Ella supone que ciertas cosas ocurren de repente y en su acaecimiento imprevisto, por otro lado inevitable, puede asegurar que interviene sobre todo un dios llamado azar, quizás también un duende invisible, malvado y burlón llamado hechizo. Y una vez iniciado el proceso que pone en marcha una maquinaria insospechada, lo que antes permanecía oculto, plegado, ignorado, agazapado, ahora reaparece, se desdobla, se da a conocer y aflora a la superficie en una cadena irrefrenable de extrañezas ajenas al conocimiento, a la razón y a sus causas, un poco como ocurre con esas telarañas que cuelgan del techo de la habitación o del cuarto de baño, en las que ella no repara y cuando le rozan el rostro con sus encajes de otro mundo, es ya demasiado tarde.
En este caso concreto, hechizo y azar permiten que cuando la abra y escape el vapor del recién terminado programa corto, la caverna del lavavajillas huela a huevo; los platos recién sacados, humeantes, huelan a huevo, y el fregadero en el que toman su baño desincrustante cazos de trasero atezado y sartenes grasosas, huela a huevo; que, abriendo la puertecita del mueble de cocina que está justo por debajo y sacando la papelera con su plástico y su basura de dentro, un fuerte olor a huevo escape cómo no de su interior.
Inclinando levemente la cabeza, por curiosidad, gira la cabeza y echa un vistazo, a su pesar, al cajón de los cubiertos, para confirmar que no le va a la zaga, tampoco la encimera ni el platero ni los propios platos ni los vasos, la jarra engastada de gotitas de agua. Y, ahora que se acerca el paño de cocina a la nariz, allí está el enojoso olor.
Por descontado, su delantal, sus manos, apestan a huevo. Da un paso y se para delante del frigorífico y ya intuye qué especie de olor familiar va a despedir de sus fondos si tira de la puerta y mira el verdulero, el compartimiento de la carne y el del queso.
Entonces, hace una pausa en sus quehaceres y se pregunta a qué viene toda esa historia que ni puede ser creíble ni controlable, porque no estaba cocinando nada parecido al huevo y, sin embargo, como en un desafío a la lógica, a la terca inercia de lo cotidiano y su rutina, de uno de sus pliegues, recóndito e incorpóreo, ha escapado, lleno de perversidad, incluso burla, ese olor.
Cómo es posible que, en un instante, todo a su alrededor, azulejos, baldosas incluso el halógeno encendido de la campana extractora —aunque la active al máximo y se oiga el rotor que succiona e intenta achicar, como el agua de una chalupa en zozobra, el hedor a través de su filtro y del tubo de aluminio que pasa disimulado bajo el cielorraso hacia la fachada de la casa—, que ilumina la vitro, huela condenadamente a huevo, y que el techo y la bombilla grande chorreen asimismo ese implacable olor a huevo. Y haga lo que haga, se mueva por donde se mueva, reaccione como reaccione, mire donde mire, por cualquier rendija o rincón, no se despega, no parte, no ceja el olor.
Así, en una obtusa reacción, le entran unas ganas locas de buscar un cubo, llenarlo hasta arriba con agua limpia y lejía, empapar una bayeta para, restregándola por toda la cocina, arrancar con furia, en un desagravio, ese hedor.
Pero no lo hace. Se queda quieta, paralizada, un poco como atada de pies y manos, porque el problema es que ese mismo olor ha saltado ya a su ropa y de inmediato a su piel. Sin saber si lo había hecho antes de que se percatara de la primera bocanada o asaltada por las miasmas que parten del conjunto de la cocina, sería una estupidez moverse y actuar, pues es toda su persona la que hiede ya a huevo, su piel, su cabello, sus pestañas, su pantalón, su camiseta, sus gestos, su respiración, su mirada, incluso prohibidos y ocultos, su ropa interior, sus pechos, en una probabilidad del ciento por ciento, seguro que el mismo sexo.
En ese momento, sorprendida por algo que cree haber oído desde el salón comedor, como un susurro ambiguo, pulsa el botón y apaga el motor del extractor.
