La calle Arenal anda un tanto solitaria. Algún precoz comprador de oro, una cuadrilla rezagada de barrenderos, difusos grupos de dos o tres. Y nosotros, que emprendemos de algún modo un peculiar viaje —de ida y vuelta— en el tiempo.
Adosada a la iglesia de San Ginés de Arlés, la librería de lance —el más antiguo comercio de la zona (1805)— permanece aún con sus persianas cerradas bajo el tejadillo, los viejos ejemplares a buen recaudo en sus anaqueles de madera. Frente a ella, la legendaria discoteca (y teatro) Joy Slava, hoy en obras de reforma.
Desde este rincón accedemos al pasadizo de unos 60 metros que conduce a la plazuela del santo. Justo antes de llegar a esta se abre una bóveda que une el templo y la casa número 5, en la que se encuentra la Chocolatería de San Ginés.
Abierta en 1894 como churrería, Cesar González-Ruano —allá por 1920— la apodó “El Maxim’s golfo” —era el único café abierto cuando, al anochecer, cerraban los de la cercana Puerta del Sol—, fue conocida como “La escondida” durante la II República —debido a su recoleto emplazamiento— y Valle-Inclán la denominó en Luces de bohemia “La Buñolería Modernista”.
Tras una breve espera en la cola —la Chocolatería y sus terrazas están abarrotadas, en contraste con la calle Arenal, pero se avanza con fluidez— un camarero nos conduce hasta el mostrador.
Hacemos nuestro pedido, café y churros —hasta los años 80 se llamaban churros al hombro (el molde se colocaba en el hombro del maestro churrero); el volumen de trabajo actual hace que los fabriquen en forma de ruedas, y no en lazos—, pagamos, atravesamos un pasillo con paneles repletos de fotografías de celebridades, nos sentamos en un salón —castizas mesas de mármol blanco y espejos en sus paredes— y al poco nos sirven.
Lo que se ha convertido en visita ineludible —destacada en rojo— en toda guía turística, acoge sin embargo —con un poco de imaginación— entre la memoria y la atmósfera de sus salas, mesas y azulejos, los fantasmas de lo más granado de la bohemia madrileña, las tertulias literarias de café, copa y puro —algunas incluso con acalorados debates que llegaron a terminar con un brazo amputado en un café cercano— o incluso el eco de los pasos tambaleantes de Max Estrella y don Latino de Híspalis en busca de un café de recuelo mientras la Pisa Bien, despintada y pingona, pregona el número de la suerte. ¡Mañana sale! ¡Lo vendo! ¡Lo vendo!
—No es de Lope.
N. y yo comentamos Deje su mensaje después de la señal, la representación a la que —al fin— asistimos en el Teatro Alcázar. Dirigida por Fernando Bernués y protagonizada por Miren Arrieta, Mireia Gabilondo, Oihana Maritorena y Leire Ruiz, la obra —una adaptación de la novela de Arantza Portabales— nos presenta a cuatro mujeres que deciden confesar sus problemas ante un contestador automático. Aunque a N. le haya gustado la función y a mí más bien no —ritmo plano, como la escenografía, como la música, no sé—, sí hay algo en lo que nos ponemos de acuerdo. Te agrade más o te agrade menos, no es de Lope.
La expresión “Es de Lope” —conviene señalarlo— se puso de moda en el XVII para ensalzar una obra de arte o designar lo que era muy bueno, de gran calidad, excelso, debido a la tremenda popularidad de Lope de Vega, todo un fenómeno de masas de la época.
La Casa Museo Lope de Vega se encuentra en el Barrio de las Letras, concretamente —como burla del destino— en la calle Cervantes. Ambos escritores, es sabido, mantuvieron en vida (tras años de admiración mutua e incluso de trabajar juntos), de forma pública y notoria (“…ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a don Quijote”), una prolongada guerra literaria y personal. En 2015 los caprichosos hados darían otra (y socarrona) vuelta de tuerca al descubrirse los restos del alcalaíno más ilustre en el convento de las Trinitarias descalzas, que se encuentra muy cerquita, justamente en la calle Lope de Vega.
