El trayecto en tren de cercanías entre Plaza de Cataluña y Tarrasa dura cuarenta y cinco minutos. Es un trayecto teóricamente interurbano, porque comunica dos municipios distintos, pero, salvo el breve intervalo de arboledas y montaña que suponen las estribaciones de la sierra de la Collserola, que la línea férrea bordea, puede decirse que no hay solución de continuidad en el espacio urbanizado. Cuarenta y cinco minutos no son nada, en fin, cuando se recorre una gran ciudad de extremo a extremo. Otra cosa es por qué hacerlo. ¿Por qué ir a Tarrasa?, se pregunta el viajero cuando lee el correo que le ha puesto un amigo barcelonés sugiriéndole varios planes para pasar el día juntos. “Por dos razones”, le explica su minucioso interlocutor. “Porque allí hay dos cosas que no vas a ver en ninguna otra parte. Una es el conjunto de iglesias de Sant Pere: donde en cualquier otro sitio hubieran ido reformando una y otra vez la misma iglesia hasta hacer irreconocible el edificio original, aquí fueron construyendo en un mismo lugar tres iglesias sucesivas, una al lado de la otra, abarcando el intervalo que va desde el prerrománico más puro hasta el románico tardío. La otra es la casa modernista más sorprendente que puedas imaginar: la masía Freixa. No te digo más.”
El visitante, naturalmente, acepta. Primero, porque su amigo le merece absoluta confianza: si él lo dice, es porque no solamente ha visto esas cosas, sino que, además, se ha documentado exhaustivamente y no le cabe la menor duda de que los mencionados monumentos merecen la pena. Pero también porque el viajero no es remilgado al respecto: lo que valora de un viaje es el hecho mismo de estar en un lugar desconocido en el que haya que redefinir, no sólo las coordenadas espaciales, sino también las pautas de conducta, y todo esto mientras lo otro, lo que deja atrás, con sus exigencias y rutinas, más o menos queda olvidado o emborronado tras el nuevo panorama.
De Tarrasa (o Terrassa) sólo sabía que era un municipio industrial del área metropolitana de Barcelona. De pequeño, el nombre de Tarrasa le salía al paso en las cajas de calzoncillos y camisetas de las que se apoderaba para utilizarlas como material de manualidades cada vez que su madre le renovaba la ropa blanca. Pueblo textil, desde luego; y, por tanto, seguramente feo; lo que, como acaba de reflexionar, no supone en absoluto un inconveniente: un panorama de viejas fábricas, incluso cuando están en desuso porque la producción se ha ido a China, puede tener su encanto. Hubo un tiempo en que las fábricas no eran, como las de hoy, construcciones de aspecto provisional, hechas de piezas ensambladas. El material que se usaba para construirlas era básicamente el ladrillo, y es posible que fuera la maleabilidad de ese elemento constructivo, así como la larga tradición en su uso, lo que sugería a los arquitectos que su trabajo, aunque orientado a un fin práctico e inmediato, era la continuación natural del arte que había dado lugar a las iglesias mozárabes, por ejemplo: ese “románico del ladrillo” (luego “gótico del ladrillo”) con el que los pueblos menos ricos o más sobrios remedaban el esplendor de los grandes edificios de piedra de los que presumían las ciudades más acaudaladas.
