El bohemio es un burgués
que aún no ha encontrado su sitio.
Son recuerdos incoherentes, deslavazados, que me han venido a la mente muchísimo tiempo después.
Bajaste desde la quinta planta del apartamento de la rue Planchat, en la que el ambiente de fiesta, por recién estrenado, era todavía contenido. Buscabas algo de comer.
Todos teníais hambre, de esa que no se satisface sólo con patatas fritas de bolsa, frutos secos, bretzels y cubitos de queso con hierbas aromáticas envueltos en papel de aluminio de colores o, mucho menos todavía, copas de tinto.
Arriba quedaron, como amigos tuyos conocidos de tiempo atrás, un puñado de gente interesante o curiosa, en cierta medida más que familiares para mí, a la espera, envuelta en una música atronadora y una pegajosa humareda.
Quedó William, llamado Billy el oso, un americano pelirrojo de larga melena y barba entrecana, piel pecosa, instalado en París desde hacía tres décadas y al que daba gusto oír hablar. Había estudiado historia del arte en su Illinois natal, pero trabajaba como ayudante en el taller de un reputado escultor de origen húngaro, Miklos Hazug, creo.
Hazug, que frisaba los ochenta años, lo hacía partícipe de una idea, ya fuera en forja fundida, en bronce, latón o hierro, ya en mármol u otro tipo de piedra y, a partir de ella, Billy se encargaba del trabajo más sucio, complicado y laborioso. Una vez moldeada la pieza, tallada, cincelada o labrada tal como se la habían pedido, se la devolvía al artista y éste sólo tenía que darle su remate final y firmarla. Billy llevaba en su taller prácticamente desde su llegada a la capital y me dijo que vivía por la place de la Contrescarpe, en un pisito cedido precisamente por Hazug.
A ti, te tenía en estima, el oso —el alias no le venía por el físico sino por su tendencia a sus prolongados silencios y, a pesar de su carácter, al aislamiento—. Lo normal es que tú vinieras en avión o en tren, pero cuando tenías el coche a tu disposición, una vez finalizada una de aquellas fiestas y el metro cerraba sus puertas, lo avanzado de la noche lo obligaba a llamar a un taxi, para el que no siempre tenía dinero. Al oso le encantaba que te ofrecieras a llevarlo y conversar contigo de arte, de literatura o de gastronomía, durante el recorrido nocturno por la capital. Supongo que traías opiniones y aires renovados de un sur lejano.
En su versión opuesta, llamó mi atención aquel engreído que compartía una buhardilla amansardada por la rue Daumesnil, desde una de cuyas ventanas se veía, a lo lejos, iluminada en la noche, la Torre. Había trabajado en un mostrador de ASSEDIC, agencia de paro y subsidios, una ocupación segura de funcionario, de las que te agarraban a un sillón de por vida pero de las que, por contra, te hacían sentir que vivías a resguardo con un sueldo. Había renunciado a ella con veintiséis años a cambio de un buen finiquito para atender a los cantos de sirena del arte. Devoto de la literatura japonesa, fotógrafo de alma, yesista de profesión —lo que le permitía sufragar gastos de comida y alojamiento—, seductor barato pese a lo guapo que era, se me pegó como un molusco nada más echarme el ojo en el apartamento.
Y ahí estaba también Claudine Reverdy, ubicua, musa para todo y para todos, excelente anfitriona, inquilina de aquel flamante apartamento de dos habitaciones en el que os reuníais tan a menudo y en el que tú solías hospedarte en tus frecuentes espantadas a París —no llegué a saber cómo la conociste aunque no descarté un encuentro casual en cualquier rincón profundo de una ciudad tan hermosa como Granada—, en esa ocasión cercana al fin de año y por un par de semanas.
Increíble, esa noche, en su ajustado vestido de lentejuelas y sus zapatos de piel de serpiente y fino y largo tacón, Claudine fumaba como una descosida con el cigarrillo entre dos dedos muy estirados y al caminar, al pliegue de sus delgadas rodillas, parecía flotar por los aires sobre un par de zancos circenses, en tanto departía y atendía con diligencia a unos y a otros.
Te pregunté que a qué se dedicaba y me dijiste que, en un tiempo, subsistió de sus acaudalados padres. Relaciones públicas de un marchante de arte, con el que se casó y luego se divorció ventajosamente, vivía en esos días con desahogo y sin obligaciones.
Había asimismo una chica de doble nacionalidad, franco-peruana, perfectamente bilingüe, Olivia. Partiría sin saber mucho de ella sino que era la más hermosa de las criaturas con las que me había tropezado en mi vida. Mucho más que su amiga, compañera suya de estudios, también presente, Maud, a quien hacía poco se le había frenado la carrera como modelo de pasarela y, por aquellos meses, había encontrado al fin, como mal menor, un trabajo en una tienda de modas de la rue Saint-André-des-Arts. Casi no se separaban y a cada minuto encendían ambas un pitillo y observaban serena y lejanamente a los demás con una cierta mirada descreída entre la lacia calima de sus caladas.
