos de la vida!
A través de la puerta entreabierta, le llega un intenso aroma a café. Es reconfortante. Contrariamente a lo que dicen, esta bebida siempre ha ejercido sobre él un efecto tranquilizador. Café amargo, fuerte, caliente. Café para charlar o guardar silencio, para celebrar o mojar las penas; para mantenerse despierto o para irse a la cama. Es adicto al café. No sabe desde cuándo, pero intuye que desde antes de los ocho o nueve años. Su padre lo acostumbró. A eso y a beber anís, a pelearse con quien se atreviera a levantarle la voz, a despreciar a los maricones y a fardar de polla… A todo lo malo. Si no hubiera sido por ella, ¡qué mal habría acabado! Por un momento, el regusto acre de los recuerdos le inunda la boca y se le aceleran las pulsaciones. No, por mucho que M le insista, jamás lo perdonará.
P entra en la cafetería. Está llena a rebosar. El ruido de tazas y platos se superpone a las voces y las risas de los clientes. Pero a P no le importa. Últimamente, es el silencio el que le chirría en los oídos. El sonido de la vida, no. Al fondo de la barra, divisa un taburete libre. Se dirige hacia él, se sienta y, a continuación, se quita la gorra.
—Buenas tardes. Un café solo, por favor.
El camarero, un tipo con gafas de culo de botella y gesto agrio, se gira y pone la máquina a funcionar. Mientras espera, P observa su imagen en el espejo que hay en la pared de enfrente. Le cuesta trabajo reconocerse en ese tipo. Solo tiene cuarenta y cuatro años, pero parece mucho mayor. ¿Ya lo parecía antes de que todo empezara o los años se le han echado encima de pronto? No lo sabe. Nunca se ha mirado demasiado al espejo. A diferencia de sus compañeros que empezaron a usar cremas para las arrugas, contorno de ojos y lociones balsámicas para después del afeitado desde que cumplieron los cuarenta, él jamás ha cuidado su aspecto, excepción hecha de la melena. Desde muy pequeño, desde que vio a Sandokan, supo que quería tener el pelo largo. «Me voy a dejar la melena como el Tigre de Malasia», le dijo un día a su padre. «Tú te vas a dejar una mierda. Eso es de maricones. Como yo te vea el pelo un centímetro más largo de la cuenta, te rapo al cero». A partir de entonces, el deseo se convirtió en obsesión. Mitad por darse el gusto, mitad por darle el disgusto a su padre. Siempre fueron como el agua y el aceite. Tendría que aguardar a emanciparse, —no hubo de esperar mucho, a los diecisiete años su padre lo echó de casa—, para cumplir su sueño. Al poco, apareció M. Bendita M.
La voz del camarero preguntándole si quiere azúcar o sacarina, lo saca de los recuerdos. Mientras vierte el azucarillo sobre el café, vuelve a mirarse en el espejo. Y, entonces, lo decide.
—¿Hay alguna barbería cerca de aquí? —le pregunta al camarero.
El hombre lo mira con desgana y, como si estuviera haciendo un esfuerzo colosal por rescatar la información de su cerebro, aprieta los labios. Al fin lo suelta:
—Dos calles más abajo. Siga recto por esta misma acera unos cien metros y doble a la derecha en la primera esquina que se encuentre. No tiene pérdida. Dígale a Serafín que va de mi parte. Es un tío muy apañao.
Tal como le aseguró el camarero, al final no era tan antipático como parecía, encuentra la peluquería fácilmente. Se asoma al escaparate y comprueba con alivio que no hay nadie esperando. Abre la puerta y el tintineo del móvil que cuelga sobre ella llama su atención. Es parecido al que tienen en casa. «Trae buena suerte», le dijo el hippie que se lo vendió en un mercadillo. Entonces, no lo creyó. Ahora, menos. Pero su sonido es relajante; desde hace veinte años, es la señal que anuncia la llegada a casa. Y las señales son importantes.
—Buenas tardes. ¿Me puede atender?
—¡Claro! Pase, por favor. ¿Va a afeitarse, caballero?