Pero, más allá de ese entronque del ladrillo con la tradición, hay una segunda razón por la que las fábricas de ayer resultan hoy hermosas. En ellas se cifraba el orgullo de eso que los historiadores de la economía llaman “capitalismo familiar”. Las empresas tomaban el nombre de sus propietarios y eran depositarias, por tanto, del prestigio asociada a la trayectoria empresarial de aquellos y de toda la línea familiar, incluidos antepasados y descendientes. El moderno capitalismo financiero, gestionado por sociedades opacas, ignora esa pretensión de lustre: las empresas tienen nombres elusivos y fugaces: para cambiarlos basta con telefonear a un despacho de abogados ubicado en Panamá o Las Bahamas… No eran ésos, desde luego, los principios que inspiraban a gente como, por ejemplo, el industrial textil Casimir Casaramona, que encargó el diseño de su fábrica en Barcelona, hoy sede del Caixaforum, al prestigioso arquitecto Josep Puig y Cadafalch. La fábrica, se explica en la página web de Caixaforum, vino a la quiebra en 1919, tras la famosa huelga general que tuvo lugar ese año, y su sede pasó desde entonces por diversas vicisitudes, hasta llegar a su actual puesta en valor como espacio cultural gestionado por un banco. Pero lo que queda claro a cualquiera que lo visite es que responde a una peculiar mezcla de racionalidad e imaginación evocadora y un tanto caprichosa, por la que un espacio que podría haberse limitado a configurarse como una serie de cobertizos funcionales quiso también revestirse de historiados remates y pináculos, frisos de azulejería, torres y almenas como los de un castillo de fantasía, arcos de todo tipo…
Al viajero le vienen a la mente otros ejemplos: la fábrica de Fabra i Coats, por ejemplo, en el barrio de Sant Andreu. Por eso ahora, cuando piensa en el posible paisaje fabril de Tarrasa, no piensa en absoluto en una mera sucesión de fealdades ennegrecidas, sino quizá en esa arquitectura entre siglos, moderna y tradicional a un mismo tiempo, que en Barcelona y su periferia se acoge a la un tanto imprecisa y muy amplia etiqueta de “Modernismo”.
“Allá vamos”, se dice. “A Tarrasa, a ver modernismo”.
Bueno, y románico también.
2
Pero lo que espera al viajero, nada más bajarse del tren, no es un panorama de paredones de ladrillo visto, con adorno o sin él, sino la inmediatez refrescante de un gran parque de lujuriante verdor, en extraña consonancia con la grisura de la mañana húmeda y lluviosa. El conjunto de iglesias al que se dirigen ocupa un altozano y el parque en cuestión se extiende a su alrededor, envolviéndolo a modo de foso. Tiene un nombre cursi: Vallparadís, pero el caso es que no resulta inapropiado porque, efectivamente, es un espacio propicio al a ensoñación bucólica. Las dos parejas –los dos amigos y sus respectivas mujeres, que también se han hecho amigas ya– lo cruzan por una pasarela colgante: luego verán, en el documental que les ponen a los visitantes en el centro de recepción del conjunto, que ese puente se construyó mediante un audaz sistema de ensamblaje de planchas de hormigón, por el que cada una de ellas, pendiente de sus respectivos cables de sujeción, es llevada a encajar con la que la precede, quedando la estructura incompleta precariamente suspendida hasta la llegada de la siguiente pieza, y así sucesivamente, como si se tratara de un tembloroso puente de tablas. “Si llegamos a saber cómo lo han hecho, no pasamos por ahí”, bromean.
Pero, desde luego, si para acceder al conjunto de iglesias que se denominan “de Sant Pere” o, más evocadoramente, “La Seu d’Ègara” –la catedral o sede episcopal de Ègara (nombre romano de Tarrasa, escrito sin acento)– hay que dar una especie de salto de fe, merece la pena. Cuenta el amigo del viajero que el lugar, ahora cuidadosamente delimitado, fue hasta hace no mucho un espacio abierto, núcleo de la antigua villa, y que por la explanada entre las iglesias y las calles circundantes paseaba la gente, aparcaban los coches y jugaban los niños. Los esfuerzos para la preservación de los monumentos –muy oportunos en este caso, por supuesto– obligan a veces a sacrificar lo principal: el hecho de que alguna vez fueron espacios vivos. Éste, desde luego, ya no lo es: lo que antes era lugar de tránsito ahora es un terreno minuciosamente cartografiado en el que se ha marcado la ubicación de cada uno de los vestigios –principalmente tumbas– allí localizados. En medio, las tres iglesias, como otros tantos hitos surgidos del terreno por obra de los accidentes de la Historia. Recuerdan, por ello, las de Lalibela, en Etiopía, quizá de la misma fecha y, como las de aquí, obedientes a un mismo propósito de concentrar los lugares de culto para mejor resguardarlos o defenderlos de fuerzas hostiles. Pero las iglesias de Lalibela, como se sabe, están excavadas en la roca, y añaden esa anomalía arquitectónica a su posible valor estético objetivamente considerado, mientras que las de Ègara son, por sí mismas, una al lado de la otra, un muestrario de primores constructivos, no por modestos menos evidentes.
