Ella estaba de paso

Un Renault Clio tuneado con un falso tubo de escape y un alerón trasero gigantesco vuela por una avenida casi desierta. Omar va muy puesto. No puede dejar de pensar en Fernanda. «No te encoñes, Omarito, no te encoñes», se repite, «que Nanda es mucha tía para ti, que ese cuerpo es como un tren de alta velocidad: arrolla lo que se ponga por delante». Instintivamente, se lleva la punta de la lengua a la herida que le dejó en el labio inferior el mordisco de esa hembra brava. Y sigue avanzando al filo del amanecer, saltándose los semáforos mientras tararea la canción de Maluma: «Ahora me tocó a mí cambiar el sistema/ Andar con gatas nuevas, repartir el corazón/ Sin tanta pena, ahora te digo goodbye/ Muito obrigado, pa’ ti ya no hay».

***

Fernanda se ha levantado de mala leche. Tiene un runrún en las tripas que la intranquiliza, el viejo en la barriga que decía su madre cada vez que barruntaba que algo malo iba a ocurrir. La cabeza le va a estallar. La boca le sabe a estiércol. Se enjuaga con un colutorio que le dieron de muestra en la farmacia. Ese sabor mentolado y fuerte le provoca un picor insoportable en el paladar. Lo arroja al lavabo, se lava la cara y hace amago de maquilarse, pero desiste: «esto no hay quien lo arregle», se dice. Coge el abrigo y mira el reloj: las seis menos cuarto. Otra vez llega tarde. El jefe le va a echar un bronca. Otra… Y como la despida a ver qué hace. Apresura el paso para tratar de coger el metro de las seis. La imagen de Omar pasa fugaz por su mente. Es majo el chaval, aunque aún no está preparada para empezar una nueva historia, hace apenas un mes que lo dejó con su novio, una relación chunga, de las que dejan la piel con una especie de urticaria que aflora al contacto con un hombre. «Olvídalo —le aconsejó, cuando Omar le pidió el móvil—. Ha estado bien, pero yo estoy de paso». Intrigada, se pregunta por qué le diría eso. Y el runrún en la barriga vuelve…

***

En el interior de un zeta, dos policías agotan las últimas horas de un turno que ha sido anormalmente tranquilo.

—Deberías de llamar a tu viejo, Ana. No seas tan orgullosa.

—Y tú, hacerle caso a tu mujer, pedir la jubilación y marcharos al pueblo a pasar los últimos años de vuestra vida tranquilos.

—¿Y qué voy a hacer yo en el pueblo? ¿Jugar al dominó en la peña?

—Vivir, Raimundo. Y estar más tiempo con tu hija y tu nieto.

Ilustración de Manuel Martín Morgado.

No ha terminado de pronunciar la última sílaba cuando un coche pasa por su lado como si lo estuvieran persiguiendo.

—¡Me cago en la leche! ¿Has visto cómo va ese tío? ¡Arranca! ¡Vamos!

Ana gira la llave y acciona el botón de la sirena. Su compañero la apremia a acelerar.

—Este cacharro no da para más, Raimundo. Que no cambian los zetas desde que Felipe González usaba chaqueta de pana.

—Pisa sin miedo, ¡mujer!

—¡Anda que no has visto tú películas! —refunfuña su compañera, pero le hace caso. Aprieta con todas sus fuerzas el pedal, tanto que casi se le agarrota el pie. Intenta meter la cuarta y la palanca de cambio se atasca. Vuelve a intentarlo y nada. Gira la cabeza a ver qué pasa sin advertir que atraviesan un paso de peatones.

Al instante, oyen un ruido colosal. Algo ha impactado en el cristal delantero. En la confusión, Ana pierde el control del volante y el zeta acaba estampado en un quiosco sobre la acera. Sus cuerpos se mueven primero hacia adelante y luego, hacia atrás como si una fuerza ciclópea les hubiera coceado el pecho. A su espalda, una mujer yace tendida en el asfalto.

***

Omar continúa su marcha, casi un vuelo rasante, por la avenida. En ningún momento se ha percatado de que la policía iba tras él. «El próximo sábado vuelvo al Bongó. Esa mina no se me escapa», piensa mientras sigue tarareando: «Mi cuerpo extraña tu piel/ Y ese aroma que dejaste en mí, impregnado/ Wow, wow».

Ana le pregunta a su compañero si está bien. Éste mueve la cabeza en señal de asentimiento. La mujer abre la puerta y antes de que pueda girarse, una arcada la coge a traición. Mientras se limpia la boca con la manga, si la viera su madre la abroncaría, se dice que de mañana no pasa que vaya a ver a su viejo.

Raimundo observa a su compañera, se fija en su trenza, larga y negra como la de su hija. Se lamenta de no haber dedicado a su pequeña más tiempo y se jura que mañana mismo pide la jubilación.

Fernanda trata de moverse, pero no puede. Está clavada en el suelo, no siente nada, todo está oscuro, todo es silencio. Instantes antes de exhalar su último aliento, entiende por qué le dijo a Omar que estaba de paso.

Ella y su maldito viejo en la barriga…

Alicia Domínguez

Autor/a: Alicia Domínguez

Gaditana nacida en Madrid. Doctora en Historia por la Universidad de Cádiz y Máster en Gestión y Resolución de Conflictos por la UOC. 'Autora de 'El Verano que trajo un largo invierno' (Quorum Editores, 2005), 'Viaje al centro de mis mujeres' (Editorial Proust, 2015), 'Memorial a Ellas. Que su rastro no se borre' (Ed. Proust, 2018), 'La culpa la tuvo Eva' (Ed. Olé libros, 2020), 'Memorial a Ellas. Que su luz no se apague' (Olé libros, 2022), 'La ecuación de Dirac y De memoria, perdón y otros conjuros', de próxima publicación, así como coautora de '65 Salvocheas' (Quorum Editores, 2011) y 'El libro del mal amor. Caigo y renazco' (La Quinta Rosa Editorial, 2021). Articulista en el periódico 'La Voz del Sur' y en el 'Grupo Editorial Prensa Ibérica' con la columna ‘El oso cavernario’ y colaboradora habitual de las revistas literarias '142' y 'CaoCultura'.

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1 Comentario

  1. José Federico Barcelona Martínez

    ¡Joe!, menudo «bolero» nos ha escrito Alicia. ¡Enhorabuena, amiga! Es de la estirpe salsera de «Pedro Navaja».
    Fede.

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