‘Una historia de la novela popular española’ (CSIC. Ediciones Ulises, 2020), de Fernando Eguidazu, viene a darnos el gozo de un viaje por el folletín, la novela por entregas y la literatura de quiosco desde mediados del siglo XIX hasta casi hoy.
Algún día podremos comprender la intrahistoria de nuestra novela. Dejaremos así de contemplar ese recorrido como una serie de hitos de grandes nombres de autores omnipotentes que parecen deber su imaginación únicamente a sí mismos. Asistiremos a un espectáculo prodigioso, repleto de color y fantasía, protagonizado por quien verdaderamente han sostenido –y sostienen– la historia literaria: los editores, en su oficio arriesgadísimo y apasionante, y los lectores. Todo eso ocurrirá cuando se nos restituyan las dos terceras partes de la novela española: la del exilio, desperdigada por el mundo, y la popular, desperdigada en periódicos, revistas, folletos y demás frágiles pedacerías literarias. El libro de Equidazu llega para darnos la feliz noticia de que ese día está cada vez más cercano.
Apartada en general de la investigación académica, la novela popular solo ha merecido la atención de los historiadores de la literatura por su “valor sociológico”, etiqueta que lleva implícito el juicio de un escaso –si no ínfimo– valor literario. Eguidazu también pone el parche nada más comenzar su introducción, y lo comprendo, pero deberíamos ir desentendiéndonos de esa necesidad de justificación cuando nos acercamos a lo que canónicamente se ha venido llamando infraliteratura, subliteratura o literatura de masas. Porque, ¿qué es realmente el valor literario?: ¿acaso no depende casi siempre de modas, juicios morales o ponderaciones clasistas?; ¿acaso no fue Lazarillo de Tormes una obra solo para iniciados hasta que su hijo, Guzmán de Alfarache, lo convirtió en novela popular?; ¿acaso no fue el Quijote libro de humor hasta que los románticos del siglo XIX lo convirtieron en símbolo patrio y vademécum moral?; ¿es que no tienen valor literario las cientos de novelas sentimentales con las que nutrían sus despensas nombres como Lope de Vega, Tirso de Molina, María de Zayas o Salas Barbadillo?; ¿no fueron acaso las novelas de Pérez Galdós historias de médula folletinesca?
Los primeros capítulos de la extraordinaria y voluminosa (887 páginas) Historia de Eguinazu están dedicados a intentar discernir, con el mayor fundamento posible, entre novela culta y novela popular. Es encomiable el esfuerzo del autor para –a partir, sobre todo, de las reflexiones de Umberto Eco– explicarnos muy bien la distancia que siempre intuimos entre una ficción “consoladora” que se ajusta al horizonte de expectativas (éticas y estéticas) de un lector multitudinario (la novela popular) y esa otra ficción “problemática” que colma la necesidad de reflexión de un grupo lector más selecto. No obstante, la mejor forma de disfrutar de este libro es olvidándonos de los discernimientos académicos (por muy postmodernos que nos parezcan), como hace el propio Eguidazu, en cuyo recuento pulcro, sistemático, tierno, nostálgico y respetuoso de la novela popular subyace siempre la idea incuestionable de que la ficción, sea como sea planteada, es una necesidad del ser humano, insatisfecho con la mera realidad desde su propio origen como especie.
Una historia de la novela popular española sirve precisamente para eso, para advertir de lo inconsolable (e imposible) que a todo ser humano le resultaría la vida sin contar, o sin leer, o sin escuchar, otras vidas que no le pertenecen. Como idea tan absoluta necesita de límites para –vistos los árboles– poder contemplar el bosque, Eguidazu perfila con nitidez su corpus en un período de casi dos siglos: lo que va desde el primer tercio del siglo XIX hasta finales del siglo XX. “Quizás resulte un poco exagerado situar en los umbrales del siglo XIX un momento de transformación revolucionaria para la literatura popular”, dice el autor. No lo creo, y me parece acertadísimo su punto de partida, porque es en ese justo momento cuando puede empezarse a hablar de literatura popular (léase aquí masiva) impresa, aunque sean incuestionables los antecedentes en los pliegos de cordel, en la novela corta del Barroco, y por supuesto en la narrativa de tradición oral. Allí, en el XIX, con la imprenta suficientemente desarrollada para poder llegar a casi todos, con la concentración urbana de la población, con una creciente alfabetización de hombres y mujeres…, allí hay que situar ese paso que lleva de las formas más primitivas de consumo literario a las que hoy mismo siguen marcando la práctica de la lectura.
Son, pues, el folletín decimonónico y la novela por entregas las fórmulas que revolucionan el acceso a la narrativa popular impresa, inaugurada en Francia por el periódico La Presse que, para atraer lectores y aumentar su tirada, empezó a insertar en sus páginas una novela por entregas, curiosamente la versión francesa del Lazarillo de Tormes (no comienza, pues, esta historia con un ejemplo de escaso “valor literario”). A partir de aquí, el desarrollo de la novela popular sufre sucesivas revoluciones que hacen que no debiéramos sacar ninguna conclusión sobre la literatura española de los dos últimos siglos sin tener en cuenta las peripecias de su pariente pobre. Una de esas revoluciones decisivas fue la de las dime novels, de cuño estadounidense: novelitas de pura aventura, casi siempre del Oeste o policiacas, con portadas de colores estrepitosos, que desembarcan en España a principios del siglo XX, comenzando a competir con los novelones por entregas de tema social; otro cambio importante lo impondría el pulp norteamericano de los años treinta y cuarenta, repleto de chicas picantes, escenas escabrosas y portadas sugerentes.
A partir de ahí resulta apasionante la diversificación que la industria editorial despliega durante décadas para colmar los gustos de un lector masivo, pero también diverso: el público infantil y juvenil, ávido de policías y ladrones, de viajes, de piratas y de héroes; las mujeres (voraces lectoras desde la moda de la novela caballerías del siglo XVI, a decir de los moralistas más escandalizados por ello), igual de entusiasmadas por la novela rosa que por la policiaca, sostenedoras del mercado editorial en los peores momentos, como los años de postguerra; los obreros, los millones de hombres y mujeres españoles que durante décadas fueron un proletariado condenado a la miseria y al silencio y a los que la lectura seguro que salvó muchas veces de la desesperación, porque comprar una novelita en el quiosco era milagrosamente posible.
A salvar vidas, a salvar almas que sin ficción habrían naufragado, se dedicaron estas novelas con humilde dignidad. Fueron sus autores artesanos del relato, anónimos u ocultos tras nombres también novelescos, escritores de oficio, multitud atareada en proporcionarnos la necesaria ficción, el más antiguo de nuestros sueños. Eguidazu, amoroso coleccionista, nos lo cuenta detalladamente: con nombres, con fechas, con esas hermosísimas portadas que hacen que solamente los quioscos sean de color entre nuestros recuerdos en blanco y negro.