Una araña en el espejo

Las palabras en invisible columna se encaminan hacia la madera cuarteada de las vigas del techo de esta casa. Es hacia allí que oriento el auricular del teléfono, con tal de aventar las frases excesivas, conminatorias, atronadoras, que alguien –que de nada conozco– me lanza desde el otro lado, a saber dónde. Los imagino, a los vocablos, golpeados unos frente a otros contra las traviesas. Después de la risa pequeña que me da, oculto el aparato, silenciado, en un cajón, entre calcetines y trastos. En el televisor, también enmudecido el armatoste, unas imágenes demoledoras –reparo ahora– acerca de la descongestión instantánea del resfriado. Acto seguido, unas encías blanquísimas. Después, quizás, un poeta con báculo y amor. La necesidad de escribir esto nace como –supongo– brota un grano en la nariz. Fugitivo, conciso. Como los resfriados. Preciso una hoja en blanco. La busco en el cuaderno donde anoto mis cosas, y resulta imposible. La vieja libretita se halla agotada. Colmada ella también de palabras, de enunciados, de algunos guarismos, de garabatos. Miro a mi alrededor. Me he puesto en pie. Indago por la casa. Parece mentira que no haya dónde escribir unas letras, me digo, ni siquiera necesariamente pequeñas. Entonces me topo con otra vieja compañera, la grabadora. Sí, gracias a ella escuchan todo esto que manifiesto. Frente al espejo, en el recibidor, tras pulsar la tecla adecuada, expongo mi queja, escrutando directamente hacia una esquina superior de la luna chivata, donde una araña, paralizada, me observa con sus cuatro ocelos desde su propia red de seda. En modo alguno estoy hablando de llegar al éxtasis literario. Lejos de mi intención relatar una experiencia mística o profunda. Callo. No sé qué léxico elegir para la ocasión, cómo continuar. Qué sabrá esa sabandija de araña. Que nadie piense, por otra parte, en levitaciones, afirmo en voz alta. Ni siquiera sé bien, ahora –la tarántula estática junto al azogue– qué quiero decir, en realidad. Una punzada me fastidia a veces. Pero se pasa. Todo es un delirio.

He visto docenas de rostros ahí fuera.

‘The eye’. Odilon Redon.

Los paréntesis son necesarios. Lo pretérito, irrecuperable, no volverá, se escapa entre mis manos. Se fue. No es posible atajar el flujo de arena. Se interrumpe al agotarse en su caída. Tú solo has de girar las cápsulas de vidrio del reloj para que el polvillo vuelva a precipitarse. Es un receptáculo de madera. Es ficción. Es estúpido. Para qué preocuparse. No hay vuelta de hoja. Siquiera hay una maldita hoja en blanco. La radio, de pronto, expulsa sus vocablos desde no acierto a saber qué rincón de la casa, su gramática, sus sintonías, sus promociones. Nada que me ataña. Sin embargo, tras un breve silencio, suenan las notas inconfundibles, tremendas. Es el Requiem Aeternam de Mozart.

Qué felicidad hubo –le aseguro al escorpión, conmovido en su tela, como yo.

Cuando el cosmos era agua transparente, cálida. Las cosas sucedían porque habían de suceder, amables, lógicas; respondían al cumplimiento de lo esperado. Todos a mi alrededor perseveraban en que yo amase. Lo intuí cuando una voz se estrelló contra mis tímpanos. Hazlo. Hazlo. María. Sus hermanos. Sus padres. Aún los puedo ver azorados entre las sombras de la noche, tras unas rocas de cala veraniega, en un sur de fuegos artificiales, cuando yo buscaba su desnudez con torpeza, ante tanto público, y con torpeza teníamos nuestro primer contacto, acaso nuestro primer beso.

Qué gran aplauso.

Ya he comunicado que la calidez de la lógica marcaba el devenir de las cosas. Los sueños se hacían realidad ante nosotros, con la naturalidad de lo que ha de ser, y ya arropábamos en los brazos a Luisa, nuestra pequeña.

Básicamente –he de decir– me dedico a la oratoria. Ya saben, hablar con elocuencia, para así persuadir o conmover al auditorio. Con la particularidad de que yo solo escribo los discursos. Conferencias, monólogos, charlas, disertaciones varias. Filípicas, si es menester. Los creo y estructuro para que otros, mis clientes, los pronuncien. Yo jamás lo hice. Al menos en público. Es un oficio de oficina. La multinacional a la que pertenezco extiende sus tentáculos alrededor del globo terráqueo. De tal manera aspiran a homogeneizar los parlamentos y argumentaciones, las réplicas y contrarréplicas, el espectro completo del discurso, en fin, en todo el orbe. En general a mí nunca me ofreció este oficio mayor satisfacción que la de poder costear una vida digna a la familia, de una calidad idónea. No llenaba otro tipo de expectativas. Claro que yo siempre he sido más bien escaso en cuanto a expectativas. Jamás deseé, de hecho, otra cosa en todos mis años, ninguna otra posibilidad se abrió paso entre mis sueños. ¿Qué cosa es una expectativa? –sonrío al inmutable alacrán.

