Rumbo a Egina, isla de pistachos

Llegábamos tarde. Era nuestro último día y llegábamos tarde. Y no a cualquier evento que pudiera permitir nuestra demora. El barco rumbo a la isla de Egina salía a las doce. En punto, nos habían subrayado. Esa fue la razón que nos llevó a saltarnos nuestro ya tradicional desayuno en Petrálona y a incrustarnos en el vagón de metro de la línea 1 dirección El Pireo como almas que lleva el diablo.

La noche anterior nos perdimos por las callejuelas del viejo barrio de Plaka en busca de la Taverna O’Platanos, donde el comisario Kostas Jaritos (lean a Petros Márkaris) y su mujer Adrianí acuden de vez en vez. Unos estupendos artículos de Arturo Martínez para El Tercer Puente sobre su viaje a Grecia nos habían acompañado durante nuestra estancia en Atenas, y concretamente uno, el titulado Entre dioses, héroes y tumbas, nos puso tras la pista del restaurante. Dimos muchas vueltas antes de toparnos al fin con la plaza Diógenes. Bajo unos frondosos platanales se hallaban las mesas exteriores del restaurante, donde nos sentamos. N. se deleitó con unas chuletas de cordero con patatas y yo le di un aprobado justo a la ternera con arroz que me sirvieron. De categoría la ensalada de tomates, cebolla, pepino y aceitunas. Después nos darían las tantas comentando las últimas pesquisas de Jaritos y sus habituales encontronazos con Adrianí.

En salada de tomates, cebolla, pepino y aceitunas de O'Platanos.

En salada de tomates, cebolla, pepino y aceitunas de O’Platanos.

Por suerte, al llegar a El Pireo, tuvimos tiempo de tomar un capuchino rápido junto al puerto. El Ag. Nektarios era nuestro barco. Un ferri grande, con capacidad para más de cuatrocientos pasajeros y cien vehículos. La travesía hasta Egina (la isla de Egina, junto a las de Hydra y Salamina, son las más conocidas de las islas sarónicas) duró una hora y media, con lo cual tuvimos tiempo de disfrutar el espléndido día paseando por su amplia cubierta, sentados a la sombra, haciendo fotos de las inigualables vistas, de los pasajeros y de los grupos de gaviotas que acompañaron al barco en su navegación, o informándonos acerca de cómo en sus Fábulas  Cayo Julio Higinio (64 a. C.–17) cuenta que Zeus, tomando la forma de un águila,  raptó a la ninfa Egina y la condujo a una isla cercana al Ática (Enone o Enopia, por entonces), que a partir de tal suceso sería conocida como Egina.

Arribamos al puerto de Egina (la capital, llamada también Jora, para diferenciarla del resto de la isla), situado al noroeste, justo donde se hallaba la ciudad antigua, con más de 5.500 años. Resulta muy vistoso, con la coqueta ermita ortodoxa de Agios Nikolaos (absolutamente blanca, nos recordó a las imágenes que habíamos visto en fotos o TV de Santorini) recibiendo a los visitantes.

Solo teníamos tiempo, en realidad, de visitar la capital, no la isla completa, ni mucho menos. Así que nos pusimos a ello. Jora tiene forma de anfiteatro frente al mar Egeo, con callejuelas serpenteadas y mansiones neoclásicas. El paseo marítimo ofrece, a un lado, la dársena en la que conviven barquitos de pescadores, yates de lujo y puestos de fruta, y al otro, una sucesión de restaurantes, tiendas de ropa, de souvenirs y quioscos en los que venden el producto estrella de la isla, los pistachos (es la principal productora de Grecia y la mayor exportadora mundial).

Gávros de Egina.

Gávros de Egina.

