Se está celebrando este año el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote y lo curioso es que, siendo esta secuela una obra mucho más rica y compleja que la primera parte, la efeméride no está teniendo ni la mitad de repercusión que las ruidosas celebraciones de la publicación de aquella, hace diez años. Se hicieron entonces todo tipo de adaptaciones y revisiones de la magna obra cervantina; y el resultado fue una desmedida proliferación de lo que, en vísperas de todo aquello, el poeta y articulista Francisco Bejarano llamó “Quijotes de Avellaneda”: es decir, obras que utilizaban el nombre y los personajes de la obra de Cervantes, pero no eran, no podían ser, sino burdos remedos del inigualable original.
Al volver a ver en estos días El hombre de la Mancha (1972), la película de Arthur Hiller interpretada por Peter O’Toole y Sophia Loren, no he podido dejar de acordarme de ese desolado diagnóstico. Las grandes obras no admiten mucho manoseo sin quedar seriamente disminuidas o dañadas. Aunque cabe también atenerse al sabio parecer de Borges, según el cual la grandeza de un genio como Shakespeare, por ejemplo, termina siempre aflorando, incluso cuando sus obras son representadas por una compañía de aficionados en un teatrillo de barrio.
¿A cuál de estos dos pareceres se ajusta la película de Hiller? Yo diría que a ninguno de los dos, porque sobre el cine operan factores que escapan al simple cotejo de versiones. Está Peter O’Toole, por ejemplo, que ya había sido Lord Jim en la película homónima que hizo Richard Brooks sobre la novela de Conrad en 1965, y Lawrence de Arabia en la monumental película del mismo nombre que dirigió David Lean en 1962, y ya empezaba a destacarse como actor capaz de infundir empaque shakespearano a los distintos reyes y héroes medievales que le tocó encarnar en películas como Beckett (1964) o El león en invierno (1968). Todo ese bagaje pesaba sobre su doble papel en El hombre de la Mancha: como Miguel de Cervantes, visto aquí como un arrebatado héroe a destiempo, al estilo de Lord Jim, y como el propio Don Quijote, que en esta película encarna esa grandiosa desubicación ante la realidad de la que adolecía Lawrence de Arabia, también él dominado por un extemporáneo sentido de la heroicidad caballeresca en un tiempo en el que las batallas ya se decidían con bombardeos masivos y uso a discreción de armamento moderno.
Este Quijote de O’Toole, por el contario, hace frente a una turba de arrieros con un florete retorcido y la punta de una lanza rota remetida en una rama. En ese sentido, es muy fiel al original, y, como el del original, sangra, se ensucia y se cubre de oprobio en cada uno de sus ridículos lances, a la vez que va creciendo en grandeza a los ojos del distanciado espectador que asiste a sus dudosas hazañas con cierto conocimiento de causa; un espectador, por otra parte, que ya sabía que el cine se estaba distanciando del clasicismo narrativo y de la consiguiente diafanidad moral que imperaba en las películas de las décadas precedentes, y que reconocía en las nuevas, junto a una mayor franqueza en todo lo relativo a lo sexual –aquí la Loren, por ejemplo, en su papel de embellecida Maritornes, no deja de presentarse abiertamente como una puta (a whore)–, un elocuente propósito de desenmascarar las imposturas de los poderosos que gobiernan el mundo. Era el gran asunto del cine de la época: la autoridad era siempre puesta en cuestión; y si Cervantes, como ocurre al inicio de la película que nos ocupa, era encarcelado, la causa no era su posible falta de escrúpulos como recaudador de impuestos, sino, contra toda evidencia histórica, el haber puesto en solfa a las autoridades políticas y religiosas en una grotesca obra de teatro callejera.
Los historiadores del cine, en general, asignan a esta nueva actitud una genealogía que tiene sus hitos en películas como Buscando mi destino (Easy Rider, 1969) o Bonnie and Clyde (1967), y que alcanzaría su mejor expresión en la obra de directores como Scorsese o Coppola. Pero es en el segundo plano donde se aprecia mejor la prevalencia de los nuevos valores. Y en este segundo plano de la producción cinematográfica de los setenta, películas como Robin y Marian (1976) o Equus (1977) admiten una fructífera comparación con El hombre de la Mancha: todas ellas se presentan como revisiones más o menos irreverentes de historias o situaciones ya tratadas en películas anteriores; todas reafirman una sana desconfianza hacia la autoridad; y ninguna de ellas excluye el realismo cínico o la franqueza sexual. Eran los valores de una nueva generación. Y tuvieron el Quijote que merecían.
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