Había creído oír una palabra y, en efecto, la han llamado. Se trata de una voz, algo menos ronca que la del rotor y que puntea esa compacta.
Y sale de la cocina y, casi a la par, siente unos deseos irreprimibles de vomitar que aguanta como puede con la mano, que huele a huevo y que retira maquinalmente y se planta en el salón y lo ve, a él, repantingado en el sofá, con el mando a distancia que salta a la comba, creando su propio programa particular de cadena en cadena, una mueca boba en los labios y un brillo penetrante en los ojos: ahora una sintonía, ahora un anuncio, ahora un concurso, ahora una venta por teletienda, ahora una partida de petanca, un documental, un reality, un meteorólogo, un informativo, en una sucesión continua y veloz de imágenes sin armonía, sin orden, sin concierto, pero con exacto ritmo milimétrico temporal, décimas de segundo.
Ella se aproxima para ver qué desea, pero sobre todo, y es cuando cae en la cuenta, se acerca en verdad para aspirar con desconfianza su ropa, su pelo, su lata de cerveza, su platito de loza, el fondo aguado de salmuera y unos huesos pelados de aceituna en los bordes, la alianza de su dedo anular, sus uñas.
Y no es una sorpresa para ella que él también despida ese olor insoportable, sus rizos oscuros, su cuello, su bata de rayas, el mando a distancia y su sonrisa. Todo él y lo que lo envuelve o rodea hiede igual, a huevo.
Peor es que él no se aperciba qué desprende, y de que ella aguante en un esfuerzo sobrehumano y como puede las arcadas, con la mano en pantalla con la que se tapa la boca a pesar del olor; de que, desde el televisor, los fragmentos de sus programas anodinos huelan a huevo, y que si ella se aparta y procura no sentir sus efluvios éstos la ataquen y aborden desde otros frentes: desde las lámparas, el sofá, las sillas, la mesa baja, el cenicero, el parqué, el perchero, las estanterías y el mueble bar, también desde sus propias fosas nasales donde se han instalado cómodamente, como un mantel sobre un mullido césped en día de campo, hace ya un buen rato.
Y hay algo que le dice que ha de apartarse en cuanto pueda, girarse hacia la puerta, buscar una salida. Y eso procura. De modo que se hace a un lado y busca sin fuerzas y con urgencia, por la puerta de la calle, esa salida. Sabe que si se arrepiente y vuelve a la cocina, vomitará en un mareo y sin más por el pasillo y a saber qué pasaría después, si no encontraría claras, yemas, cáscaras calizas en trocitos escalenos entre el pastoso amasijo de unos jugos gástricos rebeldes, agrios y punzantes.
Y, así, lo más aprisa que puede, se quita de un tirón el delantal cuadriculado que huele a huevo, lo arroja al suelo que huele a huevo y, a él, lo deja con la sonrisa en la boca, su aliento, el mando y sus bailoteos de programación, todo ello impregnado en idéntico olor a huevo.
Y en cuanto abre la puerta, embadurnada de esa pestilente e insoportable emanación, da un paso hacia adelante y, ya en el porche, empieza a respirar otro aire, que es el aire ligero y distinto que desciende de la apartada montaña apenas nevada. Pero esa brisa sólo es una promesa distante todavía, exigua, pues el pomo de la puerta, la puerta misma y, en menor medida, los peldaños que bajan hacia la cancela, huelen también a huevo.
En un doble arranque, casi en un vahído, un desmayo que es deslumbre, alucinación, encuentra con la mirada, en la luminaria afable de la primera tarde, la fila de casas adosadas de ladrillo visto del otro lado y dobla el brazo y estira la mano y, al agarrar el pomo con cuidado, oye a su espalda el cierre de la puerta que se va moviendo en un flotante chasquido.
Apagada la cantinela de la tele, levantado con ese gesto de clausura de la puerta como un tabique de madera que corta en dos casa y calle, empieza a bajar las escaleritas que huelen aún a huevo y que acaban en la cancela grisácea, que se separa en sus bisagras a su tirón con un quejido de aroma cada vez más tenue a huevo.
