Mi tía Brígida murió oficialmente un lunes nueve de agosto de 1965 en su domicilio habitual de muerte natural. Así quedó determinado en el certificado y en las declaraciones que hicimos toda la familia a quienes se interesaron por ello, ya fuera por vecindad o por obligación administrativa. Pero la realidad fue bien distinta.
Es cierto que estiró la pata por causas naturales. Un anochecer se le paró el corazón, a esa hora de la caída del sol en que el frío irrumpe durante un rato entre luz y tiniebla y trae un helor de mal presagio antes de desaparecer, como si fuera la misma muerte que sale de caza durante una hora y se retira después de cobradas sus piezas o con las manos vacías, según se le dé la partida.
Estábamos veraneando en un pueblecito al borde del Mar Menor. Tan al borde que no había manera de salir de la barraca sin mojarse los pies. Pero era verano, vacaciones, y todo se soportaba con alegría. Un domingo, después de la larga sobremesa y de las tareas domésticas con que se clausuraba el jolgorio familiar, mi tía dijo encontrarse cansada y se retiró a un catre de un cuerpo escaso para dormitar un rato. Ya no despertó.
Mi tía Brígida era soltera. Solterona se decía entonces, faltando a la dignidad de las mujeres que no estaban debidamente casadas a una edad temprana. Fue mi abuela Herminia, la mujer que nunca hablaba salvo cuando me contaba cuentos acogiéndome en su regazo, la que me mandó a despertarla: ¡Anda, nene!, corre y despierta ya a tu tía, que es raro ese sueño que aún la tiene en la cama.
A mi tía Brígida no le unía ningún lazo de sangre con mi abuela Herminia. Mi abuela era madre de mi madre y mi tía hermana de mi padre. Eran familia política. En aquellos años se podía tener un sin fin de familia política, pero no era recomendable tener amigos políticos y, menos aún, alguna relación con la política.
Llegué a su lado y le dije: Tita Brigi. Nada. Elevé un poco más el volumen de mi voz: ¡Tita Brigi! Nada. La toqué en el hombro con dos dedos, el índice y el corazón, lo recuerdo porque después, cuando me enteré de que ya estaba muerta al ponerle la mano encima, estuve sintiendo durante días una sensación extraña en la yema de esos dos dedos, como si se me hubieran quedado insensibles, igual que ocurría cuando se nos adhería una fina capa de pegamento IMEDIO realizando trabajos manuales escolares. Como la tita Brigi no despertaba, volví a darle la noticia a mi abuela Herminia y me fui a la playa a jugar con mis primos.
Lo siguiente que recuerdo fueron las carreras que se produjeron y las voces, tan altas al principio que nos hicieron volver la cabeza a la niñería que chapoteábamos sin vigilancia en el agua del Mar Menor, un mar donde se necesitaba media hora al menos para llegar a no hacer pie adentrándose en él un niño de cinco o seis años de altura a buen ritmo. Las voces menguaron poco después y se convirtieron finalmente en una imperceptible cadena de susurros, larga como una fila de procesionaria, que ya no cesaron hasta después del entierro.
Llegó el practicante, porque no había médico en aquel encantador pueblecito de pescadores que empezaba a albergar a una humilde colonia veraneante llegada de pueblos cercanos tierra adentro. Gentes sencillas que levantábamos sencillas casetas de madera a la orilla de una laguna salada sin olas, pacífica, superficial y con caballitos de mar. Barracas que se desmontaban uno o dos meses después para que todo volviese a su estado original. Ni un ladrillo, ni una madera, ni un clavo o tornillo quedaban, ni papel ni cartón ni, por supuesto, plástico alguno, ni cualquier otro resto de la ocupación durante el verano de aquellas pintorescas y efímeras edificaciones surgidas de la caprichosa imaginación de sus moradores sin ningún cálculo profesional, nada se quedaba en aquel arenal al acabar las vacaciones y retirarse las viviendas como un disciplinado ejército. Todo lo que llegaba se iba, todo se aprovechaba para el siguiente verano.
