CriSSis

Jimmy Castro se ha infiltrado en el grupo de terroristas, a la espera del momento oportuno para desbaratar sus planes y detenerlos. No tiene en cuenta que a veces el tiro sale por la culata.

Capítulo 56. Descubierto.

Jimmy Castro había visto un montón de iluminados en su vida. Dentro del cuerpo y fuera de él, en las comisarías y en el barrio. Locos de atar que lo mismo te decían que se les aparecía en sueños santa Gema Galgani antes de proceder a contar todo un sinfín de proezas sexuales donde la levitación era el plato fuerte del clímax orgásmico, hasta los que se decían representantes de Ummo o Raticulí,  o las lumias que se creían descendientes de Cleopatra o de la reina de Saba. En su mayoría eran tontos inofensivos que recurrían a la parla para pedirte dinero para un chute con la excusa de que necesitaban tomarse un bocadillo, los raros del barrio que servían de burla de los niños y mofa de los clientes de los bares.

Estaban también los iluminados con mala leche, los que se apostaban en la puerta de los colegios anunciando que el fin de mundo estaba cerca y aprovechaban el primer descuido para  meterle mano a las menores, los que recaudaban fondo para negritos del Congo cuando en realidad se dedicaban a la trata de blancas, los vendedores de crecepelos milagrosos que acusaban a todo el mundo de corrupción y en realidad lo que pretendían era meter la mano en la olla grande y pagarse un viajecito a Panamá o Punta Cana.

Ninguno más peligroso que este hombre que tosía, Isidoro, el cerebro en la sombra que había burlado a la policía y a la sociedad durante meses, impartiendo su particular concepto de la justicia contra todos aquellos que consideraba (y sin duda  lo eran) elementos corruptos que habían sobrepasado con creces la desvergüenza con la que trataban al resto de los ciudadanos mientras amasaban las riquezas del estado.

Castro veía que era un hombre enfermo. No solo en lo físico, pese a que su deterioro en las últimas semanas, quizá por la tensión a la que todos estaban sometidos, era evidente. Isidoro, o como quiera que fuese su nombre, era un hombre enfermo a nivel mental. No veía mal alguno en lo que hacía, en lo que impulsaba a otros a cometer. Como si de algún modo tuviera derecho a ser la espada de la justicia y fuera su prerrogativa el indicar quién tenía que morir, y cuándo, y de qué forma.

Se movía siempre con pies de plomo, como un malvado megalómano de película de James Bond. En los mensajes cifrados que Castro lograba enviar a los compañeros que le seguían los pasos, era “Gato Blanco”, aunque en realidad dudaba que con la tos que lo hacía estremecerse de arriba abajo el tal Isidoro pudiera sentir hacia los gatos otra cosa que no fuera alergia.

Era una mente criminal que posiblemente había llegado al otro lado de la ley recientemente, de ahí que no constara en ninguna ficha policial y los retratos robots (puesto que no tenía acceso al móvil) no hubieran producido ninguna identificación clara. Castro estaba seguro de que Isidoro, antes de caer en el Lado Oscuro, había sido un ciudadano cabal, corriente y moliente, de esos que pagan religiosamente sus impuestos y veranean cuando pueden en la Costa Brava.

Ahora, sin embargo, quizá porque no tenía nada que perder, maquinaba y manipulaba desde las sombras. Castro sabía que la organización a la que había dado nombre, Isidoro, era pequeña. O, al menos, que el núcleo era tan escaso que ni siquiera había llamado la atención de nadie. No era, como si dijéramos, uno de los “círculos” de Podemos donde todo el que pasa y entra tiene voz y voto. Que Castro supiera, estaba Isidoro, el cabeza pensante, y apenas tres personas más: su segundo de a bordo, aquel hombrecillo anodino con cara de apurado a quien, también en clave, llamaban “Alfonso”; el chaval electricista que le había robado la pistola y contra el que Castro seguía teniendo una cuenta pendiente (“Tudor”, para entenderse); y estaba el tonto útil, el Morsa (“Agamenón” en los mensajes cifrados, cualquiera sabía a santo de qué).

