Hoy ha muerto un poeta, uno de tantos, su triste corazón
que siempre supo demasiado de melancolías, no aguantó más,
murió como un carpintero o un maestro, no imaginen gloriosa
la muerte de un poeta, ni esperen grandes palabras en su epitafio,
nadie llora nunca la muerte de un viejo poeta olvidado.
Murió una calurosa tarde de julio sobre un sofá barato, solo, mientras volvía
a ver, una vez más, una película de Bergman que amaba demasiado.
Se ganó la vida hablando a ociosos adolescentes de la digna soledad de Cernuda,
y de cómo le aborreció Sevilla, en destartalados y fríos
institutos de pueblos de Castilla cuyo nombre nadie nunca recordará.
Publicó un puñado de sonetos como delicadas y exquisitas amatistas
en una pequeña editorial que sólo conocían algunos poetas amigos,
cuando los sonetos no estaban de moda,
y todos recitaban de memoria en inglés a Pound,
y recibió algunas cartas de mujeres francamente neuróticas,
cincuentonas solitarias que vivían en diminutos pisos de las afueras,
que decían amarle y desear su carne en la ardiente oscuridad.
Y entregó lo más preciado de su juventud a intentar encontrar
inútilmente ese verso eterno jamás escrito que fuese capaz de ennoblecerlo,
y sin embargo tan sólo fue un grotesco bufón más de la belleza,
alguien enamorado de aquella Ofelia sin excesivo talento
que sabía demasiado de viejos teatros de provincias en penumbra,
un hombre como cualquier otro, uno de tantos,
nadie nunca recordará su nombre ni qué escondía su corazón,
y mucho menos cualquiera de sus versos que valieron una vida entera.