Aunque tal vez sí quedaba algo, es cierto: alguna promesa de amor eterno, alguna amistad entrecortada, una red de pesca a medio hacer, fruto del encuentro entre un niño y un viejo pescador… En realidad, casi nada. Al acabar el veraneo, las vidas volvían un año más a lo que fueron, y mis primos y yo empezábamos a soñar con el siguiente verano cuando el camión todavía no estaba cargándose de maderas y cacharros. En la mente de un niño, el mundo parecía girar siempre sobre el mismo círculo.
El practicante, Don Antonio, otro veraneante más, se sacaba unas perrillas colocando banderillas en los traseros mientras se solazaba y tomaba baños de mar y barros por la mañana, y jugaba interminables partidas de dominó por las tardes en su improvisada consulta del bar La Pescadería, y nos certificó lo que ya sabíamos. Doña Brígida, dijo, está muerta, señores, esto ya no tiene arreglo. ¿Ni con una inyección, Don Antonio?, terció mi padre. Ni con esas, Ginés. Hay que dar aviso a la autoridad para que se haga cargo del asunto, sentenció el practicante.
El asunto, como fue calificada la muerte de mi tía, no era moco de pavo. Nadie sabía bien por qué, ni el mismo Don Antonio consiguió aclararlo convincentemente, pero el protocolo decía que tendría que personarse un médico que declarara muerta a la muerta, un juez que decretara el levantamiento del cadáver, como con Lázaro, pero sin vuelta a la vida, y que ordenara la disposición de los trámites legales pertinentes, decenas de papeles que rellenar, vehículos oficiales que contratar, reglamentos que cumplir… para trasladar a mi tía a su domicilio oficial, donde Santa Lucía, no la santa depositaria del patronazgo de la vista, sino la compañía de los entierros que mi abuelo Diego administraba en nuestro pueblo, se hiciera cargo de la finada y la enterrara con todas las facilidades del mundo.
Los susurros comenzaron después de que los mayores se enteraron en qué consistía el dichoso asunto que explicó sin mucha precisión el practicante, y cuántos quebraderos de cabeza nos iba a traer, por no hablar de los desembolsos pecuniarios, que todo el mundo suele decir que ocupan un lugar menor y secundario en casos de tanta tristeza y gravedad, pero ocupar un lugar lo ocupan, sin duda alguna.
Lo que se debatía en voz baja era que si mi tía Brigi hubiera muerto en su casa del pueblo, todo habrían sido facilidades, máxime considerando la autoridad funeraria que representaba mi abuelo en el pueblo. En cambio, muerta en la barraca de veraneo, a doce miserables kilómetros de su domicilio habitual, todo eran problemas. Una montaña de problemas tan grande, cara y difícil de superar como el Teide, que era el pico patrio más elevado.
De pronto cesaron los susurros, las miradas se volvieron hacia nosotros, los niños, que ya con la mosca detrás de la oreja no dejábamos de observar a los mayores, e inmediatamente, zafarrancho familiar. Los niños fuimos recluidos en una habitación. Nos peleamos hasta despellejarnos, claro. ¿A quién se le pudo ocurrir encerrar a siete primos y primas en unos nueve metros cuadrados durante toda una noche sin apenas hacernos caso ni darnos comida? Tiempo después supe que fue a mi padre.
Los mayores despidieron al practicante con agradecimientos y no sé qué promesas a cambio de sus palabras: Está bien, señores (siempre intercalaba “señores” Don Antonio), yo ni he visto ni sé nada, ni siquiera he estado en esta barraca hoy. Mi tía Marita, que era pura energía y decisión de no más de metro cincuenta y cinco, se encaminó al café-bar La Pescadería, que era las tres cosas, pescadería por la mañana, bar desde la hora del vermú y café al atardecer y por la noche, y pidió una llamada telefónica desde el único teléfono del lugar, dirigida a mi tío Diego, su hermano, pura mollera dura de metro ochenta de altura (nunca me he explicado las notables diferencias de estatura entre los hermanos). Mi tío Diego era taxista en Cartagena y no disfrutaba de vacaciones, salvo algún día de algún fin de semana, pero su esposa y sus hijas, mis primas, lógicamente, veraneaban en la barraca familiar.
