Nada impacienta más al cazador que el momento infinito en que espera abatir a la presa.
Capítulo 55. Esperando.
—Yo soy un hombre de acción. Nuestro oficio tendría que ser lo que fue un día. Investigamos. Localizamos a los malos. Los detenemos.
—Ya. Y luego que intervenga la justicia.
—Si no hay más remedio.
—Es que no lo hay. Vivimos tiempos muy raros. Hoy ser un mangui es una ventaja, jefe.
El comisario Hipólito Galván masticó el puro, a punto de apagarse ya. Por decisión propia, había dejado de llevar cerillas encima: el simple trayecto de una punta a la otra de la comisaría, donde las guardaba, suponía un minuto o dos en los que no estaba fumando. Mierda de decrepitud. Cinco años antes empalmaba uno con otro, con perdón. Y además, empalmaba.
—No me gusta tener al chico metido en la boca del lobo —rezongó.
—Ni a mí tampoco —respondió Aranda, flemático y rubio, casi británico en su prestancia—. Pero según nos aseguró la última vez que contactamos con él, lo tiene casi a tiro. Si nos precipitamos…
—Sí, lo sé, lo sé —masculló el comisario, dando por muerto el puro y levantándose de su sillón. Hora de iniciar la peregrinación hasta el depósito de agua donde escondía las cerillas; solo esperaba que ninguno de aquellos malnacidos fumadores se las hubiera birlado en provecho propio para irse a fumar al tejado. No era la primera vez que le pasaba.
—Si nos precipitamos —continuó, mientras se abría paso entre las mesas desordenadas y los monitores de los ordenadores, tan antiguos que aún tenían pantallas de fósforo verde—, el juez de guardia al que les toque en desgracia sopesará las pruebas, se encogerá de hombros, mirará qué dicen en la Sexta o Público o una de esas páginas web de rojazos y declarará que hemos hecho mal el trabajo, que la hemos cagado una vez más, y el tal Isidoro y la madre que lo parió saldrá por la puerta, tendrá sus quince minutos de gloria y dentro de un año estará sentado en el Congreso, chupando del bote y con inmunidad parlamentaria. Así se escribe la historia en este país, Aranda.
—Piense en el pelotazo que conseguiremos si detenemos a esa gente, jefe. Saldremos en la prensa, pero por otro motivo.
—Hasta que los políticos metan la nariz y nos hagan quedar a todos como idiotas.
—Como siempre. Les salvamos el culo…
—Y luego son ellos quienes nos lo rompen. ¿Tienes una cerilla?
—No fumo.
—Porquería de generación la tuya, Aranda.
—La que nos dejó la suya, jefe.
—¿Cómo va el seguimiento al chico?
—Con siete ojos. Castro tiene la impresión de que hay más gente en la banda de los que conocemos. Isidoro, el número dos, que se hace llamar Márquez. El chico electricista que se mueve menos que el presentador de un telediario. Y el Morsa.
—Al Morsa y el chaval los tenemos controlados. Falta saber quién controla a Castro.
—Y qué querrán que haga ahora.
—El golpe de efecto que esperamos.
—El golpe de efecto nos lo acabamos de llevar en la cara —anunció Galiardo, sudoroso, entrando en tromba en el despacho del comisario—. Poned las noticias.