Olivia había estudiado un BTS de comunicación y era agente de ventas desde hacía dos años en una firma de publicidad. Tú me habías apuntado que su padre era profesor de literatura hispanoamericana en una de las tantas Sorbonas de la periferia parisina. Desde niña, como gran privilegio y con orgullo, contaba que había jugado a gatas por la moqueta de su sala de estar, entre las piernas de grandes escritores y artistas que pasaban a departir con su padre, almorzar, cenar, incluso a pernoctar, por su coqueto chalé de Nogent. Ella aseguraba, además, ser sobrina nieta de Tom Mix por parte materna, ascendencia desacostumbrada que ninguna de tus amistades había podido confirmar.
Yo no sabía qué pensar. Su hermano, individuo de gabardina arrugada y estudios superiores de derecho, ínfulas de ensayista y supuesto crítico teatral y cinematográfico, en sus frecuentes y ostentosas borracheras, siempre a la estela de su hermana, pretendía, por su parte, ser familiar cercano de un escritor apellidado Ribeyro.
Entre esos cinco o seis, cuyas siluetas e historias guardé imborrables en la memoria, figuraba también un larguirucho que rozaba los dos metros. Tirado por invisibles hilos de marioneta cuando se movía por un lugar tan pequeño para él, se veía incómodo en cualquier pieza del apartamento y en cualquier postura, como si el hecho de que no cupiera en ningún marco lo hiciera ovillarse en el sofá, extrañarse hacia dentro. Nunca alcancé a oír su timbre de voz porque no abrió la boca ni supe de su nacionalidad o de su ocupación. Tú tampoco lo conocías. Su presencia era una incógnita. Alguien que estuviera allí por error, a no ser que Claudine lo hubiera invitado con toda discreción.
De la otra gente que acudió esa noche, no se me grabó gran cosa. Un pintor, un escritor, un ebanista, una chica que trabajaba en un gabinete de diseño gráfico, un artesano soplador de vidrio u otras profesiones a las que decían dedicarse, como trabajo principal o como actividad creadora.
A todos ellos los obvié. Eran sencillamente como convidados de piedra que solían intercambiarse en el transcurso de cada fiesta, comodines que si bien no aportaban aire fresco en sí, permitían al menos que se renovara la marca de cigarrillos. Gente en definitiva como derramada en la gran ciudad. Gente que había hormigueado, perdida entre un sinfín de trabajos. Que había vivido a salto de mata, se había arrastrado por alojamientos miserables o por casas ajenas en actitud parasitaria cuando no pedigüeña y que, en ocasiones, había incluso degustado las delicias del sueño en el metro o en el socorro popular o en un parque. Su cama solía ser la del rechazo y su escuela la de la marginación. Una casualidad entre mil la reunía en ese instante en aquel apartamento y durante la velada se dedicaría a reír, beber, comer y anotaría con interés señas y teléfonos aunque tal vez no se volviera a ver en la vida. No había mucho más que decir de un espejo en el que, sin duda, no deseaba verme reflejada.
Lo que no acertaba a explicarme era cómo llegaban a caber todos ellos en un espacio tan reducido. Los apartamentos en París no eran para tirar cohetes. Yo misma me alojaba en apenas diez metros cuadrados, en une piaule. Si no se tenía pasta, estaba una condenada a la asfixia o a vivir en el extrarradio, como casi todos ellos. Me pareció increíble el número de personas que se había dado cita en él y que, a la luz indirecta de dos lámparas de pie, no paraban de cruzarse, entrelazarse, ir de un lado para otro, de la cocina al salón, del salón al balcón y del balcón terraza al único dormitorio o al baño, entre una humareda londinense suspendida sobre sus cabezas en movimiento.
Cuando presioné el timbre de entrada, ya en el rellano de la quinta planta, sonaba una música rock que se filtraba, a gran potencia y sin freno, señal de que estaba quizás demasiado alta, a través de la hoja de la puerta de madera bien espesa, blanca por su reverso y color miel por el exterior.
Algo perdida, dudé entre darme la vuelta y largarme o seguir mi instinto, porque con aquel bullicio no estaba muy segura de que pudiera haberme oído alguien.
*
Tú empujaste ese elevado y pesado portón de la calle y saliste al fresco después de haber bajado las cinco plantas del inmueble sin ascensor por unas escaleras de láminas vacilantes y crujientes. Pero una vez en la calle, no tuviste que andar mucho. Sólo cruzar la calzada de adoquín de acera a acera.
El mostradorcito de la pizzería de en frente, señalada con un rótulo discreto sobre la fachada de un edificio de corte clásico y molduras haussmanianas, estaba instalado justo a su entrada. Las sillas y las mesas, todas con el aberrante, tópico y socorrido mantelito a cuadros blancos y rojos, se esparcían escalera abajo por el salón, que fuera sótano o catacumba, a la espera de clientes, algunos, escasos, ya sentados y servidos.