Puesto al día de los graves sucesos, mi tío reaccionó como cabía esperar de él. No podía hacerse cargo de nada personalmente porque le había salido un viaje a Benidorm, y no era cosa de perder la oportunidad por algo como la muerte de su hermana Brígida, que ocupaba una posición intermedia entre la altura del uno y de la otra, y una mentalidad más equilibrada que la de sus hermanos. Tal vez por eso no se casaba, y no por falta de oportunidades, que las tuvo, sobre todo con un librero regordete y apocado que, al final, parece que resultó ser homosexual. Siempre fueron los mejores amigos, aunque con ese descubrimiento se acabó cualquier relación mayor. Pero no pasa nada, dice mi tía Marita que le dijo mi tío Diego, yo os arreglo un apaño, os mando a un colega… Eso sí, no podéis decirle ni media del tema, que me hundís. Y se largó a Benidorm con cuatro marines de un destructor estadounidense que había atracado ese mismo día en Cartagena.
Se llamaba Sulpicio el taxista que nos mandó mi tío. Sulpi le decían. Mientras llegaba y no llegaba, se nos exigió silencio absoluto a los niños, bajo amenaza de correazos en el culo, y los mayores consiguieron (¿de dónde?, nunca lo supe ni lo pregunté, porque el tema siempre ha sido top secret), una alfombra gruesa como piel de oso y grande como una cama de matrimonio. La extendieron en el suelo y con mucho cuidado y lágrimas en los ojos, pero sin una palabra, depositaron en un extremo de la alfombra a la tía Brigi, le recogieron los bracitos pegados al cuerpo, dispusieron una tablillas a lo largo para darle rigidez, y la fueron enrollando poco a poco hasta hacer un bulto imposible de identificar. Lo ataron muy bien, sellaron los dos extremos de aquel canuto gigante y esperaron. Mejor dicho, esperamos, porque para entonces tanto mayores como niños estábamos más o menos al cabo del asunto y todos actuábamos unidos, como una verdadera familia.
Durante las dos horas que invirtió Sulpi en su viaje de veintiocho kilómetros, es que de camino he parado en mi casa para picar algo, nos confesó cuando le llamamos la atención por la tardanza, el silencio en la barraca fue sepulcral, ambiente que se correspondía intachablemente con el luctuoso acontecimiento que había sucedido.
Sulpi, el taxista amigo de mi tío Diego, era dicharachero, bromista y bebedor. Llegó tocando el claxon de su negro SEAT Mil Quinientos insistentemente. Un aviso de sus modales. Se asentó en la barraca como si fuera su casa o estuviera tomando posesión de una propiedad. Se quejó de la humedad y el fresquito que traía el aire de la playa. Se quejó por segunda vez del frío y el relente, y dejó de hacerlo cuando mi padre le ofreció un copazo de Soberano, el coñac que era cosa de hombres y, al parecer, de taxistas en jornada laboral también. Y solo tras zampárselo se interesó por fin por su cometido y preguntó a quién debía llevar y a dónde.
De nuevo fue mi tía Marita, la intrépida, quien tomó el mando: Mire usted, señor Sulpicio, le dijo… Llámame Sulpi, mujer, y sin el señor, que la hermana de mi amigo Diego es mi medio hermana, la interrumpió el taxista que iba poniéndose más familiar acabada la copa de Soberano. No se trata de llevar a nadie, siguió mi tía, sino de trasladar…
Cuando se escuchó en la barraca el verbo trasladar los corazones dieron un vuelco. Todos los corazones, incluidos los de los niños, que aunque no seguíamos al punto lo que estaba desarrollándose, sí estábamos conectados a la red de alta tensión familiar y captamos al vuelo el peligro acechando tras la palabra traslado.
Mi tía Marita prosiguió: Se trata, Sulpi, de trasladar un fardo con unos valiosos hachotes de Semana Santa bañados en plata, de la Casa Andrés y Fuster, que le hemos comprado a unos pardillos de Los Belones, descendientes del Arcipreste de la Iglesia Santa María de Gracia y de otras parroquias cercanas en Cartagena en los años de la guerra. Los corazones empezaron a latir con otro compás menos acelerado, y todas las miradas se dirigieron a Sulpi con la esperanza de que se hubiera tragado el embuste.