En nuestro paseo dimos con el mercado de pescado, pequeño, pero con buenas trazas, aunque, para nuestra decepción, estaba todo (el pescado) vendido. Siguiendo nuestro camino nos encontramos con la hermosa iglesia griega ortodoxa Ekklisia Isodia Theotokou, de evocaciones bizantinas, aunque de ornamentación más bien escueta. Dejamos atrás el campo de fútbol de la ciudad hasta llegar a Akrogiali Aegina, un cine de verano (de los muchos que abundan en Atenas). Frente a él un diminuto ancladero de barquitas en el que aún resistía una pareja de turistas (o nativos) en busca de los últimos rayos del verano. El día, de hecho, se había vuelto más otoñal que veraniego, pero, aun así, no quisimos dejar de darnos un último chapuzón en el mar Egeo. Nos bañamos junto a una escollera de pescadores, llena de rocas y maleza, lo que añadió a la peripecia (ustedes sabrán perdonarme el alarde) un plus de aventura salvaje.

Regresamos al paseo marítimo con el hambre ya alborotando y nos sentamos en un bar –así se anunciaba– de comida griega, el Estiatorio Oikonomou (restaurante Económico). N. quiso una ración de Gávros (boquerones fritos) y yo me pedí Spangéti me garídes (espaguetis con gambas y salsa de tomate con albahaca) y, para acompañar, una ensalada verde (lechuga y cebolla con aliño de sal y limón). Económicamente no dejó de ser igual a la mayoría de los que habíamos visitado. En cuanto a la calidad, los platos estaban muy ricos, pero, en cuanto al servicio, el camarero mostró una prisa algo grosera por recogerlo todo. Ένα μικρό κακό είναι ένα μεγάλο αγαθό, nos dijimos (No hay mal que por bien no venga), por aquello de que el tiempo apremiaba.

Spangéti me garídes del ‘Estiatorio Oikonomou’ de Egina.

Dimos un último paseo por las callejuelas y plazas del pueblo, comimos pistachos (sus cultivadores llegaron a la isla procedentes de Egipto hacia 1920), tomamos café y nos encaminamos al puerto, pues nuestro barco partía a las 7.

El ferry F/D Athina es un tipo de catamarán, a los que también llaman lanchas rápidas. El mismo trayecto que hicimos por la mañana lo haríamos en esta embarcación en media hora. Una hora menos. Llamativo fue que la nave –tan vertiginosa– partiera con casi treinta minutos de retraso.

Durante la espera, aunque aquello no era Creta, pero sí, en la práctica, el final de nuestro viaje, nos marcamos unos pasos de Syrtáki (según la banda sonora de Mikis Theodorakis para Zorba, el griego, película de Michael Cacoyannis basada en la novela Vida y aventuras de Alexis Zorbas, de Nikos Kazantzakis, quien, por cierto, vivió en Egina durante la ocupación nazi) mientras contemplábamos cómo se acercaba la puesta de sol.

Del viaje de vuelta solo os diré que, paradójicamente, pese a la velocidad rabiosa de la nave, se nos hizo bastante largo.

Por la noche, ya en Petrálona, al tiempo que comenzábamos a preparar las maletas para el regreso a Cádiz, rememoramos La espada de Damocles, de Petros Márkaris, el libro que nos acompañó en nuestra llegada a Atenas y que se inicia con una cita de Konstantinos Karamanlis: “Grecia es un manicomio enorme”.

Bendita locura. Antío, Athína.

Apuntes del ‘Cuaderno de Altamira’:

Qué mejor manera de despedirse de Atenas que perdiéndonos, literalmente, y nunca mejor dicho, entre el laberinto de cajas de textos, tomos por aquí y volúmenes por allá, mesas repletas de montañas de libros, de la Librería Española Nikolopoulos (calle Omirou, 32) y ser rescatados por la atención y la amabilidad de Dina Nikolopoulo, que nos aconsejó acertadamente en nuestras adquisiciones.

 

José Rasero Balón

Autor/a: José Rasero Balón

José Rasero Balón (Alhucemas, 1962). Soy autor de los blogs 'E la nave va!' y 'Humanos' (www.joserasero1.com) con fotografías realizadas en Holanda, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Austria, Italia, Alemania y diversas poblaciones de la geografía española. He publicado las novelas 'Laila' (1997), 'Badián no es un anís' (2012) y 'Áticos y viento' (Ediciones Mayi. 2015), así como el poemario 'Brochazos' (2001). Vivo en La Viña.

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