Atareada, tras él, había una chica, morena, en la que no te fijaste especialmente, aunque luego te sorprendió, según me comentaste, su belleza mediterránea de piel mate, sus ojos de un penetrante verde esmeralda, aquel pelo negro y rizado casi crespo y unas líneas que te parecieron como de bailarina. Las mías, que en mi vida había logrado acompasarlas a una cadencia musical, absolutamente negada para el baile.
Dejaste pasar al que creíste encargado, que no el jefe, un marroquí de especial delgadez y poco sentido del humor, que se paseaba a un lado y otro con o sin platos, y te viniste directamente hacia mí.
—Son para llevar —sonreíste.
Y miraste a aquella chica que era yo. Y esa chica, sin hacerte mucho caso, te entregó una carta-menú de tapas rígidas, plastificadas de marrón claro, con el nombre del establecimiento en letras doradas. Justo en el centro, algo por encima de las letras, tenía grabado el dibujo de una góndola. Muy original para una pizzería.
Echaste mano de la carta, la abriste, le echaste un vistazo al inventario de pizzas y precisaste que querías seis unidades. Todas distintas. De las de tamaño gigante. No muy tostadas.
—La última vez que nos subimos un par de ellas al apartamento estaban embadurnadas de acrilamida —volviste a sonreír.
Sonreír, yo lo hice con disimulo, porque recordé al senegalés que teníamos como encargado del horno. Estuvo un tiempo con nosotros y jamás llegó a pillarle el punto adecuado de cocción a la masa. Fue un alivio que se marchara a otro sitio a preparar ensaladas. Las pizzas no eran lo suyo.
Anoté la comanda, arranqué las dos hojitas del bloc, te di la espalda, me quedé con una copia en el bolsillo del mandil y entregué la otra en cocina.
Te pregunté si querías que os las lleváramos a casa, sin suplemento.
Me respondiste que no era necesario, que vivías justo en frente y que no te importaba esperar.
Me miraste de nuevo a los ojos y yo te clavé una mirada verde y me resultaste atractivo, cuando me sorprendiste al preguntarme si quedaba todavía en París alguna pizzería regentada por italianos y yo volví a sonreír ligeramente.
—¿Llevas mucho tiempo aquí? —curioseaste.
—En torno a diez u once meses. Hoy es mi último día —te respondí, a pesar de que vacilé un segundo en hacerlo y no supe si me arrepentí.
Olvidaste que, aparte lo carbonizado de las pizzas, el local también tenía fama de lento. Y mientras esperabas, te volviste y te liaste con el examen de los cuadros que figuraban colgados por las paredes: una calle veneciana inundada, un paisaje toscano recortado de cipreses, ruinas de unas termas romanas y otras rarezas parecidas, también muy originales para aquel tipo de restaurante.
Con cierto disimulo, aproveché para echarle un vistazo a tu cuerpo delgado, a tus nalgas, a tus piernas.
Las pizzas salieron antes de lo esperado. Al mismo tiempo que abonabas la cuenta con una tarjeta extranjera —llamó mucho mi atención el motivo de su extraño e inusual fondo impreso: un detalle del roce de los dedos de la creación del hombre de Miguel Ángel—, vi que me pasabas por la superficie del mostrador un papelito en el que había, escritas a mano, dos letras y dos números: el código de acceso del portón de entrada.
—Sube a tomar una copa, si quieres. Somos unos cuantos, y divertidos. Una estupenda manera de celebrar que acabas contrato. Quinta planta. No hay pérdida. Estamos donde el ruido. Serás bienvenida.
Tú te imaginaste que, en ese gesto furtivo y casi pueril de la contraseña, no habías depositado demasiadas esperanzas. Como mojar el agua de mar con agua de mar. En las grandes ciudades, ese género de acercamientos, esos intentos por conocer gente de primeras, sonaban siempre a locura, a desesperación, a terrible e irreprimible gana por espantar la soledad, esa que se engendra mientras más personas la rodean a una.
No cabe duda de que el gesto funcionaba de verdad a través de un conocido, de alguien que te introdujera en determinado grupo o ambiente. Las amistades al azar, las relaciones sin red de un Röhmer, por ejemplo, eran guiones de cine con algo de milagro de por medio, el premio gordo de una lotería de la felicidad para con las buenas personas, mientras que en la vida cotidiana, en la vida real, nada de eso abundaba (quiero decir como desenlace, no como proposición) o llegaba a cuajar, quizás por esos fantasmas de la desconfianza, del miedo, de la extrañeza que vagan por cualquier callejón de cualquier urbe gigantesca.
En tu ça se fait pas creí ver como una especie de pureza, de candor. Te leí perfectamente en la cara, con ese vello facial de un negro brillante, a medio crecer, pero uniforme, que tan bien te sentaba, ese escepticismo frente a lo que probablemente jamás habías intentado con anterioridad. Lo que no leí ni en tu cara ni en tus ojos fue desequilibrio, lubricidad, la baba necesitada del que al fin ha encontrado una jugosa presa con la que dar rienda suelta a sus perversos impulsos ocultos.
