De la creatividad y versatilidad de José Manuel Benítez Ariza sabemos todos desde hace mucho tiempo. Goza una merecida y sólida reputación como poeta, novelista y ensayista. Avalada con numerosos e importantes premios y reconocimientos. Ha ejercido, además, como profesor, bibliotecario escolar, articulista, bloguero, traductor, crítico de cine, y seguro que se me olvida algo.
Pues bien, no contento con eso, a todas esas ocupaciones ha añadido en los últimos años una nueva afición o pasión, que en Benítez Ariza vienen a ser lo mismo: la pintura. Une su nombre a un extenso catálogo de poetas-pintores, o pintores-poetas como se prefiera, del que forman parte no pocos nombres ilustres (V. Hugo, W. Blake, D. G. Rossetti, Goethe, Alberti, …). Como decía Gombrich “no existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas”.
En realidad, si lo pensamos, no debería extrañar que los poetas se dedicaran también a la pintura y viceversa. Al contrario, tiene mucha lógica, tanto una como otra nacen del mismo gesto, un gesto “nacido siniestramente a la sombra de una mano”, como escribió V. Hugo, la misma mano que empuña el pincel para hacer el trazo de un dibujo, es la misma mano que agarra el lápiz para completar el trazo de una letra. Podría decirse que la escritura es hija de la pintura, porque ¿qué eran los escribas del Antiguo Egipto sino escritores que pintaban jeroglíficos? En aquellos tiempos nadie tenía dudas que para ser un buen escriba había que ser necesariamente también un buen dibujante. Todavía hoy en culturas orientales como China o Japón se sigue utilizando una escritura parcialmente ideográfica.
Andrés Catalán, escribió sobre todo esto un precioso ensayo que tituló “A la sombra de una mano, pintores que escriben, poetas que pintan”. Divide a estos poetas-pintores en dos grandes grupos. Por un lado, los que practicaron en su juventud un arte distinto al que luego se dedicarían, y en los que la vocación inicial dejó huellas profundas, como los casos de Cernuda, Juan Ramón Jiménez, Sylvia Plath o Alberti, quizá este último el más conocido de todos.

El otro grupo es el de los que acuden a la escritura o a la pintura por una necesidad paralela, tomándosela en serio más allá de una vocación juvenil y asumiéndola como algo más que un amor interrumpido o una afición diletante. Sería el caso, por ejemplo, de Jean Arp, uno de los fundadores del dadaísmo, incluso del propio García Lorca, que confiesa en una de sus cartas el placer que le producía no sólo dibujar —“me siento limpio, confortado, alegre, niño cuando los hago”, escribe—, sino también el reconocimiento —“usted ya sabe el extraordinario regocijo que me causa el verme tratado como pintor”, dice en otra.
A este segundo grupo pertenece, sin duda, José Manuel Benítez Ariza, pintor tardío y autodidacta, como él mismo se califica, pero consciente también que todo ocurre a su tiempo. Una vocación tardía, que poco a poco se va haciendo presente en su día a día y en su poesía, sin hacer apenas ruido, pero inexorablemente, de tal modo que cuando toma conciencia de ello, no puede dejar de escribir en su diario, casi resignadamente: “en realidad, lo que me apetece ahora, en esta etapa de mi vida, es pintar acuarelas. Pero me ocurre al respecto lo que al varón prudente que siente que se está enamorando de nuevo: mejor dejarlo pasar”. Pero no, hay amores que no se pueden ni se deben esquivar, y eso lo deberían saber el hombre y el poeta.
Las acuarelas de Benítez Ariza no nacieron con vocación pública, sino como una afición que empieza practicando para sí mismo o su círculo más íntimo, a la que no quiere conceder más importancia que el de un entretenimiento o una distracción con la que pasar el rato, sobre todo en el verano, lejos de las obligaciones laborales y las rutinas. Llega a definirse en sus inicios como acuarelista de verano: “¿me habré convertido en un poeta vacacional, igual que soy —y eso no me importa reconocerlo— acuarelista de verano? Quiero pensar que las cosas son un poco más complejas”, nos cuenta en su diario.
