‘Arquitectura de la escarcha’. Juan Cuevas. Ediciones en Huida. Sevilla, 2022.
Escuchar de labios de Juan Cuevas la palabra «arquitectura» para referirse a su obra puede resultar extraño; acompañada del sustantivo «escarcha» la expresión empieza a cobrar sentido.
Y es que, frente al estudiado orden que el arte de la construcción conlleva, frente a los elementos sólidos con que se levantan estructuras y edificios, alcobas y fachadas, el verso del escritor de Lora del Río se desenvuelve en una libertad nada científica, en una suerte de azar entre elementos de tierra y aire que confluyen, por no sé qué especie de magia (¿será eso la poesía?), en la palabra que vibra y que conmueve, en un frío luminoso, en una personificación de la naturaleza que demuestra una vez más la respetuosa comunión con el mundo del autor, quien ratifica, con esa intuición de que los sentidos son los verdaderos creadores de la realidad, que, «al estirar la mirada, / se ensanchaba el iris del cielo».
Dividido en cuatro partes, «Astrolabio», «Petricor», «Taxidermia» y «Sidérea», Arquitectura de la escarcha vuelve los ojos a un pasado que nunca termina de pasar (qué maravilla del recuerdo se desangra en «Mundo chico»), especialmente en la engañosa estación otoñal de la tercera sección, donde dibuja alguna escena sencilla y completa de la niñez («Calle del río», uno de los poemas más redondos y sinceros del libro), y en el invierno/infierno sidéreo de las recapitulaciones y la caricia indómita de la inocencia perdida y la enfermedad y la muerte. Porque, jugando con esos contrastes que tanto gustan al autor, aunque en «Sidérea» deslumbran fogonazos alegres e infantiles (precioso el poema «Champú de huevo»), es la parte más oscura de esta arquitectura, como un sótano o un recinto apagado que concluye, rezado el ángelus final, en «esa misma tierra leve y hambrienta, la que sepultaría sus vidas cuando el Universo se convirtiera en el cementerio más cercano».
Hay dulzura, sin embargo, en la aceptada negrura que Cuevas se esmera en describir («será la oscuridad / la primera fruta a la que entregarse»), en esos extremos entre los que se sitúa (léase «Extinciones»), en esas zonas fronterizas por las que se mueve como un nómada eterno (carreteras secundarias, lugares de paso, puertos de mar…). También se percibe algo tierno en esa extrañeza propia (todos en algún momento somos «intrusos de nosotros») que se desenvuelve en una onírica atmósfera de humo y de tristeza, de sol cegador siempre en el cenit o de noche estrellada para lo íntimo del encuentro.
De ahí el tono a ratos duro, a ratos melancólico, en el que la voz lírica, que en ocasiones se dirige a un tú donde convergen amor y dolor, belleza y distancia, nunca abandona el canto. La presencia del yo que observa, que busca, que se encuentra perdido, desorientado, vencido, se visualiza en la frecuencia con que se suceden preguntas, las invitaciones a la «Inmersión» o a la huida («Fugitivo» pongo como ejemplo), así como en la proliferación de desoladores contrastes («Llamaba con otras voces / a un dios artesano del silencio») que revelan y acentúan la humanidad de la mano que escribe; tarea que aparece también reflejada en alguna de las composiciones, como si hombre y poeta estuvieran construidos de la misma sustancia (léase «Deconstrucción» o «Perseguir ballenas»).
En cuanto a las fórmulas adoptadas, como en sus libros anteriores el poeta Cuevas se vale de símiles brillantes, de un imaginario íntimo de peces, de estrellas y de plantas, de ciertas técnicas cercanas al surrealismo (léase el principio de «Viento del norte»), de plásticas sinestesias que siempre despiertan nuestro asombro hilvanadas en un ritmo natural y exacto que se balancea en medidos paralelismos. Todo en los poemas de Cuevas se adorna de curiosos desplazamientos y adjetivaciones en las que a veces un sustantivo complementa a otro en una suma feliz de elementos dispares cuyo conjunto golpea con puños de pétalos. En esa conseguida y real mixtura entre lo artificial y civilizatorio («cultivo luciérnagas desorientadas / sobre las barras de los bares de carretera»), entre lo humano y lo ajeno («Al descoser los cometas de tu espalda, / nadie miró el litoral / que crecía en tu pie»), se desliza Juan por ese cosmos salvaje para el que ningún sextante puede resultarnos útil. Porque, según se deduce de la suya, no siempre la palabra basta, no siempre alcanza la boca a decir lo inexpresable («Creyó que rumiaba / brotes de insondable hallazgo»). Y, aun así, de ella se vale, de su orfebrería de verbos y silencios, de un lenguaje que huele a hierba por cortar, que lacera como un látigo. De un verso que no siempre terminamos de entender pero, aun así, nos cautiva.