*
Saliste con el encargo a la frescura de la calle. La cruzaste de nuevo en sentido inverso. Subiste las seis pizzas hasta la quinta planta, apartamento C, en un alarde de contorsionismo con el que remontaste aquellas escaleras de madera que rechinaban como la cubierta de un galeón bajo un temporal en alta mar, según me lo describirías más tarde.
Diste un timbrazo. La puerta no tardó en abrirse.
La cascada rompiente de la música y unos cuantos hurras saludaron la llegada del gran zigurat de comida.
Se oyó un descorche, un tapón que saltaba y las copas de un vacío desesperado que iban acudiendo a la botella para ser colmadas con un gamay bien fresquito, a la misma velocidad con la que iban desapareciendo engullidos, unos tras otros, los cuartos de pizza, que al abrirse milagrosamente como flores exóticas en su enorme cartón rojizo ganaron de largo, en suculentos y poderosos aromas, al tabaco.
Nunca los viste desaparecer con tanta rapidez. No sólo los trozos de pizza, también el vino.
—Qué hay de postre —dijo Billy, el oso, aquel pelirrojo, cuya familia, salvo su hermano mayor emigrado a Irlanda, de donde parecían provenir sus antepasados huidos al nuevo mundo durante la gran hambruna, vivía junto al lago Michigan, en Grand Rapids.
Con su desparpajo y cordialidad habituales, acostumbraba a lanzar, sin despegarse de allá donde hubiera comida a mano y gratuita la misma frase en un español rocoso, abriendo mucho los ojos: Soy gringo, no tengo mujer, no tengo casa (todo ello cierto), pero siempre tengo mucha hambre (también eso era cierto), rematada siempre con su guinda final a ver qué hay de postre.
En un rincón, junto a uno de los bafles de lo que era un equipo de música de alta gama, coronado por un elefantito birmano, se encontraba el fotógrafo, un tinto en su mano papal, desmayada, codo apoyado en el respaldo de la silla, aires diferidos, interesantes. Había invertido sus escasos ahorros y un par de préstamos a fondo perdido en una hasselblad que nadie, ni siquiera Maud, sabía dónde ocultaba. Organizaba su primera exposición en la capital y charlaba de lo complicado de sus preparativos, cara a cara y muy cerquita, con una chica de raza negra.
La peruana Olivia, su amiga modelo y tú os manteníais al margen, fumando un cigarrillo, hojeando un libro de fotografías de Man Ray en la ménsula del balcón que daba a la terracita o echando un vistazo a la luz nocturna de París. Agarrados a la baranda de herrería enroscada, respirabais profundamente el aire frío e invernal que sobrevolaba y barría la ciudad. Al fondo, observabais relajados las estatuas de los dos reyes sobre las columnas del trono de la place de la Nation, medio enmascaradas por los techados de metal o de tejas rojizas, y esa noche bajo un cielo menos encapotado que en días anteriores, pero aun así anunciando lluvia. Luego, entrasteis en el salón y os sentasteis en el sofá.
Ubicua, Claudine iba de flor en flor con sus saltos aéreos por encima de las láminas del parqué. Y los demás se dirigían a ella agradecidos o le daban la espalda entrelazados en conversaciones más o menos banales, interesantes o profundas, ojeaban el lomo de los libros de las estanterías o se contoneaban al ritmo de una música desmedida sin dejar de fumar, beber a sorbitos de sus vasos, de mirar de un lado a otro, examinar una litografía clavada a la pared.
Sobre las doce y media o una menos cuarto, tintineó el sobresalto del timbre. Primero, se hizo un silencio, de un plumazo, desbaratado solamente por el tema de rock que zumbaba enérgicamente en el salón.
Os mirasteis entre vosotros. Un policía. Un vecino que llegaba a quejarse. El tipo de la pizzería con la nota de la cena impagada en su mano. Pero, no. No era un policía ni un vecino ni el marroquí delgado de abajo.
Olivia la bella, tras unos segundos de sorpresa y vacilación, se encargó de abrir la puerta. Era yo.
A ti te dio un vuelco el estómago. Los demás se sintieron desconcertados por la irrupción inesperada de una desconocida, a esas horas y sin estar invitada, hasta que dirigieron sus miradas hacia lo que porteaba en mis manos: dos botellas de güisqui escocés. Del caro. Mi salvoconducto de entrada a la fiesta.
Aquel silencio cicatrizó pronto en el escenario humoso con nuevas palabras, frases, preguntas y risas que pespuntearon con un rumor de colmena la fuerte música.
Cada cual pareció volver a lo que dejara en suspenso y yo vi tu mano en alto moviéndose de un lado a otro. Me saludabas, pasmado, y con cierta agitación poco encubierta, por detrás de una drácena, instalado cómodamente en el sofá de piel de color naranja.
*
Me gustó el apartamento en cuanto puse un pie en el pequeño vestíbulo, y eso a pesar del penetrante olor a tabaco que había sepultado nuevamente el ya lejano aroma de las pizzas.