—No, vengo a cortarme el pelo.
—Resanamos las puntas, ¿verdad?
—No, quiero cortarme la melena.
La cara del barbero adopta un rictus que evidencia su sorpresa.
—¿Está seguro? Esa melena está muy bien cuidada.
—Completamente.
—Se ha hartado ya de ella, ¿no?
—No. No es nada de eso, —responde cortante.
Su interlocutor lo capta al instante, son muchos años de bregar con la clientela. Cortés, le invita a sentarse en el sillón del centro, el que parece más confortable. P se deja caer pesadamente sobre él. Inclina la cabeza hacia atrás y cierra los ojos. En la oscuridad, se percata de que está sonando Mozart en el hilo musical. Tiene buen gusto el tipo este, piensa. Al poco, escucha el sonido chirriante de la tijera: ris, ras, ris, ras. Aguzando un poco el oído, casi puede oír el sonido los mechones impactando contra el suelo. Es atronador.
—Menos mal que, por fin, se ha ido la lluvia. ¡Vaya invierno que llevamos! ¿Eh? —P no le contesta, concentrado en no aullar de dolor—. ¿Quién nos iba a decir que hoy iba a hacer este día tan espléndido después del temporal de ayer? Parecía que la primavera nunca llegaría y fíjese. La primavera siempre llega.
—¿Usted cree? —pregunta P incrédulo.
—Estoy seguro. De eso y de que esta melena volverá a crecer. En su momento. Tiempo al tiempo.
P abre los ojos y lo mira desconcertado. El barbero le dirige una mirada cómplice.
Los minutos siguientes son más amables. Aunque siguen en silencio, la tijera suena menos amenazadora y P ya puede mantener los ojos abiertos. La puerta se abre y entra un anciano que da las buenas tardes a voz en grito. El barbero le responde con un gesto de cabeza, como si esos últimos minutos dedicados a P requiriesen de la liturgia del silencio.
—Listo, caballero.
Le retira el babero; le limpia con un cepillo los pelos que han quedado prendidos en la nuca y la cara y hace ademán de coger un espejo para mostrarle el corte por atrás, pero P lo rechaza.
—No se preocupe, déjelo. Está bien.
Sin mirarse al espejo, se levanta del sillón y se dirige a la caja registradora, un modelo muy antiguo, negro y dorado, que luce brillante y lustrosa.
—Magnífico ejemplar.
—Era de mi padre. Tiene más de cien años.
—Hay cosas que no pasan nunca, ¿eh?
—Todo pasa. Lo bueno y lo malo, —le responde el barbero acercándole una bandeja plateada sobre la que ha colocado el ticket—. Son catorce euros.
P le entrega quince y le indica que se quede con la vuelta.
—Seguramente tendrá razón. En lo que dijo antes sobre el tiempo… Aunque ahora aquí dentro —se acerca el puño cerrado al corazón— sigue lloviendo.
El barbero le dirige una sonrisa comprensiva. Sale de detrás de la caja y le da un apretón de manos.
—Todo saldrá bien, amigo.
Durante los tres cuartos de hora siguientes, P deambula por la ciudad. Sus calles, el tráfico, la gente le parecen feroces y amenazadores. Se siente perdido. Diez minutos antes de la hora convenida, ya está en la sala de oncología.
Cuando la ve salir, el corazón le da un vuelco y se levanta de un brinco. Por mucho que lo intente, M no puede disimular su agotamiento. Sus hermosos ojos azules están más opacos que de costumbre. Sin poder creer lo que ve, M se queda clavada frente a P con la boca y los ojos muy abiertos. P baja la cabeza y ella acerca su mano y se la acaricia.
—¿Pero qué has hecho? ¿Y tu melena? ¿Estás loco?, —susurra entre lágrimas.
—Sí. Por ti, amor mío.
P la abraza. Al contacto con su calor, comprende que el barbero tiene razón, que la primavera llegará aunque, antes, haya que atravesar un duro invierno. Pero sabe que, mientras estén juntos, el frío siempre estará fuera.