Negro y blanco

El gentío empezó a invadir lo que parecían aceras hasta donde unas vallas de metal amarillentas delimitaban el paso del cortejo. El gobernador había previsto aquel éxito de afluencia por sus excelentes gestiones y su publicidad previas a los preparativos de la cabalgata. No le cabía la menor duda de que el reclamo del león enjaulado era una grandísima idea y de que sus poderosos rugidos harían salir a muchos niños de sus casas, como sabía asimismo que las bailarinas de vientre desnudo serían el reclamo perfecto para que sus padres los acompañaran y no se despegaran de aquellas vallas durante horas, lo que aseguraría un rotundo éxito y un recuerdo sin precedentes. Con ese propósito, toda la ciudad hasta las afueras fue adornada con lucecitas de colores y el recorrido delimitado de esa forma y custodiado por agentes de policía.

Teniendo potestad para ello, ya había elegido personalmente a sus dos reyes principales. Para el papel de Melchor, escogió a un sobrino, un hombretón negro procedente de una familia de príncipes, cuyo apellido aún hacía resonar en los oídos del pueblo épocas gloriosas de un pasado libre y altivo. Había estudiado no con demasiado brillo varios cursos de medicina en Europa y ejercía ahora de jefe de planta en el hospital más importante de la capital. Para el papel de Gaspar, se limitó a escuchar consejos, a evaluar las distintas propuestas que pudieran complacer a aquel puñado de familias y allegados enriquecidos gracias al contrabando ilegal de maderas nobles, de marfil y de especies animales protegidas. Y se decantó al momento por el padrino de su bebé recién nacido, otro hombre negro curtido en negocios inmobiliarios opacos, más delgado, pero de singular estampa y una mirada de mármol inyectada en sangre, a quien el gobernador debía distintos favores. Con quien no tuvo dudas fue con Baltasar. Pues, a pesar de tanto delegado extranjero de raza blanca como abundaba entonces por la metrópoli, expatriado por razones económicas o de trabajo, de tanto indigente europeo que hacía sonar su cubilete de plástico pidiendo monedas por las calles y plazas, el gobernador optó por su hijo primogénito, un musculoso joven, niño consentido con fama de mujeriego, violador adolescente y aficionado a los burdeles caros —asuntos estos que en nada inquietaban a su padre, pues cuando se hacía necesario, y empezaban ya a ser demasiado frecuentes, siempre llegaba a soterrados acuerdos económicos con los afectados, y porque de aquellos prostíbulos, con los que el propio gobernador desmentía intereses, sustanciosas comisiones mensuales aterrizaban en sus bolsillos, en tanto la entrada en ellos para toda su familia, conocidos y amigos en edad de merecer, era gratuita.

Así, una vez elegidas, sus majestades fueron presentadas y engalanadas con pieles de guepardo, coronadas con diademas de brillantes y obsequiadas con cetros de oro y plata. A cada una de ellas se les hizo entrega igualmente de barbas postizas largas, rizadas y de pátina luminosa, una blanca, otra pelirroja y una tercera negra, que luego terminarían tambaleándose y deslizándose gradualmente hasta sus gargantas con la sacudida de los carros y los efectos de la humedad ambiente. La única objeción, apuro menor, se presentó con la negrura de su hijo, Baltasar, que el gobernador zanjó al instante con una espesa costra de blanquecino maquillaje en la cara, de tal modo que una vez solventados esos últimos detalles, sus majestades fueron acomodadas en unos tronos de oscura caoba y alzadas a unos cubos de cartón piedra forrados de celofanes resplandecientes. Esos cubos reposaban sobre carrozas, que eran remolcadas por tractores ruidosos a los que perseguía la cola de un hedor a combustión irrespirable, mientras publicitaban en sus costados la marca de la empresa multinacional que plantaba palma y copra en aquellos espacios deforestados por los que antes medraran selvas vírgenes y exuberantes. Y ello, los tractores, a pesar de abundar por el lugar dromedarios, bueyes de espectacular cornamenta, preciosos caballos de raza andaluza, árabe e inglesa y vigorosos percherones de buen tiro adquiridos a golpe de talonario por las remotas campiñas normandas.