Y, luego, sin pensar, echa a caminar por la calle alquitranada. Lo hace primero mansamente, hasta que ve un auto venir y para evitarlo agacha la cabeza y se sube a la acera de baldosas estriadas.
Busca con cierta aprensión el solar en el que termina la hilera de casas adosadas de ladrillo visto, ese solar lleno de hierbajos que, como un ancho portón sin vallas que la aguarda, con sus hojas de par en par, desemboca en el parque natural.
Sólo en ese instante, empieza a aumentar el ritmo, a alargar el paso hasta hacerlo irreflexivo, atropellado, casi furioso, a acelerar su marcha, a correr.
Como enloquecida, en su espantada, retiene el aliento y salta de la acera otra vez a la calle asfaltada, la cruza, y se interna por fin en el solar y encuentra tras él una vereda que se dibuja en un zigzagueo suave, montaña arriba. Por ahí, bajo el primer amago de las coníferas, el suelo se vuelve tierra colorada, piedras prominentes, piñas sueltas y secas que lucen duros párpados marrones abiertos y atentos, una intención de hierba verdosa, apretada y fresca, lavanda sedienta e hinojos amarilleados, conforme avanza.
Y, efectivamente, eso es ya carrera y a la vez que corre, con los pulmones que se vacían del aliento retenido, aspira finalmente, al borde de la asfixia voluntaria, una bocanada limpia de aire que entra de sopetón hasta el último confín en sus bronquios y degusta una vez devorada, repetidamente, soplo que antes le cortaba la vida y ahora le asea el interior en un placer inenarrable, arrastrando consigo otros olores distintos, inoculados en mudas, pero placenteras, esencias a tomillo, lavanda y resina.
Y respira ahora sí, sin cesar, a pleno pulmón, ya libre de la insufrible pestilencia a huevo, para luego observar cómo acuden esas coníferas, cada vez más profusas, con sus sombras aciculadas que planean en lazos estampados de barruntos impalpables sobre la tierra rojiza y, ya entre ellas, alguna ginesta, arbustos espinosos y sin flores de los que escapa un arrendajo a toda velocidad.
Y sigue corriendo, olvidando que no lleva el calzado apropiado, que tropieza y se hace daño en la planta y en los dedos de los pies, y a medida que corre y corre, por detrás, no se da cuenta de que ladran perros por las cercanías, no se da cuenta o sí de que la casa empequeñece lentamente, cada vez más a lo lejos, que en minutos la urbanización se vuelve un juego para niños, otro universo reducido a un tamaño minúsculo en el que de ser así en la realidad, su cuerpo no podría franquear la puerta de la casa e incluso se dejaría manejar con las manos, juguetear con él.
Y, sin dejar de correr, las lágrimas de brotar, las casas de empequeñecerse y la frontera de tejas ablandarse en un sueño insignificante, la subida engullida por sus zancadas apresuradas casi aladas, la leve brisa que purifica sus pulmones y se transforma en aire y éste en viento que azota sus ojos y le arranca lágrimas gruesas que no la ciegan, que no la detienen, sino que al fin la dejan pensar, y precisamente piensa en nada más que en olvidar para siempre, una vez enterrado, ese olor que la laceraba con su tajo opresivo, en alcanzar las cumbres apenas pintadas de blanco con su brisa pura, las nubes rosadas y tiernas, sin parar, en alcanzar las cumbres apenas nevadas y recostarse en la superficie blanquecina de esa nieve a la que se aproxima y ya está cerca, en fundirse con ella y con el entorno hasta desvanecerse poco a poco, desaparecer, al fin, linde arriba, epílogo a su atropellada carrera, sin mirar atrás.
8 abril, 2022
Buenas tardes Manolo, me alegra encontrarte nuevamente, como aquellas tardes en la Carretera Nueva, igual de frescos tus relatos, como aquella jueventud que se nos fue.
Triunfastes con De memoria y vuelves a hacerlo con este relato oportuno y muy acorde con los tiempos.
Sigue insistiendo, los necesitamos, hasta encontrar un Mundo más igualitario y justo.