Poco a poco, como decíamos, pero prácticamente sin interrupción, la pintura le reclama cada vez más y más atención, y los lápices y cuadernos de dibujo empiezan a convertirse en compañeros inseparables de sus andanzas. Allá por donde el poeta va, va con él el dibujante, primero armado únicamente de unos sencillos útiles: un rotulador o un lápiz y un cuaderno. Con ellos pasea y toma los primeros apuntes e impresiones de algún rincón de la sierra, algún retrato, desconocidos que toman un café en una terraza mientras conversan, el mar y la playa, un humilde bodegón —la mayor parte de las veces de aquellos objetos que le son más cercanos como libros y pinceles—, músicos en un concierto, las calles familiares de los lugares donde vive, o cualquier otro escenario donde quiera que sea que le lleven sus asuntos (Barcelona, Irlanda, Almagro, Portugal,…). Apuntes que a veces nos presenta con modestia como “distracciones peripatéticas de un paseante solitario”, como “entretenimiento de una mañana”, o la excusa perfecta para hacer una prueba de unos lápices acuarelables, o estrenar unos rotuladores de pincel recién comprados.
Cuando viene a darse cuenta, aquellos sencillos útiles de los primeros días ya no bastan para sus expediciones pictóricas. Tampoco sorprende ya verle desplegar sus trastos de dibujante en cualquier situación. Termina por confesarnos, como un descubrimiento inesperado: “un nuevo elemento ha venido a sumarse a mis equipajes: los avíos de dibujo. Que empezaron siendo una libreta y un rotulador y ya incluyen un juego de pinceles con depósito de agua, una caja de lápices acuarelables y una docena de accesorios más. Mis conocidos se han habituado ya a verme sacar toda esa impedimenta mientras, por ejemplo, nos tomamos un gin-tonic. Y ni siquiera se alarman demasiado cuando comprueban que ellos forman parte de la escena dibujada”.
Y de ese constante arrastrar los bártulos de un lado a otro, se obtienen a veces inesperadas recompensas, como cuando pintando la catedral de Braganza, “vino un hombre y me dio una botella de vino por mi dibujo. Y seguí en ello, por si alguien me traía una hogaza de pan”.
No cuesta imaginarlo en ese trance, ni oteando el horizonte que asoma tras su ventana, o en los caminos de la sierra, libreta y lápices preparados, la cabeza cubierta y la barba luenga proyectando su sombra sobre el blanco del cuaderno que sostiene entre sus manos, preparado el papel a recibir el empuje de los trazos con los que va cobrando forma, no lo que vemos, sino la ilusión de lo que imaginamos ver, intentando atrapar la fugacidad del instante, o como él mismo dice, “intentar retener lo abocado a perderse”.
Así va llenando cuaderno tras cuaderno, escapándosele alguna vez la íntima satisfacción que estos hitos le provocan. “Otra libreta terminada; quiero decir otro tomo de esta especie de diario dibujado que llevo en paralelo a mi diario escrito”, porque en eso es lo que efectivamente ha terminado por convertirse la pintura para Benítez Ariza, en algo que forma parte ya de su día a día,… como la poesía, al punto que muchos de sus poemas, llenos de imágenes de pura plasticidad, empiezan “a ser pensados mientras pintaba la correspondiente acuarela”.
Muchos de esos apuntes y dibujos de trazos apresurados y enérgicos, son el boceto preparatorio que luego en el estudio convertirá en acuarelas y la evidencia de un aprendizaje constante y tenaz en el que asistimos a sus logros y evolución. Nos muestran cómo aprende a decidir el trazo más adecuado al momento, cómo gana en confianza la pincelada, cuál es la densidad adecuada, cómo el cromatismo se torna más audaz si la composición lo pide. Evidencias de cómo se forja un pintor. “Mejor aquí la pincelada, por tal de no arañar con una punta de grafito lo delicado de esa piel”, se dice a sí mismo, por ejemplo, mientras dibuja una mujer tomando el sol.