La casa fue construida en 1578. El poeta la compró en 1610 y fue su residencia durante los últimos 25 años de su vida. Se abrió como Museo en 1935.
La visita es proclive a que la imaginación deambule a sus anchas —siempre conducida, con acierto y frescura, por las palabras de la guía— por el cotidiano día a día del Fénix de los ingenios, a quien esbozamos al calor del hogar mientras en la calle deambulan las capas, los duelos y los quebrantos, allá por el XVII.
Lope —que murió a los 72 años, una longeva edad para la época— era de desayunar torreznos con una copa de aguardiente. Su plato preferido, la olla podrida. En la cena pillaba espárragos de la huerta de la casa y los comía cocidos, con limón y pimentón. Le tentaba el dulce también. Los días que se hallaba indispuesto seguía el servicio religioso, celebrado por algún sacerdote amigo, desde su alcoba, a través de un ventanuco que daba al oratorio. Su estudio era la estancia en la cual pasaba la mayor parte de su tiempo, donde recibía a sus amigos y donde escribió lo más sobresaliente de su literatura (La dama boba, El perro del hortelano, El caballero de Olmedo…). Junto a su escritorio y su retrato se tomó N. la libertad de tomarme una estampa para el recuerdo. No hay cuarto de baño ni retrete —como en ninguna casa de la época— y habremos de figurárnoslos cuando, al anochecer, arrojaban a la calle —al grito de “¡agua va!”— sus necesidades en unos recipientes. El capitán Alonso de Contreras —que inspiró al Alatistre de Pérez Reverte— se alojó durante unos meses en el cuarto de los huéspedes de Lope. Se cuenta que, si alguno precisaba ayuda para salir con bien de algún lance peliagudo, acudía presto en busca de expeditivos mercenarios por la zona del pasadizo de San Ginés, pues por allí merodeaban.
La Latina —como toda la ciudad— es para pasearla. Pasear hacia abajo desde la plaza de Cascorro por la Ribera de Curtidores es una forma —con un poco de imaginación, igualmente— de viajar en el tiempo, entre el chulapo que vende barquillos, la señora enlutada que, sentada y seria, le hace la competencia o el tendero que pregona —intemporal— su género ante la potencial clientela. Allá por el XVII —sí— aquí se comerciaba con la carne y con los despojos de animales y en esta Ribera se hallaban las curtidurías, que trabajaban las pieles de dichos animales.
Caminamos entre embozados a nuestro libre albedrío y me pillo un librito de Antonio Muñoz Molina que, al cabo, resultará no ser de Lope. Los misterios de Madrid, es el título. La novela se publicó por entregas en 1992 en el diario El País. Me temo que el tiempo ha pasado inmisericorde por ella. Vagar por la Cava Baja, deambular por el mercado de La Cebada, salir a Bailén y perdernos cuesta abajo y rondar por el Manzanares, ver la silueta de Madrid en contrapicado, no saber ni cómo y aparecer en la cervecería La Sureña, en Príncipe Pío. Coger el Metro —ese invento— y pasar por la Plaza del Ángel, comprobar decepcionados que finalmente hoy no habrá Mercado de la Rana, acabar en la Plaza de Santa Ana y decidirnos —paseantes cansados— por la Cervecería Alemana.
Abierta desde 1904 ha acogido entre sus paredes en estos 117 años de existencia a literatos (Valle-Inclán, Jardiel Poncela, Hemingway), toreros (El Gallo, Bienvenida, Dominguín), divas como Ava Gardner y hasta —dicen— un caballo en busca de su amo
Sentarnos pues en su interior —madera en las paredes, fotografías, cuadros, vigas en el techo, objetos antiguos, ventiladores, jamones en la barra—, ir apareciendo sobre el mármol de la mesa las raciones, albóndigas, ensaladilla, bacalao, gambas y sentirnos en la gloria en pleno siglo XXI.