Dibujos a lápiz y a tinta, marcos elegantes con grandes carteles de exposiciones, grabados y aguafuertes de artistas que parecían entender de su oficio, algunos de ellos dedicados de puño y letra a la musa Claudine, algún óleo no figurativo de pintores cotizados, dos fotografías en blanco y negro preciosamente encuadradas que atribuí a nuestro amigo de la mansarda compartida, antiguo funcionario de subsidios.
Y tardé un minuto en hacerme con aquel dominio bien amueblado, con la disposición de las lámparas y de las plantas, con el suelo de madera antigua finamente pulido y barnizado, con el color tibio de sus paredes, las cornisas moldeadas de los techos, sus altos zócalos de madera blanca, como sus puertas interiores. Me encantó su distribución e incluso, comparado con el mío, tantos metros cuadrados para moverse a placer.
A mi izquierda, la cocina era práctica y de líneas rectas, pero sin frialdad, grifos antiguos. El pequeño váter estrechito y curiosamente plagado de tarjetas postales muy originales, enmarcadas y pegadas a la pared. Y la habitación en la que dormía Claudine, vista de refilón, con un tapiz persa en lugar de crucifijo, un modelo de buen gusto.
Me pregunté, entonces, qué hacía Claudine en el distrito veinte, un barrio popular, no muy distinguido o afamado. Éste era su quinto o sexto apartamento si exceptuábamos el del marchante de obras de arte y aquellos otros que recorrió en su adolescencia y primera juventud. Ya había probado mucho antes en Bastilla, en Montparnasse y en la Butte-aux-Cailles, entre otros lugares de mayor empaque, de los que tú sólo habías conocido los dos últimos.
Con aquella actitud nómada, daba la impresión de que Claudine tenía la intención de recorrer sin descanso, a base de alquileres, ese numerado centro de París en forma de caracol. Y, como probando luces y sombras, iba de traslado en traslado, impregnándose de ambientes, buscando nidos sin encontrar aún dónde colocar el huevo, persiguiendo un recuerdo helicoidal, como en una huida ilusoria o una continua renovación existencial inalcanzable.
Allí, en el salón, había una pequeña biblioteca bien surtida y, alejado de la drácena verde oscuro que parecía de plástico pero no lo era, andaba charlando con todo el mundo y una sonrisa en la boca, Billy, el ayudante del escultor, que resultó ser compositor de una música extraña, creada por ordenador en sus ratos libres.
Me pareció encantador aquel plantígrado color óxido, sencillo, con su pastoso acento americano cuando decía que no había nada más satisfactorio, nada más celestial (no me chocó el término) que extraerle a un trozo de alabastro algo que ya tenía dentro. Se veía en él que había aceptado con dignidad y de buen grado que lo suyo era vivir en la sombra del anonimato, en el papel de ayudante de un célebre artista cuyo genio y labor escultórica en realidad le eran ajenos, no le pertenecían y jamás se haría por ello acreedor a la gloria. Al fin y al cabo, pensé, Billy se sabía en el fondo el verdadero progenitor de una obra a medio terminar que finalmente Hazug le pirateaba con su superflua (quizás inútil) finalización y su cotizada rúbrica. Pero no le importaba.
Me extrañaba que un hombre de su valía no tuviera pareja, si bien tú me dijiste que la foto que tenía de Yelena, la chica rusa que vivía en San Petersburgo y con la que se veía de tarde en tarde, era de las cortaba el hipo.
A Billy, desde luego, no se le ocurría asaltar a las guapas desconocidas al sonido de trompeta del séptimo de caballería como al recalcitrante fotógrafo, del que me indicaste salía con la vendedora de ropa cara, la modelo fallida. O lo intentaba de nuevo sin tregua y sin éxito.
Al parecer, Maud ya lo había puesto en su sitio y plantado varias veces y, tras un primer idilio borrascoso —los padres de ella no podían ni verlo—, consideraba muerta y enterrada la relación. Pero él, atormentado como un poeta del diecinueve que no pudiera pasarse sin el placer ardiente y desgarrador que le proporcionara su litro de absenta diario, no se resignaba al fracaso y procuraba resucitarla a cada minuto. Eso no le impedía, claro está, mariposear por aquí o por allá con toda aquella que le resultara más atractiva, mientras Claudine, Olivia y los que lo conocían miraban para otro lado o largaban, sin disimulos, alguna frase del tipo qu’est-ce qu’on en a marre de ses histoires de cul.
Yo estaba de pie, sin saber muy bien qué hacer porque tú te habías quedado de piedra y sentado, imaginé que para guardarme el poco sitio que nos habían dejado en el sofá de piel naranja. Había soltado las botellas por algún sitio y pronto tuve una copa llena de vino tinto en una mano, que no sé quién me ofreció, y un milagroso y diminuto triángulo de pizza deshidratada en la otra.
Y en cuanto el fotógrafo se vio de pronto libre de su chica negra (una linda martiniquesa sin trabajo u ocupación conocidos que aportaba un tinte antillano a la fiesta, vientos caribeños que refrescaban el impecable apartamento), escurrida en dirección al baño —no esperaba más que eso para hacerlo, porque no me había quitado los ojos de encima desde que entré—, se me arrimó y me impidió a base de preguntas gastadas y en algún caso ridículas, a base de hacerse el interesante con sus manidos guiños de conquistador, acercarme a ti.
