Que todo en la vida es cine. Toni Montesinos. Prólogo de Gonzalo Navajas. Editorial Polibea. Madrid, 2016. 151 pp.
Como Guillermo Cabrera Infante o Peter Bogdanovich, el barcelonés Toni Montesinos (1972) ha hecho de la escritura sobre cine un género más próximo a la literatura de expresión personal que a la mera crítica. Por eso su libro se subtitula “Escritos autobiográficos sobre películas” y asume sin ambages la realidad de que el hombre contemporáneo es hijo del cine, que la identificación entre cine y sueños es algo más que una frase hecha, que vivimos nuestras reacciones más elementales como otras tantas puestas en escena basadas en un repertorio de gestos y actitudes aportado por el Séptimo Arte, y que la saturación de imágenes a la que estamos sometidos sólo puede paliarse cuando éstas nos llegan unidas a un argumento, es decir, articuladas en una ficción que, paradójicamente, nos acerca más a la verdad que la mera desnudez de las imágenes presuntamente “reales”. En las once películas que comenta en Que toda la vida es cine, todas ellas estrenadas entre 1995 y 2005– el autor, amén de destacar con buen juicio y conocimiento de causa los valores estéticos de cada una de ellas, incide en otros tantos aspectos del ser contemporáneo representados por esas películas; y lo hace, además, recurriendo a la autobiografía como garantía de la verdad existencial de las impresiones aportadas. Mediante el examen de películas como Balas sobre Broadway, Hable con ella u Orgullo y prejuicio –por nombrar sólo algunas de las más conocidas entre las comentadas– se habla de cuestiones tales como la posibilidad del amor en las modernas sociedades urbanas, el lugar del llanto en la economía de los sentimientos o el simbolismo aparejado a los libros como atributo sociocultural e incluso sentimental. Pero, más allá de las cuestiones particulares aparejadas a cada argumento comentado, lo que construye este singular libro de cine es una especie de colección de relatos o incluso una soterrada novela del yo, que se abre con un estremecedor preámbulo –“Un día de otoño del año 2006 (…) la vida entera se me rompió en pedazos”– y recorre una detallada trayectoria íntima en el que están presentes el amor y la pérdida, la empatía con la humanidad doliente, el examen detallado de los sentimientos y lo que instrumentos como la lectura, el disfrute del arte o la permeabilidad a las historias de ficción aportan a la condición humana. “No tengo duda de que no existe mejor pedagogía que el cine: nada nos enseña más y mejor, nada nos implica con mayor sentimiento y conciencia frente a otras historias, frente a la Historia minúscula y mayúscula”. Sus textos dan fe de ello.
Marvel. Crónica de una época. Rafael Marín. Prólogos de Carlos Pacheco y Julián Clemente. Dolmen Editorial. Palma de Mallorca, 2016.
Amén de un ingente caudal de datos bien traídos y de un entusiasmo contagioso por el objeto de su indagación, el escritor y estudioso Rafael Marín (Cádiz 1959) aporta a este libro unas cuantas ideas recurrentes que contradicen la habitual imputación de intrascendencia y escapismo que la crítica “culta” suele hacer al cómic y a otras manifestaciones de la moderna cultura de masas. En el caso que le ocupa, los tebeos producidos por la casa norteamericana Marvel a partir de 1961 bajo la dirección del guionista y responsable editorial Stan Lee y la impronta artística –no sólo gráfica– de los dibujantes Jack Kirby y Steve Ditko, entre otros, Marín insiste en que participaron del carácter revolucionario de otras manifestaciones artísticas de la década y en que constituyen, en su conjunto –pues una de sus características es su manera de articularse en un “universo” coherente–, una crónica de la historia de la América contemporánea y, por extensión, del mundo. Los personajes de Lee y Kirby, primero, y luego del singular Ditko, creador de Spider-Man, compaginan la condición de superhéroes –en las distintas categorías que cabe distinguir bajo ese marchamo: con superpoderes innatos, con superpoderes adquiridos o simplemente sin atributos sobrehumanos– con la de personas sumidas en las mismas perplejidades existenciales –amor, celos, envidia, insatisfacción– que cualquier mortal, arrastran biografías sinuosas y alcanzan a erigirse, de la mano de sus creadores, en espejos del hombre de su tiempo. El palpable entusiasmo con el que Marín expone los logros de la casa no le impide, sin embargo, impregnar su ensayo de cierta melancolía, surgida de constatar que rara vez la conversión de una meritoria empresa de jóvenes creadores en un emporio comercial y mediático redunda en el mantenimiento del nivel creativo alcanzado inicialmente. Los superhéroes de la Marvel han pasado al cine y deparan a sus titulares recaudaciones millonarias, pero apenas si conservan algunos vestigios de la poderosa originalidad con la que irrumpieron en el imaginario de los lectores de tebeos de los años 60 y 70. Rafael Marín fue uno de ellos y ha querido dejar testimonio de la complejidad del fenómeno que mereció su entusiasmo de entonces y anima su curiosidad intelectual de hoy.
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