¡Coño!, vaya negocio… ¿No me irá a pasar nada a mí?, nos requirió el taxista.
¿A usted? Si usted no sabe lo que hay dentro del bulto, hombre, lo tranquilizó mi tita Marita guiñándole un ojo con complicidad. Es un simple encargo que le hacemos la familia, por un buen precio, claro.
¡A ver ese fardo!, se interesó de inmediato Sulpi. Cuando lo vio, dijo categórico: ¡Eso no puede entrar en el taxi!
Los corazones empezaron a latir a un ritmo desenfrenado de nuevo.
Y mi tía Marita: Pero en la baca del coche sí podría ir, digo yo.
Y Sulpi el taxista: Eso sí, en la baca bien atado y con un trapo rojo, podemos arreglarlo.
Desde ese momento, todo fueron sonrisas, palmaditas en la espalda, traspaso de billetes de curso legal, y un poco más por las molestias, y otro copazo de Soberano que en segundas nupcias parece ser que hacía más hombres a los hombres. Tras lo cual, fueron mi padre y mi abuelo, precisamente los hombres de la familia que estaban esa noche en la barraca, con la ayuda de Sulpi y de un pescador taciturno que pasaba por allí, quienes colocaron a mi tita Brigi en la baca del Mil Quinientos negro y la ataron con severos cordajes y nudos marineros obra del pescador.
Bueno, ¿quiénes se vienen conmigo para bajar esto, que pesa como un muerto?, pregunto el taxista cuando consideró que el paquete estaba bien dispuesto y seguro en la baca. Nos miramos un tanto sobrecogidos y acongojados por la siniestra frase, y se tardó en reaccionar. ¡Qué pasa, que me vais a cargar a mí solo con el muerto!, remachó Sulpi. Mi padre y mi madre se echaron a llorar, y mi tía Marita salió de nuevo al rescate: ¡Venga, papá, Ginés, al coche! Yo también voy. Allí se subieron los dos hombres de la familia presentes, el taxista beodo y mi tita Marita, que no se fiaba ni de su sombra, menos de la sombra de los hombres de la familia. Y entre suspiros de pena profunda y de considerable alivio partió el taxi mortuorio rumbo al pueblo.
Fue así como mi tía Brígida murió oficialmente en la cama de su domicilio habitual del pueblo, certificada por un médico oficial del lugar que, además del paro cardiaco, observó algunas magulladuras en su cuerpo, señales sobre las que mi tita Marita dio exactas explicaciones que persuadieron al doctor de que no tenían la más mínima importancia ni guardaban relación con el deceso.
El entierro fue una preciosidad. Mi tío Diego llegó a tiempo de Benidorm, a donde había acompañado durante día y medio a los cuatro marines yanquis a lo que quiera que fueran a hacer allí. Todos los aspectos y detalles del sepelio fueron fácilmente resueltos, con rapidez y buena organización. Las ceremonias en la iglesia y en el cementerio, decorosas, floridas y con mucho público. Y dentro de la fatalidad que es perder a un pariente querido, toda la familia convino que aquel fue un feliz entierro.
28 mayo, 2023
No todo lo que se escribe sobre los años sesenta tiene forzosamente por qué estar impregnado de perversa nostalgia o flotar en una profunda tristeza. Me he divertido mucho con ese relato que narra las tribulaciones de una familia que intenta por todos los medios eludir los gravosos impuestos de la época ante el traslado de un cadáver. Propias de la Edad Media, por el terror al contagio de enfermedades muy contagiosas y muy graves —peste, cólera, viruela, etc…—, gabelas descabelladas, acordes no ya con un régimen medieval sino erectus, subsistieron en nuestro país hasta la modernidad. Cuando esa desgracia solía recaer en las familias menos favorecidas, como una epidemia aún peor que la peste, a la desolación de la muerte de un familiar había que añadir la larga sombra y el dolor de la bancarrota. Enhorabuena.
30 mayo, 2023
Mil gracias por tu comentario, Manuel.
Fede.