Todo este proceso va a concluir en la exposición pública de su obra, cuando se atreve a mostrar tímidamente sus primeras acuarelas fuera de aquel primer círculo de allegados, a través de las redes sociales. “Siempre las he pintado —reconoce entonces—. La novedad es que ahora, con la desvergüenza que da la edad, me atrevo a enseñarlas”. Tienen buena acogida y empiezan a salir fuera de su estudio, para colgar las paredes de otros hogares.
Así llega su estreno como ilustrador, con un bodegón para la sección de reseñas dela revista literaria Crátera. Estreno que le produce ilusión, pero también un “inexplicable nerviosismo porque alguien que ha visto mis modestas acuarelas me ha pedido una para ilustrar una revista literaria. […] Intento comparar esta especie de timidez con la que podía sentir cuando publicaba en revistas mis primeros pinitos literarios”.
Vendrán después una primera exposición virtual de veinticinco acuarelas en 2019, a la que siguen casi de inmediato otras treinta más en “Un diario en acuarelas”, y otras veintiuna de la serie “Puerto Real. Una mirada a mi entorno inmediato”. También algunos encargos para la portada de libros tanto propios como ajenos, e incluso las ilustraciones de libros completos como Jardines y paisajes, de Aquilino Duque, o del suyo propio Garabatos, que hoy mismo se presenta, y a los cuales pertenecen algunas de las acuarelas que nos muestra en esta exposición.
Y, por fin, la primera exposición, que podemos ver hasta el diecisiete de noviembre en el Club Social Exartes de Puerto Real, formada por casi cuarenta acuarelas de pequeño formato, que se prestan a ser contempladas en espacios pequeños, de cerca, a tomarlas entre las manos, donde mejor se aprecian los efectos de la luz y de las texturas del papel, donde se descubren los espacios por los que intencionadamente no ha pasado el pincel, las densidades de la pincelada para jugar con las tonalidades del color, la intensidad con la que se aplica el trazo, la gota de color que cae sobre el papel dando forma a las cosas, las manchas con que cobran sentido los objetos, porque “la pintura son manchas” nos dice.
Una muestra estructurada alrededor de cuatro espacios, los cuatro mundos que representan los universos creativos en los que se mueven el poeta y el pintor: Benaocaz y la sierra gaditana, Puerto Real, Cádiz y su bahía y esos otros lugares donde le lleva la vida (Barcelona, Madrid, Málaga, …), todos ellos cuidadosamente representados. Las obras escogidas muestran la variedad de los registros del pintor, que comprenden tanto paisajes serranos y marinos de pinceladas amplias y luminosas, como espacios urbanos conformados por volúmenes geométricos enmarcados por líneas bien definidas; la mirada impresionista para unas flores silvestres resueltas con manchas de color; la abstracción para mostrar la disolución de las formas de unas retamas florecidas cuando se filtra la luz entre sus ramas; o los enérgicos trazos de rasgos expresionistas para un burro entrevisto en un herbazal o un mirlo que nos mira.

Exposición que se presentó con Garabatos, el último de sus libros, en el que incluye un epílogo para una poética del garabato en el que ya nos avisa que “es falsa, muy falsa la pretensión de modestia que lleva a algunos dibujantes y pintores a llamar a lo suyo garabatos”. Es un libro compuesto precisamente por los “pies de foto” que ha ido poniendo a sus dibujos y acuarelas durante el año anterior.