Y habló. Habló sin parar. Lo que no supe a ciencia cierta fue si aquel incesante parloteo iba dirigido realmente a mí.
En su monólogo pagado de sí mismo, sin embargo, no incluyó cosas que tú me contarías posteriormente: que veía una lucecita en su vientre que lo llamaba desde muy lejos, lo guiaba en la penumbra y lo empujaba a convertirse en gran artista. Tampoco me dijo que a ti te soltaba repetidamente calificativos no muy alentadores como tercermundista, patán o tête de nœud —bien poco te importaba porque en el fondo lo achacabas a los celos y te reías de él y de su mediocridad acomplejada, en su propia cara—, como si fueran chistes graciosos de elevado intelecto, cuando te presentabas por temporadas en el apartamento o en alguna fiesta de aquellas, recién venido de Granada. Y me ocultó cosas personales, como la de que su madre, mientras estuvo embarazada de él porque no era deseado, había sido golpeada a patadas y con saña por su padre, que luego moriría en accidente de moto con el cuello quebrado.
Sí que mencionó con un inmoderado orgullo y no menos afectación que en breve iba a exponer en una muestra colectiva de nuevos talentos por el Marais, cómo no, y que le importaba un bledo que los galeristas sólo le dejaran las migajas de un siete por ciento de la venta de cada fotografía, porque merecía la pena pagar con su arte para ganar en fama. Y no paró de hablar de encuadres, de la visión distinta a los demás seres humanos —poco le faltó para llamarnos plebeyos— que les daba el rectángulo del visor a los fotógrafos de verdad. ¿Cómo se llamaba? Mathieu. Eso es.
Así que, ignorada por el momento, la martiniquesa ya había salido del baño arrastrando su melena nebulosa y sus largas piernas de obsidiana y se había apostado en el balcón, discretamente, entre un tipo de origen oriental y un chileno. Pero él siguió charlando conmigo lubricando saliva con sorbitos de escocés, agotando cada vez más su crédito de casanova. No mucho más.
El chico de dos metros se interpuso, con un movimiento pausado, entre Mathieu y yo. Con la excusa de querer servirse también él una copa de una de las botellas recién llegadas de güisqui caro, que por cierto no tardaron diez minutos en ser apuradas, separó aquel discurso en dos partes, y acabó por interrumpirlo definitivamente.
Segundos después, en sus grandes ojos oscuros, sin palabras, al volverse y pasar entre nosotros con la copa llena en una de sus manazas, hubo una especie de brillo singular: el que me decía que aquel movimiento no lo había hecho tan al azar.
Regalándole una sonrisa a quien fuera mi libertador, aproveché la muralla de su corpachón para desplazarme un par de pasos y sentarme en el rinconcito, al lado de la drácena, que parecía de plástico y no lo era, en un extremo del sofá de piel, desde donde me observabas.
Apenas si cabíamos los dos en aquel exiguo hueco anaranjado que habías reservado para nosotros.
—Hola, ¿a que no me esperabas? —fueron mis primeras palabras mientras aparcaba el vino y soltaba el trozo de pizza.
*
Sólo al sentarme y ver a Mathieu que espantaba al chileno y al oriental de la compañía de la martiniquesa, me percaté de lo irritada y cansada que estaba. Nueve horas de pie, con un descanso de tres horas de por medio en el restaurante, se me habían desplomado encima de repente, como una tonelada de escombros. Tal vez la inminencia del viaje y ahora que te miraba, también tú, Manuel.
Entonces, a alguien se le ocurrió hacer mudanza. Al hermano de Olivia, en concreto. Con una cogorza enfática, solemne, pero mal llevada, se había sentado sin querer en un rechoncho echinocactus grusonii o asiento de la suegra, regalo de un diplomático mejicano al ex marido de Claudine y que ella había guardado en un rincón para protegerlo de la invasión de aquellos ostrogodos. Seriamente afectado porque sus púas le habían travesado dolorosamente el pantalón, no se cansaba de soltar palabrotas por su boca beoda, mientras a su lado había quien estallaba en carcajadas.
Cuando la bebida empezaba a convertirse en un elixir escaso, la charla animada decaía y el movimiento de los asistentes se estancaba irremediablemente, con los ojos vidriosos, fue él quien se aproximó como pudo al centro del salón, se frotó las nalgas, retiró con torpeza la mesita baja hasta hacerla chocar con la pared, corrió un par de sillas e hizo un pequeño hueco despejado. Cambió el cedé y en unos minutos hubo unas cuantas parejas bullendo al son de una música más pausada y contenida y, poco después, alguna tonada cubana.
