—Buenos días. Quería una barra de pan.
—Pues haber venido después.
—¿Cómo dice?
—Usted me ha hablado en pasado.
—Creo que es una forma de cortesía.
—Vaya. Pues era usted muy amable.
—¿Ya no?
—Pura cortesía.
—¿Me la da o no me la da?
—Lleva la mascarilla al revés. Así es imposible que se la dé.
—Oh. Es que no me aclaro. ¿Ya?
—Ya se ha dejado la nariz fuera.
—Eso es más complicado. Es que…
—Superlativa.
—¿Qué?
—Su napia. Parece una pirámide de Egipto.
—¿Ahora?
—Ahora parece una tienda de campaña.
—Qué gracioso es usted. Y algo poetilla. ¿Me da el pan?
—¡Pero aléjese, caballero! ¡Mantenga el distanciamiento social!
—Uy, perdón. Es que no veo. ¿Se ha nublado?
—Tiene las gafas empañadas.
—Esto es un sinvivir…
—Aquí tiene. Pan auténtico. De pueblo. Recién hecho. A mano. Único. Ahí tengo unos mil exactamente iguales.
—Bueno. Al menos huele bien.
—¿Cómo dice?
—Que…
—Si puede oler el pan significa que esa mascarilla no vale nada…
—Hombre, nada, nada…
—Seguro que es china.
—¿Y eso es malo?
—Peor.
—Oh. ¿Qué puedo hacer?
—Yo le venderé unas. Auténticas.
—¿De pueblo?
—A precio de mascarilla, claro.
—¿Y eso cuánto es?
—Pero hombre, no sea besugo. La misma palabra lo dice.
—Ya. ¿Y tendría dos?
—Si hubiera venido después.
—No empecemos… Es para el niño.
—¿Qué niño?
—Este. Es que lo llevo escondido.
—¿Y eso?
—En casa somos algo desmemoriados. Así que a saber si la criatura tiene 13 o 14. O 15…
—Aquí tiene.
—Son pequeñas.
—En realidad, todas son de niño. Muy infantiles.
—A mí no me servirán.
—No se preocupe. ¡A esa archinariz la vencemos! Póngase 4 o 5.
—Ya.
—Por cierto. ¿Tendría la amabilidad de pagarme?
—Oh, lo siento. Habérmelo dicho después. Es que ando en bancarrota. Bye.