Decía Henri Rousseau, —extraordinario pintor, autodidacta también como José Manuel, por cierto—,que “la gente no siempre comprende lo que ve… es siempre mejor con unos pocos versos”. No es el caso de Benítez Ariza, sus pinturas no necesitan de ese apoyo para entenderse, sino que lo que hace para someter a escrutinio la mirada propia, pero bienvenidos sean esos hermosos pies de foto, —auténticos poemas en prosa—, que nos invitan a una mirada más reposada y atenta de la pintura: “Hace ya tiempo que observo, que en mi economía expresiva, un dibujo o pintura conduce con frecuencia a un poema —al revés no tanto—; ¿estaban acaso esas palabras implícitas en la imagen?” se pregunta.
Pudiera pensarse que el poeta que se pone a pintar lo hace para expresarse no sólo con un lenguaje distinto sino también para mostrarse distinto él mismo. Ese tampoco es el caso de Benítez Ariza. Su poesía y su pintura se complementan, son continuación la una de la otra, imágenes especulares, formatos diferentes para ver lo mismo, una llega donde no alcanza la otra, unas veces son las palabras las que nos guían donde no llega la pintura, otras son las formas y los colores los que llevan luz a los versos, recordándonos, una vez más, que es la misma mano la que sostiene la pluma que la que maneja el pincel.
Pinta como escribe, sin estridencias, una mirada atenta y reflexiva de nuestro entorno más inmediato, de aquello que nos rodea pero que no siempre sabemos ver, porque la capacidad de admirar el prodigio en lo cotidiano necesita tiempo, no es cuestión de días, sino de años de infinita paciencia. Me gustó mucho algo que leí en su diario abierto: “Siete de la mañana. De noche todavía, el olor de los jazmines de la esquina es la primera impresión que recibo al salir de casa y enfilar la calle oscura camino de la parada del autobús. He necesitado años de preparación para llegar a apreciar en lo que vale un don tan simple […]. Pero sí: se necesita a veces toda una vida para reparar en lo que siempre estuvo ahí. Y todavía tengo que estar contento: hay quien se muere, supongo, sin llegar a percibirlo”.
Ese camino andado pacientemente por el poeta durante años para hacer lo que llama “poesía de lo cotidiano trascendido”, lo aprovecha hoy el pintor, para cautivarnos en sus acuarelas. Unas acuarelas, como las que nos presenta, en las que la naturaleza, se convierte en el asunto más presente, “es la realidad que mejor se deja mirar —nos dice— y la que más misterio revela cuando se la mira atentamente”.
Naturaleza lírica, pero alejada de cualquier mirada bucólica, centrada en los elementos más cercanos y tratada amorosamente, con el mismo lenguaje sobrio y sencillo de su poesía.
En la naturaleza, en los paisajes vividos y recreados, es donde su pincelada se muestra más suelta, más ligera y ágil, más libre de líneas y ataduras formales, alegre o melancólica sometida a los vaivenes del estado del alma. Caminos que se pierden en el bosque, “donde silencio y clamor se confunden”; las olas del mar empujadas hacia la orilla, deshaciéndose en espuma que cae mansamente sobre la arena; los cielos fundidos con esas mismas aguas, separados si acaso por una delgada línea del horizonte; la atmósfera brumosa que envuelve las montañas y el caserío de Benaocaz, fundiéndose en un todo.
Benaocaz… Benaocaz es el refugio del pintor y del poeta, al que vuelve continuamente, en sus acuarelas y en sus poemas. Son paisajes que transmiten una profunda paz, en los que se siente el silencio, donde calma la nostalgia de horizontes abiertos y aire libre: “levanto la mirada y llego hasta donde la mirada llega, cumbre o cielo” escribe.
Un pueblo de gente sencilla, donde la pintura se vive con un interés que por inesperado sorprende al forastero, con un festival de pintura rápida al aire libre para aficionados en el que participan muchas de las gentes de los pueblos de la sierra. Así que por momentos podría recordarnos al mágico pueblo de “Amanece que no es poco”, donde el guardia civil que interpretaba Sazatornil advertía a los visitantes: “¿Es que no sabe que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por Faulkner?”. En Benaocaz podrían decir lo mismo, pero de Monet, de Rousseau, o mejor aún, de Pedro (o Pierre) de Matheu, impresionista tardío, primo de Falla, que pasó buena parte de su infancia en Puerto Real, y que llevó la pasión por la pintura a Ubrique y la sierra de Cádiz, sembrando una semilla que ha germinado en pintores de la talla de José Antonio Martel, por ejemplo.