Entre cada trono improvisado, a pie, grupos de percusionistas impulsaban con sus instrumentos una ola de caderas danzantes que contagiaban tanto a los que participaban en el propio desfile como al público asistente, en tanto la jaula del león abría la comitiva con el animal asustado en un rincón o las fauces al aire y rugidos escalofriantes cuando era provocado con una vara por su cuidador. A la cabeza, grupos de jóvenes de buena familia, provistos de caretas y cabezas de enanos, elfos, duendes y genios de toda suerte se introducían astutamente por todos los rincones, se acercaban de cuando en cuando al gentío y arrancaban, con su mímica estrafalaria, gritos de admiración entre los adultos y de pánico entre los chiquillos. Los pajes que escoltaban a uno y a otro lado las carrozas, tocados de turbantes iridiscentes y provistos de largas perchas terminadas en coloridas plumas en forma de abanico, ofrecían en su meneo fluctuante aire fresco a los monarcas. Apartados de cualquier contingencia e instalados en el palco cubierto, presidido por el propio gobernador y protegido por desalmados guardaespaldas, los altos dignatarios, directores generales de empresa nacionales y extranjeros, traficantes de drogas y de armas, con sus familias numerosas, asistían desde las gradas altas a una excepcional cabalgata, en la que aquellos reyes mágicos, endiosados, respondían a las aclamaciones de la multitud arrojando sobre ella caramelos elaborados con azúcares letales para la salud y envueltos en crujientes anuncios de pesticidas y marcas de semillas patentadas y modificadas genéticamente.

Desde el comienzo, aún a la luz de un día de cielo azul topacio, inmaculado pero declinante, todo marchaba a pedir de boca hasta que, lo que nadie previó, haciendo honor a la estación, súbita, una intensa lluvia se desplomó en aquella tarde noche sobre la ciudad. De sus inesperados y veloces nubarrones enlutados, en la tormenta, brotaron resplandores nervudos que eran relámpagos que sofocaban con ellos el alumbrado festivo de mariposas, abetos y bujías, mientras una cortina de agua endiablada comenzaba a barrer sin misericordia los tejados, los toldos, la calle, la comitiva. La tierra rojiza del suelo no tardó en espejear, llena de charcos, transformada en un lodo espeso y viscoso que dificultaba el movimiento. A la cola del desfile, sentado en el último trono y golpeado por el arranque del aguacero, Baltasar empezó a perder su palidez inicial y a comprobar cómo se le despegaba la barba. Su rostro, mezcla de sudor y agua, fue perdiendo poco a poco el maquillaje y su piel se volvió al instante menos blanquecina y más cebrada, mostrando al gentío la impostura de su identidad.

Ilustración de Manuel Martín Morgado.

En el momento en el que la muchedumbre se convenció de que el último de los reyes magos sólo era un embaucador disfrazado, un murmullo que casi superó a truenos, timbales, tambores y címbalos que no habían dejado de sonar con el chaparrón corrió tras el vallado. La situación se agravó cuando una de las bailarinas de vientre de madera brillante y pechos acantarados creyó reconocer, bajo los flecos de aquella barba simulada y lo poco que quedaba de la pomada blanca, al presunto violador de su adolescencia, y decidió acercarse al trono de cartón piedra para cerciorarse. Cuando ella lo reconoció, quiso hablarle, expresar su desconsuelo, reprocharle el desatino que le había arruinado la vida, pedirle cuentas, intentar trepar cartón arriba hasta situarse prácticamente a su altura. En esas, se produjo un forcejeo chorreante de líquido entre las dos figuras fuliginosas. El falso rey, sin reparar en quién era, a quién representaba, qué hacía en la cabalgata, con la cara ya al descubierto, optó por deshacerse con malos modos de la bailarina. Como ella se había aferrado con fuerza a su manto de pieles y no bajaba, él le arreó unos cuantos empujones y, con un rápido movimiento, la pateó luego en el rostro. La chica perdió el equilibrio, resbaló por el precipicio mojado y cayó de espaldas desde sus alturas de cartón piedra sobre el barro de la avenida central con un ruido de petardo fallido, mientras una de las elefantiásicas ruedas del tractor le pasaba por encima y le aplastaba las piernas, hundiéndolas en el barrizal.