Sin duda, la más bella es la de San Miguel, la más pequeña, que ocupa el centro del conjunto. Quizá destinada a ser capilla funeraria, recuerda los modelos bizantinos que operaban sobre la arquitectura prerrománica, tanto por su planta en cruz inserta en un cuadrado como por el efecto de cúpula que hacen sus diferentes cuerpos escalonados en torno al núcleo central, donde se cruzan las dos naves. Sin embargo, es la de Santa María, por ser más espaciosa, la que alberga el museo catedralicio, que no consiste en el previsible muestrario de casullas, cálices y ornamentos eclesiásticos que ofrecen otros de su clase, sino que alberga una bien restaurada colección de pintura, en la que destaca un retablo de Jaume Huguet dedicado a la vida y milagros de los santos Abdón y Senén. Cabe detenerse ante el conjunto y leerlo como se leería un cómic; sin que falten en él elementos truculentos –la tabla, por ejemplo, en la que se representa la decapitación de los santos– o que hoy no pueden dejar de verse con cierta bienhumorada condescendencia, como la imagen que representa a San Damián y San Cosme, aquí asimilados a los santos a quienes está dedicado el retablo, efectuando el milagro de sustituir la pierna gangrenada de un hombre por otra procedente del cadáver de un etíope, de tal modo que el hombre así curado, de raza blanca, tendrá una pierna de piel negra…
Más allá de esas delicias iconográficas, lo que fascina del conjunto, incluyendo en él la hasta ahora no mencionada iglesia de San Pedro, es el esmero con el que se ha puesto en valor cada uno de los vestigios que se conservan de sus diferentes etapas, por lo que el recorrido abunda en ocasiones en las que cabe detenerse ante los restos desvaídos, pero todavía discernibles, de diversas pinturas murales, o felicitarse porque las mejor conservadas, como la que ocupa el ábside de la iglesia de Santa María, no hayan sido trasladadas, como tantas similares, al Museo Nacional de Arte de Cataluña, en Montjuich. Rrepresenta este mural del siglo XII, presidido por un Cristo triunfal envuelto en su mandorla, el asesinato de Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, que de inmediato ascendería a los altares y sería objeto de culto en diversos lugares de Europa. Su historia –la de un crimen con trasfondo político, al fin y al cabo–, ha sido objeto de diversas reelaboraciones literarias, entre ellas sendas obras de teatro de T. S. Eliot (Asesinato en la catedral) o Jean Anouilh, así como de una espléndida película en la que el santo fue encarnado por Peter O’Toole. Y aunque no resulta extraño que este santo, considerado mártir, sea objeto de culto en una recóndita iglesia situada en el corazón de una ciudad catalana, no deja de causar cierto vértigo en el espectador hallarse ante uno de los primeros eslabones de una larga cadena de interpretaciones artísticas que llega hasta nuestros días.
“Vértigo”, en cualquier caso, es una palabra suave para describir el cúmulo de sensaciones que se experimenta al recorrer esta anómala catedral triple, levantada sobre un lugar que conserva restos que se remontan incluso al periodo ibérico y romano. Considerada desde aquí, la atareada modernidad de Tarrasa, afectada de toda esa volubilidad que cabe achacar al capitalismo industrial, parece dotarse de un poderoso anclaje en el pasado. Por eso extrañan menos, cuando se deja atrás el conjunto monumental y se entra en el centro de la ciudad moderna, las evocaciones entre telúricas y medievales de las que gustan dotarse los edificios correspondientes a otro periodo definitorio de la cultura catalana, éste mucho más reciente: el Modernismo.
3
Edificios modernistas salen al paso del viajero en cuanto pone el pie en la ciudad. Algunos muy sorprendentes, como el Almacén (Magatzem) Joaquim Alegre, de 1904, obra del arquitecto Lluís Muncunill. Ocupan su fachada, y podría decirse que son su único elemento ornamental, seis arcos elipsoidales, dos por planta, verticalmente enlazados por las sinuosas líneas de las molduras que los ciñen, y que parecen transmitir de abajo a arriba la fuerza que sustenta el edificio, mayor en los arcos inferiores –que por ello tienen forma de media elipse– que en los superiores, más redondeados, aunque del remate ligeramente apuntado de los de la tercera planta brota un motivo floral que parece impulsado –podría decirse que eyaculado– por toda esa energía ascendente.