Con Martel ha dibujado no pocas acuarelas y compartido vivencias Benítez Ariza, aprendiendo en silencio del amigo y del maestro. Juntos llevaron a cabo también un hermoso proyecto que titularon Cuaderno de campo, “una especie de diario pictomanuscrito”, según sus autores, en el que Martel ponía las pinturas, y Benítez Ariza (que entonces aún no se atrevía a enseñar las suyas) los poemas. Un ejercicio que recuerda las liricografías de Alberti.
Cádiz y su mar, sus esteros de blanca sal, no podían faltar tampoco en esta exposición. Ocupan un lugar también muy relevante en su obra, de hecho, los recuerdos más antiguos que conservo en mi memoria de José Manuel como pintor son precisamente una serie de acuarelas con el mar como tema, “mares recién pintados puestos a secar” les llamaba.
Un mar que asoma desde la ventana, siempre el mismo mar y al tiempo siempre diferente. La luz de esta tierra invita a dibujar sobre sus aguas toda la gama de azules, grises, blancos, verdes, que seamos capaces de imaginar. “Quien inventó el horizonte dibujaba como un niño”, dice uno de sus garabatos, y debe ser verdad. Una fina línea como único horizonte entre el azul del cielo y el azul del mar, todo lo más, a veces, una delgada franja de color donde se intuye un caserío desdibujado por la luz..

“Mirar el mar, incluso a distancia y desde detrás de un ventanal infranqueable, como si tu siguiente acto fuera a ser una zambullida”, escribe en otra ocasión. Y es que el mar de José Manuel es un mar sereno, sosegado, de aguas tranquilas y cielos limpios, donde la naturaleza muestra su lado más amable. Un mar luminoso que muestra casi siempre a plena luz del día, auténtico protagonista por lo general, donde el resto de elementos, ya sean unas barcas, unos surferos, unos paseantes, son el atrezzo necesario para dar sentido a lo esencial.
Sólo algunas veces, son otras las figuras principales. Gaviotas en vuelo, o posadas sobre la orilla mimetizadas entre la arena y el mar; palmeras al borde del agua, agitadas ligeramente por un viento suave, en las que los trazos ágiles del pintor convierten las manchas de pintura en las ramas que creemos ver; flamencos en los esteros, bailando esa magnífica coreografía de gestos lentos y acompasados, donde la reducida paleta cromática integra todos los elementos de la composición, como una armonía musical.
La libertad formal de que hacen galas sus paisajes, se aplaca en cambio en las escenas urbanas. En la ciudad, el color se contiene dentro de las líneas que delimitan su geometría, en los volúmenes de los edificios, del mismo modo que nuestras rutinas y obligaciones diarias nos contienen a nosotros, se apoderan de nuestro tiempo, a menos, claro, que la calle se llame Libertad, donde la luz hace posible el milagro.
Hace unos años, cuando la jubilación aún estando lejana, asomaba ya por el horizonte, decía José Manuel, “cuando llegue el momento de la jubilación, me jubilaré también de la escritura, que hoy por hoy es mi dedicación más onerosa, y dedicaré el tiempo a leer lo que me venga en gana, a pasear, a pintar acuarelas”. Pues bien, ahora que ha llegado ese momento, habrá muchas más acuarelas, y seguro que tras esta primera exposición pronto vendrán otras.
Y para terminar, un haiku de alguien que tiene mucho que ver con estas acuarelas, M. Ángeles Robles, y que resume muy bien el sentido de esta exposición:
De mil colores
el bosque se ha teñido.
También nosotros.