En ese instante, una marea de gente, primero pasmada y en silencio y que, antes de reconocer en él al hijo rijoso del gobernador, violador de niñas e imitador de blancos, evaluara negativamente con un rumor contagioso el feo gesto de su majestad, montó en cólera y sin previo aviso se lanzó en tromba contra el tractor. Las vallas cayeron por el vigor de esa masa enfurecida y, con su embestida, el trono se vino abajo, pisoteado por un flujo descomunal de piernas, llevándose en su arrastre a unos cuantos agentes. Ante la confusión, callaron los tambores. Se oyeron las sacudidas de la lluvia y, de inmediato, unos alaridos salvajes. La actitud de los primeros se contagió como una explosión sin ruido, por simpatía, al resto de la muchedumbre que no acertaba ni a comprender ni a ver bien lo que ocurría y de ahí a los espectadores de la otra ala del recorrido oficial. Entonces, las dos hileras de vallas acabaron por desplomarse como un juego de fichas de dominó, más agentes fueron arrollados y los otros dos tractores asaltados, mientras sus conductores se lanzaban al vacío con un chapoteo hasta desaparecer. Los músicos se detuvieron y huyeron espantados abandonando timbales, platillos, panderos y congas por el cenagal. Las bailarinas se evaporaron con ellos o se incorporaron al río de gente en movimiento. El palco, aterrado con la idea de un atentado, al grito de sálvese quien pueda, se vació de vestidos de gala, como por ensalmo, y los temibles guardaespaldas mirándose unos a otros con cara de perplejidad se dieron a la fuga. De ese modo, lo que prometía ser una gran celebración llena de asombro para adultos y de hechizo e ilusión para niños, que evocaba presentes de oro, incienso y mirra y prometía la magia del regalo en zapatos y balcones, se convirtió en una batalla campal en la cual el que no huía, reñía con el que tenía al lado o se daba al pillaje entre aullidos, empellones, pedradas, desesperación, puertas rotas y vidrios quebrados.

Pronto, al fragor de los truenos y bajo la lluvia torrencial, fue el ejército el que tuvo que intervenir a tiros y a culatazos porque la policía se negaba a disparar contra los suyos. La noche transcurrió larga en el desconcierto y los disturbios de la multitud encolerizada se sucedieron hasta bien entrada la madrugada. Amanecía cuando la calma regresó lentamente a la avenida central, sobrevolada por pacientes bandadas de buitres, un par de hienas, y patrullada por pelotones de brutales soldados. Algunas detonaciones y descargas enguatadas resonaban todavía por el extrarradio y gotas tontas caían sobre un fango pintado con ribetes de sangre, bombillitas rotas, jirones de celofán, instrumentos despedazados, restos del saqueo, caretas de toda índole y sobre un sembrado de cadáveres, entre ellos los de los dos reyes verdaderos, desnudos, sin cetros ni diademas ni pieles de felino, el del impostor, con la cabeza arrancada, y el de algún que otro niño inocente pisoteado en la desbandada. La bailarina causante del tumulto había desaparecido sin dejar rastro.

La jaula del león fue hallada abierta y vacía, con lo que una sensación de pánico y desgobierno se prolongó durante semanas. A salvo, en su gran mansión de decenas de habitaciones con suelos de mármol y esculturas de alabastro, sobre un fondo de alfombras persas y colmillos de elefante, el gobernador, trajeado y cargado de medallas, rodeado de toda su familia, en una ceremonia retransmitida por la televisión estatal, sin llorar la pérdida de su primogénito —aún contaba con treinta y nueve vástagos más de sus siete esposas y pensaba tal vez en que ningún otro burdel habría de venir a pedirle cuentas—, en lugar de presentar su dimisión, se postuló con toda la pompa que le exigía el cargo, como candidato a las elecciones presidenciales. En ellas, por desgracia, no conseguiría ser elegido, si bien, inmediatamente después, fue nombrado, en el recién estrenado gabinete, ministro de cultura. Figuraba en su haber, entre sus mayores logros, el de preparar y haber llevado a cabo la más extraordinaria de las cabalgatas de reyes jamás soñadas.

Manuel Gómez Angulo

Autor/a: Manuel Gómez Angulo

Manuel Gómez Angulo es Licenciado en Filología Francesa por la Universidad de Sevilla y de Filología Hispánica por la de Granada. Profesor emérito del IES. Padre Suárez de Granada. Traductor de poesía, novela y ensayo, colabora habitualmente con la revista El coloquio de los perros y en el Boletín de la Academia de Buenas Letras de Granada. Fue premio de cuentos Alcotán y ha publicado un volumen memorialístico 'De memoria' (Tréveris, 2003) y la traducción del primer volumen de la trilogía 'En la Alemania Nazi' (A la sombra de la Cruz Gamada) de Xavier de Hauleclocque.

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