La fiesta recuperó su brío. A duras penas, Mathieu hizo dúo de nuevo con una martiniquesa de cara tan larga que le llegaba al suelo. Billy, risueño y feliz, agarró de sus estilizados brazos a la brillante y espectacular Claudine, de cuyo vestido aseguraba en voz alta y entre risas que no era paño sino planetario. El hermano de Olivia volteaba sus vapores dipsómanos abrazado a su botella de vino, cuyo gollete empinaba cada cierto tiempo como un recurso de áspero beso. Otros tantos, en los que no me fijé, intentaban no magullarse a codazos con sus movimientos circulares y su cabeceo de barcas a la deriva en tan escaso espacio físico.
Y los contemplé, a ellos, desde la lejanía, desde un estrecho e inconfortable asiento de piel naranja, como una exploradora que examina con atención el paisaje que se le ofrece por delante y no quiere dar un paso en falso por una superficie inestable y que, a la menor presión de sus pies, pudiera hundirla para siempre en una trampa oscura e insondable.
¿Sabes qué pensé cuando los vi a todos allí, apelotonados, al humo espeso del tabaco, con sus conversaciones casi tan elevadas como el sonido del equipo de alta fidelidad?
Pensé que eran como espectros que bailaban al compás de una música que no sonaba o yo no reconocía, de un tiempo que se perdía y no volvería y que ninguno de ellos se daba cuenta de nada. Que eran parte de aquello de lo que yo huía. Que eran sombras que no encajaban en la realidad, lo que quedaba de la bohemia transhumante de los veinte, de los treinta, un puñado de artistas más o menos despistados, más o menos abrumados, más o menos frustrados o amargados que vivían de los logros, experiencia y hábitos de sus abuelos, padres, amigos o profesores, mimos con algo de bufón, imitadores menores que se empeñaban en prolongar una intelectualidad y unos usos ya casi extintos, muertos, a través de unos códigos artísticos, estéticos y vitales que los jóvenes del momento tenían por obsoletos o podían hallar con mucha más frescura en Londres o en Nueva York, Ámsterdam, Tokio, Toronto o, incluso, en San Francisco.
Y allí insistían en su danza, ajenos a la evidencia, entregados al arte con mayúsculas, a la búsqueda de su sitio en un islote cercado por corrientes etílicas y brumas de tabaco, con su radiante pavoneo y triste extravío, muchos de ellos sin talento alguno, empecinados a cambio de esa sufrida dedicación en triunfar en París, en dejar su huella inmortal, sepulcro célebre con su nombre y epitafio.
Ahí bailaban a la espera de ese futuro incierto, engullían comida barata y bebían alcohol a precio abordable en copas de vidrio disparejas, en fiestas descabelladas y atronadoras (miren lo que nos estamos divirtiendo) que dependían de un generoso anfitrión y en las que a veces hasta distraían lo que podían de estanterías, armaritos o muebles. Y, en la atmósfera cargada, se oían comentarios efímeros, superficiales y, en muchos casos, presuntuosos. Y había risas esperanzadas, deseos no siempre confesados o sinceros y había altura y exquisitez en el hablar, contactos, relaciones fugaces escasamente satisfactorias, acaso dolorosas.
—Me voy a Darwin, Manuel —te confesé—. Parte de lo que he ahorrado en este año pasado en la pizzería de abajo, la que recauchuta por fuera la masa para dejarla cruda por dentro, lo invertí hace semanas en un billete de ida. Y lo que me queda, calculo que para seis meses más o menos, lo dedicaré al alojamiento y a la comida. Espero que me dé lo suficiente —esto último lo dije para responder a una pregunta que nunca me hiciste— como para poder encontrar un trabajo fijo en ese tiempo. Si no, ya se verá.
Hice una pausa. Mi agotamiento en lugar de abatirme, me hacía sentirme, en el momento de las confidencias, tan ligera que ya casi me había echado a volar por las alturas antes de que el avión despegase.
—Así están las cosas. Me voy a Australia, a las antípodas. No he encontrado otro lugar más lejano en el que querer instalarme.
En tu rostro, no vi decepción, una reacción concreta, distintiva. Aguantaste en silencio hasta que la gente apuró sus desvaríos, sus comentarios mundanos, musicales y literarios; diseccionó el mundo de la farándula arquitectónica, plástica y literaria hasta el hueso; almacenó toneladas métricas de humo en la atmósfera del saloncito y en sus pulmones; vació todas las botellas; picoteó en un cartón los inapreciables restos de la última pizza margarita y se cansó de bailotear.
Te miré y adivinaste en mis ojos verdes que estaba a punto de levantarme para irme.
El vuelo partía a las nueve y media de la mañana, con dos escalas no sabía ni dónde. Tenía que ir a recoger mi equipaje ya preparado al piso, que quedaría vacío, por la rue des Abesses. Directamente, sin dormir, bajaría al primer RER o quizás me pagara un taxi y me quitaría de en medio sin pensarlo más. Eso fue lo que añadí.
En ese momento preciso, dejaste el sofá de piel naranja, posaste tu copa en la mesita baja, le pediste una copia de las llaves del apartamento a Claudine, que mantenía con dificultad el equilibrio sobre sus tacones de aguja y al fotógrafo a raya, cegándolo con el centelleo continuo de sus miles de lentejuelas y sus pasos flotantes. Zanjaste la despedida con un ahora vuelvo y me acompañaste escaleras abajo.