Tenía todo lo que ansiaba.

Era un sábado de enero y cumplía cuarenta años. Teníamos familia y conocidos como para hacer una celebración en su justa medida. En nuestro pequeño jardín recibí regalos. Comimos, danzamos y sonreímos desahogados. Los invitados marcharon y María me besó en los labios. Luisa se unió a nosotros con su abrazo y su cabeza escondida entre mis piernas. Esa noche permanecí a solas en el jardín antes de ir a la cama. Soy feliz, me dije. Quedé pensando en ello un buen rato. Después volví a hablarme.

Pero no consigo conciliar el sueño.

Desde entonces parece que se inició la mudanza. Cuando uno no puede conciliar el sueño, apenas duerme, ya saben. Y en esas andaba yo. No quise preocupar a nadie, y a nadie comenté las nubes grises que se cernían sobre mi ser. En el trabajo nada cambió, si exceptuamos el hecho de que mi rendimiento comenzó a dejar bastante que desear. Vaya expresión.  Dejar que desear.

‘Dans mon Reve’. Odilon Redon.

Cuando regresaba a casa María siempre preguntaba qué ocurría, y yo respondía que en absoluto, absurdamente. Desatendí la ayuda a Luisa en sus deberes. Y me sentaba en el sofá, ido, frente al televisor. Sin ver siquiera nada. En realidad, solo pensaba una cosa. No puedo conciliar el sueño. Y eso es lo que rompió la lógica de mi vida.

Aprendí que a la vida le es indiferente que seas un mastuerzo sin lógica y sin sueño. Cuánto más a tus superiores. A tus clientes. Cuantísimo más a tu multinacional. Los discursos no pueden cesar. El mercado los engulle y requiere y exige más. Y más. La demanda es insaciable. Recogí mis cosas sin hacer mucho ruido. Dije adiós sin abrir la boca. Me acerqué a la oficina de empleo y esperé mi turno con paciencia. Más exactamente diría que esperé, sin más. Al salir de allí era un desempleado oficial.

No dije nada en casa, por lo que tuve que ocupar el tiempo de mi horario de la oficina en algo. Para disimular. Así que vagaba mansamente por las calles de la ciudad haciendo pasar las horas como un estúpido. Tampoco buscaba trabajo. No deseaba nada. Esa capacidad tan humana se había agotado en mí. Dejar de desear.

María seguía preocupada, y no tardó en comprender. Los ingresos habían disminuido de manera lacerante. Quiso hablar conmigo, pero yo la rehuía. Me avergonzaba ver a Luisa. Comencé a no regresar a casa algunas noches.

Primero dormí –es una forma de hablar– en pensiones. Después decidí, o más bien, hice. Ya no decido nada. Las cosas suceden. Alquilé un pequeño apartamento bien lejos de Luisa y María, en el otro extremo de la ciudad. Eso era todo. No había más.

Pasaba todo el tiempo allí, bueno, aquí, que es donde estoy, y donde escribo esto. Donde,  para ser preciso, declamo esto, de viva voz. Exaudi orationem meam, ad te omnis caro veniet.  Es el coro. Es Mozart. Solo salgo, de vez en vez, para comprar algo. Comida y ropa. Con eso me basto. Llevo cerca de meses viviendo así. Y he vuelto a pensarlo. Soy feliz. Aunque no consiga conciliar el sueño. Es por eso que no entiendo por qué llaman a la puerta con esos golpes atronadores. En la esquina superior del espejo observo la red tejida de seda. Desde su centro la araña ha creado un largo hilo en el que se bambolea y desde el que, finalmente, se lanza al abismo. Hay voces que gritan ser los vecinos, pero yo veo tras las cortinas del salón gentes de uniforme, ocupando la calle. Policías de colores. Y ahora un camión de bomberos. ¿Por qué querrán derribar mi puerta? Si soy feliz. ¿No escuchan a Mozart? Si solo es que no consigo conciliar el sueño. Si tengo todo lo que quiero. Comida y ropa.

Por toda la casa.

Imagen de portada: Noir World of Darkness de Odilon Redon.
José Rasero Balón

Autor/a: José Rasero Balón

José Rasero Balón (Alhucemas, 1962). Soy autor de los blogs 'E la nave va!' y 'Humanos' (www.joserasero1.com) con fotografías realizadas en Holanda, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Austria, Italia, Alemania y diversas poblaciones de la geografía española. He publicado las novelas 'Laila' (1997), 'Badián no es un anís' (2012) y 'Áticos y viento' (Ediciones Mayi. 2015), así como el poemario 'Brochazos' (2001). Vivo en La Viña.

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