—Seguramente fue aquella tarde que estaba con los chavales cuando comenzó todo. A rondarme la cabeza esta cosa. Son los que trabajan para mí en el taller. Los chavales, digo. Unos pipiolos. Los llamo así porque eso es lo que son, aunque ellos se piensen otra cosa. Estábamos de despedida de uno de ellos, ya ve, en un bar del Paseo. A la anciana ya la había visto yo antes. Claro. Voy mucho a ese bar. Tiene terraza y suele dar el solecito. No aquel día, que había llovido y estaba nublado. A lo mejor fue, ahora que recuerdo, el paraguas lo que hizo que me fijara más detenidamente en ella. Tenía un color naranja chillón y a la abuela se la veía tan frágil, parecía que fuera a salir volando. Entró en su portal. Las criaturas estaban ya medio tarumbas. Que es lo que yo digo, hay que saber beber. Y estos jovencitos de hoy parecen colegialas. Aun así, querían más, los cabrones. ¿Y qué va a hacer uno? Así que los llevé en el carro a un club de las afueras. Allí seguimos la farra, y yo les busqué unas camareras. Para los cuatro ¿eh?, que el homenajeado también quería mojarla, el muy pasmao, supongo que como ensayo general. Para mí no, que yo no soy de putas. Y después, que yo creo que ninguno funcionó bien ¿sabe?, pues los fui dejando a cada uno en su casita, para que luego digan, vaya, que me faltó darles un caldito y arroparlos en sus camas. ¿Cómo era aquello? Si te acuestas con un bebé, amanecerás… Pues eso. Y ya no los vi hasta el lunes en el taller. Los fines de semana no hago gran cosa. Saco al perro, Ladrón se llama. Voy a ver a mi mamá, y almuerzo con ella. Está solita. Mi viejo murió hace tiempo, el muy hijo puta. La veo y estoy un buen rato con ella. Le hace bien. Me habla de sus cosas y yo la escucho. Me pregunta por las mías y yo le cuento. Y vemos la televisión juntos. Ella siempre dice que no vale nada, que no echan más que tontadas, pero la vemos los dos, agarraditos de la mano, comiendo trocitos de queso. Pero sólo los fines de semana.
—¿El taller pinta algo? ¿Y los chicos?
—Bueno, esto… Sí, claro. Ayudan a conformar al protagonista, a explicar su día a día. Creo. No es imprescindible, vaya, pero…
—El protagonista es usted.
—A ver… Está en primera persona.
—Usted.
—No… En fin. Ya le explicaré. Continúo. El taller lo tengo en la parte vieja de la ciudad. Va bien el negocio. Es lo que yo me dije, hace años: los coches los hacen tan mal, pero tan mal, y a tiro hecho, ya sabe, la obsolescencia programada esa, que este negocio tiene que funcionar, coño… Bueno, la cosa es que ese mismo lunes a la tarde me fui para el Paseo. A las siete y media salía la vieja de su casa. Caminaba hasta el final y volvía. Una media hora. Se lo digo porque un día la seguí. Y eso es lo que hace. Andar. Cuando vuelve ya son las ocho, y ya está todo oscurito. Al llegar de regreso, al portal, me puse a su lado, y cuando abrió, pasé adentro, y me introduje con ella en el ascensor.
—¿A qué piso va, señora?
—Al tercero, hijo.
En la planta tercera se bajó y yo me demoré en cerrar hasta que vi dónde entraba. Tercero A. Después regresé a casa. Yo vivo cerca de allí. Cené algo y encendí el televisor. Me gusta tenerlo así, encendido y sin la voz. Me puse en mi mesa a hacer dibujos. Siempre me ha gustado hacer dibujos. De caras, y de coches. Pero esa noche, no sé por qué, sólo me salían viejas y más viejas, que después tachaba y hacía bolas con los papeles y los tiraba por el suelo porque yo sabía que algo no estaba bien, yo sabía que algo no marchaba, pero me fui a dormir. Al día siguiente a las siete y algo de la tarde ya estaba en la terraza con mi café. Hacía un buen día de invierno, y todavía quedaban los últimos rayos de sol. Cuando vi a la vieja comencé a dibujarla muy rápido, fijándome bien en sus rasgos, los de su cara, su cuerpo. Era flacucha y tenía el rostro muy arrugadito, pero se le veían unos ojitos achispados, y el cabello, cortito, aún parecía conservarse bien. Cuando regresó le hice más bocetos. Y los pegué todos en la pared de mi habitación. Me puse a mirarlos una y otra vez, tendido en mi cama, y lo que yo tenía dentro de mi cabeza ya parecía que iba saliendo. Yo sabía que no estaba bien, eso no puedo negarlo. Pero también sabía que era inevitable.
—Lo tenía organizado… Estructurado.
—Bueno, sí. Presentación, nudo y desenlace. Ya sabe. Pero ya entraré en eso después. Durante el resto de la semana estuve dándole vueltas a la cosa. Ya estaba clara en mi cabeza. Comprendí que era una necesidad. Extraña, sí. Perversa. Inmoral. Pero una necesidad sobre la que no podría pasar sin llevarla a cabo. Eso era así. La cuestión pasó a ser cómo hacerlo. Estuve leyendo sobre un caso que ocurrió en la ciudad hacía tiempo. No había viejas, pero me podría servir. Ya era viernes, y pensé que el lunes lo prepararía todo. El fin de semana lo pasé con mamá y Ladrón. Mamá estaba preocupada. Decía que yo estaba raro, como nervioso. Le dije que no era nada. No sé si me creyó. Estuvimos hasta tarde viendo la tele. La ayudé a acostarse y cuando mamá se durmió me fui a casa. El lunes, en el taller, sobre las doce, les dije a los chicos que tenía que salir a hacer unas compras. Cuando regresé ya tenía en el maletero del carro todo lo necesario… A la tarde llegué al bar sobre las ocho menos cinco. Pedí un café. Cuando regresó la vieja de su recorrido esperé a que entrase en el portal. Al rato accedí yo sin problemas. Antes, claro, había puesto cinta adhesiva en la cerradura. De algo había de servirme ver tanto la tele con mamá. Subí por las escaleras. Llegué al piso tercero y llamé a la puerta A. No dio tiempo a que preguntase nada la vieja cuando abrió. Le solté el puño sobre la cara y se desplomó hacia atrás en el suelo. Me eché encima. Puse la mochila a mi lado y saqué el cuchillo de larga hoja. Se lo clavé, buscándole el corazón. Los movimientos de su cuerpo me pusieron nervioso, y la acuchillé sin parar, hasta romper la hoja de acero. Después me desparramé sobre un sillón, agotado. No tuve tiempo de pensar nada.
—¿Y ya está? ¿Se acabó?
—Sí. Es el final. ¿Resulta verosímil?
—Y tanto, amigo.
—Pero, oiga… ¡Comisario!