Las dos chicas guapas se habían levantado del sofá hacía unos minutos y seguían asomadas al balcón, sin atender más que a los raros movimientos de la calle y a la inmovilidad iluminada de los edificios próximos, pitillo en mano. Billy me despidió con una sonrisa y media cara oculta tras la transparencia de una copa terciada de güisqui, que levantó imperceptiblemente a mi paso. El hermano de Olivia, sentado de través en una silla, roncaba bajo los efectos del alcohol en el rincón opuesto al del cactus. El gigantón, que quizás sólo se hubiera aparecido en la fiesta para arrancarme de las garras de un fotógrafo endiosado, se había esfumado hecho una alcayata por la cocina, a la búsqueda de un socorrido y codiciado vaso de agua.
Antes de cruzar el elegante recibidor y cerrar la puerta del rellano, pude sentir, como una lengüetada húmeda y desagradable, la rijosa mirada, inquieta y desesperada de Mattieu, deslizarse por mi cuello.
Los demás ni se inmutaron.
*
Gracias al cielo nublado, el aire no era gélido, pero sí más puro. Las calles estaban secas. Las bocas de metro tenían echado el cerrojo en sus cancelas de ballesta.
Un taxi conducido por un tipo con acento portugués nos llevó a Montmartre a través de avenidas desiertas.
El portal de mi inmueble, estrecho, vetusto, ahogado, con su eterno y maloliente contenedor de basuras pegado a un canalón de desagüe, me pareció bien distinto a ese otro portal inmaculado que acabábamos de dejar por Charonne.
En mi apartamento, desangelado y minúsculo, en el que había vivido durante once meses, los radiadores estaban helados. No había agua. No había luz eléctrica. Excepto el equipaje que, apoyado en la pared, esperaba junto a la puerta, nada quedaba en su interior. Ni un solo cuadro. Ni un solo mueble. Ni cama. Ni colchón.
Encendimos con un fósforo un trozo de vela abandonado en un rincón, nos tendimos en el suelo, nos desnudamos sin prisas. Nuestras ropas fueron la mágica alfombra que nos protegió de su superficie endurecida.
Hicimos el amor, con mucha calma, con mis labios en tu cuello, al olor de tu piel y de la cera derretida y al crujido musical del parqué, al vaivén de tus latidos y de mi pausada y profunda respiración, a la corta claridad de su pabilo y de esas otras escasas luminarias que se filtraban desde las farolas de la calle a través de las ranuras horizontales de los postigos de metal cerrados.
Estábamos tendidos de cara al techo antiguo de ese barrio de los artistas de cien años atrás, invadido durante la jornada por oleadas de visitantes apresurados y ahora en silencio. La madera nos recordaba en nuestra desnudez, en mis líneas de bailarina, en tu delgadez estilizada, el frío y la humedad de diciembre, algo que nos importaba bien poco.
Echaste un cigarrillo y charlaste. De ti, de tus gustos, de tus idas y venidas de un país a otro. Numerosas pinceladas, gruesas pero reveladoras, de tus amigos parisinos. Unas horas no daban para mucho.
A mí no me salían las palabras. Sólo te hice una pregunta que no esperaba respuesta y que tú no pareciste o quisiste oír:
—¿Te das cuenta de que por allí ahora mismo es pleno verano?
Y luego, a una señal mía, nos levantamos, nos vestimos y nos compusimos un poco.
Sin una mirada, agarré las maletas, cerré la puerta y bajamos ambos para dejar las llaves en el buzón y, en otro taxi, trasladarnos hasta el aeropuerto.
Pero lo olvidé casi todo de aquel trayecto. Sólo que a punto estaba de amanecer y que en esa ocasión el taxista era africano y mudo y que yo observaba callada y a distancia, contigo en silencio en el ancho asiento trasero, las calles iluminadas, los árboles sin hojas de los bulevares pasar con rapidez a un lado y otro, la llegada al anillo de circunvalación poco transitado, la rápida entrada a la terminal de partidas.
Todo el rato, esperé lluvia en los cristales del parabrisas, los adoquines mojados, pero el cielo encapotado no dejó caer una gota.
En el gran recibidor de salidas, acababan de abrir el primer mostrador de la compañía aérea Qantas, qué nombre tan original.
Puse allí encima mi nuevo pasaporte con su visado recién estampado. La azafata lo recogió y me sonrió.
Me ayudaste a levantar las pesadas maletas, junto al vial, con apenas gente a nuestro lado y facturé de inmediato.
A aquella potente luz de limpia ceniza, me abrazaste con fuerza y me besaste como si nunca hubieras besado en tu vida, justo antes de que yo desapareciera por el control de seguridad.
—Me voy a Darwin, Manuel. A las antípodas. No hagas que me arrepienta —fue mi declaración de amor al separarme de ti.
No te di tiempo a que me respondieras, a que me vieras los ojos, el rostro. Sí que te di la espalda y, sin volverme para mirarte o decirte adiós en la distancia, seguí mi camino.