Luis García Gil publica ‘El pájaro de la soledad’ (Dalya, 2021), en el que reúne dos corpus poéticos: ‘Libro de la melancolía’ y ‘Versos en el alambre’. Un libro de dos portadas y un solo canto.
Las canciones de Luis García Gil (Cádiz, 1974) son la mejor evidencia de que el autor es el hombre que se sabe todas las canciones, igual que León Felipe se sabía todos los cuentos o lo mismo que Miguel Hernández conocía todas las guerras. Tras desentrañarnos –golpe a golpe, verso a verso– los cancioneros de Serrat, Aute, Brel, Sabina o Pepa Flores, García Gil revela en El pájaro de la soledad sus propios versos y sus propios golpes, para demostrarnos, otra vez, que la poesía es la única forma literaria capaz de suspender el tiempo en tanto su discurso es una suerte de ecuación matemática en la que siempre hay una x que nos hace retroceder, inmersos en el eterno retorno, desafiantes a la linealidad que aparenta la vida. No en vano, el autor convoca en algún momento la reflexión de Marek Bienczyk: “La melancolía tiende a organizarse en estructuras circulares”; o la canción de Silvio Rodríguez: “Oh melancolía, / señora del tiempo, / beso que retorna como el mar”.
Siendo así, los dos corpus poéticos descifran sendos significados de esa saudade del pájaro solitario que sobrevuela todo el poemario. Hay, en Versos en el alambre, una asunción de la melancolía quizá más literal, más acorde con el estado de ensoñación –o de éxtasis– en el que permanecemos cuando (a raíz de un olor, de una luz, de una imagen, del roce de un tejido) volvemos por un instante a sentirnos niños o jóvenes, y somos capaces de oler a la madre, confundiendo el aroma con el de nuestro hijo recién nacido. Y hay, en el Libro de la melancolía, una interpretación de esta como algo fructífero y gozoso, como un feliz estado de gracia, o de dicha, que permite al poeta gozar de la belleza y transcribirla en versos. Así lo entiende y lo explica con lucidez el hermoso prólogo de Pedro Sevilla: “No hay nada decaído, ni mustio, ni desganado en este libro que habla de lo perdido y lo olvidado…”.
Todo el libro es deudor de un profundo conocimiento de la música, revelado en el propio ritmo de los textos, en la métrica que sostiene con natural cadencia cada estrofa, en los recurrentes y acertados estribillos (“La vida se va escribiendo en los poemas”; “Eso fue antes de conocerte”; “Hoy me acordé de ti”), o en la construcción letánica de muchos de los poemas, que se niegan a la lectura silenciosa y parecen exigir una voz, un acorde. Un saber musical que se confunde y hasta se identifica con el saber poético, pues hay también aquí un compendio de, diría yo, todos y cada uno de los ismos que han ido forjando el canon poético desde el siglo XIX hasta ahora mismo: romanticismo, modernismo, surrealismo, ultraísmo, realismo… Lo cierto es que el bagaje musical y el bagaje poético alimentan por igual la creación de un autor que indudablemente debe tanto a su condición de lector como a la de oidor. tanto a su hacerse a sí mismo como hombre curioso ante la poesía como a su dejarse hacer como niño perplejo ante el saber literario y vital paterno.
El padre, su propia figura y la transmisión del conocimiento desde la misma, palpitan en la médula de El pájaro de la soledad. Hay una voz a él debida en los poemas de ensimismamiento, en los más contemplativos (de un cuadro de Durero, de una escena cinematográfica, del propio poeta veintitantos años atrás), y cierta perplejidad por asumir con serenidad su inconsolable ausencia. También el padre se transfigura en el propio yo de la madurez en los poemas más amorosos, los que hacen aparecer a la hija, estremecimiento ante esos versos de “Ferocidades”: la nana de Miguel Hernández, la canción del padre ausente y la tierna indefensión de un niño coincidiendo en una esquina de la poesía.
En el prólogo de Versos en el alambre, Antonio Marín Albalate trae a colación quizás la más acertada definición de la melancolía de García Gil, lo hace con palabras de Víctor Hugo: “la felicidad de estar triste”. Y así en los poemas que abordan –y bordan– el Amor, definido como un estado de dichosa consciencia, a la vez que de abandonada ensoñación. Caminar por el alambre del amor como un funambulista que mantiene el difícil equilibrio entre la emoción y la decisión, entre la intuición y la técnica, que sabe que cruza al otro extremo para regresar y cruzar, una y otra vez, el alambre peligroso pero apasionante de la vida: “Si amarais todo sería más fácil”.