Hacer el catálogo de la arquitectura modernista de Terrassa sería interminable: nada más dejar atrás el mencionado Almacén Joaquim Alegre, el viajero se da de bruces con el portentoso Almacén Torras –en todos estos casos “almacén” vale por “tienda”–, construido diez años después, y que, en el remate de la moldura de su balcón central, luce como motivo heráldico una quilla vista de frente; que es justo lo que sugiere todo el edificio, situado en la confluencia entre dos calles y con su entrada y balcón principales ocupando el chaflán curvo en el que se resuelve el ángulo obtuso resultante, a modo de proa de barco… Todo esto, se dice el paseante, es más fácil de mostrar que de describir, y por ello se acoge al recurso sumario da hacer unas fotos. Lo mismo hará con la curiosa estructura, compuesta de una hilera de pequeñas naves abovedadas, restos de una antigua fábrica de tintes, que ciñe uno de los costados de la plaza que les sale ahora al paso: de nuevo, es un edificio debido al genio de Muncunill, que es quien da nombre a la “Sala” o galería de arte municipal que ahora ocupa buena parte de ese espacio.
Cansado de prodigios arquitectónicos, el visitante se distrae ahora con detalles accesorios y un tanto frívolos: por ejemplo, que en esa misma calle puede verse una placa en homenaje a Josep Oller, el empresario catalán que fundó el célebre cabaret parisino Le Moulin Rouge. Pero todavía hay un edificio modernista que no podrá soslayar, y que es de los que resultan inolvidables, por lo sorprendente: la llamada Masía Freixa, toda ella de un blanco deslumbrante, salvo unas pocas líneas de molduras grises, y consistente en una sucesión de arcos elipsoidales que pautan las fachadas y definen un espacio delimitado exclusivamente por líneas curvas y rematado por un tejado abovedado también sinuoso y ondulante, de modo que el conjunto más parece una excrecencia de la tierra, a medio camino entre una estructura vegetal y la concha de un molusco, que un edificio debido a manos humanas. Igualmente sinuoso y curvilíneo por dentro, el edificio alberga ahora una oficina de información turística; y sí, dentro de ella se respira laboriosidad, aunque de una modalidad especial: la que se ejerce dentro de un termitero. No sabe el visitante si le gustaría o no vivir o trabajar en una casa así; de lo que no le cabe la menor duda es de que visitarla, experimentarla, merece la pena.
Como la merece también pasear por el hermoso parque circundante, en el que se mezclan los vestigios del reposo burgués al que estuvo reservada la finca –por ejemplo, un templete de hierro forjado en el que sería un privilegio tomar el té en una tarde de primavera– con modernos ejemplos del didacticismo del que ahora quieren revestirse los espacios de ocio, y al que responde un curioso “hotel de insectos” que no es otra cosa que una casetilla del tamaño de un armario de baño en cuyas divisiones se han dispuesto distintos tipos de restos vegetales susceptibles de atraer diversas especies de artrópodos. No sabría decir el visitante si el artificio funciona: el hotel, como les ocurre en temporada baja a los destinados a los humanos, está vacío, lo que quizá pueda achacarse a que la primavera, que ya debería haber arrancado, viene este año con retraso y eso desalienta las posibles ansias turísticas del público potencial.
No es ese el caso del visitante, a quien la llovizna le parece un buen fondo para las singulares y un tanto recónditas bellezas de Tarrasa. Es ya hora de almorzar y quizá de ir pensando en tomar el tren con tiempo suficiente para bajarse en Sant Cugat, por ejemplo, visitar el monasterio y merendar un té con melindros en alguna de las cafeterías de su calle principal. Puestos a sumar una nueva atracción a las dos que lo han llevado a Tarrasa, ésta podría ser la tercera: la posibilidad de hacer una parada en el camino, a la ida o a la vuelta. Ya está en la edad en la que no conviene darse demasiada prisa por llegar a las metas.