Y estaba él, Jimmy Castro, el infiltrado. El único al que habían admitido de fuera, quizá porque, de todos los crímenes cometidos por el grupo, era el único que se había realizado a las claras: disparo a la cabeza. Todos lo demás, al menos hasta entonces, se habían disfrazado de accidente.

Ilustración de Manuel Martín Morgado.

Ilustración de Manuel Martín Morgado.

Castro era, pues, en el organigrama de la organización, el asesino confeso, aquel a quien recurrían cuando la inteligencia ya no era necesaria. El músculo. Entrenado para infiltrarse en todo tipo de ambientes sórdidos, Castro sabía que si lo habían llamado para reunirse aquí, en una vieja fábrica de ladrillo abandonada en mitad del campo castellano, era porque iban a encomendarle un nuevo asesinato. En ocasiones pensaba que mientras Alfonso se dedicaba a hacer cábalas, el Morsa manchaba de aceite los periódicos que leía gratis en los baretos, y el electricista se ganaba un dinerillo extra haciendo chapuzas a domicilio, Isidoro se recorría las afueras de la capital en busca de lugares abandonados, ya que no tenían base secreta.

Alfonso, como siempre, parecía inquieto. De todos, era el único consciente de que el juego de las muertes se les había ido de las manos. Tranquilo, como si la película no fuera con él, el Morsa. El electricista, para variar, no estaba presente en la reunión: quizá porque lo consideraban poca cosa o porque tenía por misión estudiar las idas y venidas de futuras víctimas del grupo; Castro, de todas formas, estaba tranquilo en ese aspecto, porque el chaval estaba controlado e identificado por los compañeros.

—¿Entonces está ya decidido? ¿Cuál va a ser nuestro próximo paso? —preguntó Castro, impaciente—. Aparte de los que se estén dando en otros sitios, quiero decir.

—Los que organice otra gente —comentó Alfonso, con cierto resquemor, como si en el fondo no le gustara la idea de haber perdido la iniciativa en la difusión del terror.

—Ya os dije que quería que fuese algo grande, algo inesperado. Algo que esté tan a la vista, que sea tan simple, que nadie se lo espere.

—Los peces gordos de la política están bien protegidos.

—Lo sé. Pero, y mira que era sencillo, nadie imaginó que un avión de pasajeros fuera a estrellarse contra las Torres Gemelas en su día.

—¿Vamos a estrellar un avión contra la Moncloa?

—No exactamente.

—Lo digo porque pueden morir inocentes.

—Todos morimos. Inocentes y culpables.

Sonó el teléfono móvil que Isidoro tenía sobre la mesa, junto a una jarra de agua y la pistola que Jimmy Castro había utilizado para atentar contra Trajano Roldán, la pistola que fue suya un día.

El rostro de Isidoro mudó de color. Asintió un par de veces. Cortó la comunicación. Utilizó la conexión a internet para comprobar, Castro estuvo seguro, lo que solo podía ser un soplo.

Isidoro echó mano a la pistola. Volvió la imagen del móvil hacia los otros tres.

—¿Qué tienes que decirme de esto?

En la pantallita, la imagen de Trajano Bermúdez en Londres, vivito y coleando, captado primero por una revista de tirada nacional que había salido a la venta esta misma mañana y en seguida recogida por los telediarios de todas las cadenas.

—¿Que las noticias de su muerte fueron un poco exageradas? —intentó bromear Castro, sabiendo que estaba atrapado.

—¿Nos has traicionado, chico?

—No. Os he engañado. Soy policía. Pero imagino que es demasiado tarde para decir que estáis todos detenidos.

Rafael Marín

Autor/a: Rafael Marín

Novelista, articulista, traductor, guionista y teórico de historieta. Hombre orquesta, bullita. Además canto bien.

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