La primera impresión que produce el anuncio de cambio de nombre del IES Fernando Quiñones, de Jerez de la Frontera, por el de Lola Flores, promovido por sus órganos rectores (dirección, consejo escolar y sesenta por ciento de claustro) es de estupefacción y asombro. Cuesta asimilar racionalmente que un centro de enseñanza, salvaguarda y transmisor de los valores culturales de una comunidad, tome una decisión tan a la ligera y tan contraria además a su supuesta misión, si es que esta palabra sigue albergando algún sentido para quienes nos dedicamos a contracorriente a tan esforzada tarea.
En un primer momento y para satisfacer nuestra natural necesidad de someter a leyes racionales lo que escapa a una fácil comprensión, se nos ocurre agarrarnos a una cómoda y tranquilizadora explicación: la mayoría democrática del claustro de profesores no conoce quién fue Fernando Quiñones ni lo que representa su obra y legado como escritor, andaluz y universal. Resulta fácil acogerse a este razonamiento a la vista del endeble argumentario con que han pretendido apuntalar su insostenible propuesta quienes la han promovido. Sin embargo, me resisto a aceptar esta explicación. Lo grave y lamentable del caso es que el claustro sí debe de saber quién fue Fernando Quiñones.
La mayoría, supongo, llevará años impartiendo clases en el centro, al menos los suficientes para estar informada. La mayoría en el claustro o en el consejo escolar, y no digamos ya en la dirección, tiene una formación universitaria y debe, como mínimo, estar informada. ¿Dónde estaba el Departamento de Lengua y Literatura del instituto, por ejemplo, y su supuesta autoridad para pronunciarse sobre la cuestión?
Lo grave y lamentable de esta decisión es que sí saben quién fue Fernando Quiñones, aunque ignoren su importancia y el alcance de su aportación y trascendencia literarias. Lo lamentable además es la mezcla de precipitación y arrogancia que delatan las razones aducidas, entre las que no eluden, según me consta, las denigratorias hacia la figura del escritor. Razones con las que se trata de encubrir la vacuidad e inconsistencia, ya digo, de las que se aducen para ensalzar a la cantante folklórica.
No sé hasta qué punto ha habido debate en el claustro, pero sí me consta que los directores de instituto están dotados por las leyes educativas de un poder cuasi absoluto, y que los espacios democráticos que pueda haber en determinados ámbitos –la elección de cargos en departamentos y coordinaciones, por ejemplo– son los que el director tiene a gracia conceder.
En el debate que se ha suscitado al respecto en las redes sociales han surgido propuestas “conciliadoras”, que sacan a relucir el despropósito que supone «desvestir a un santo para vestir a otro» o señalan la existencia de institutos que podrían ser rebautizados como Lola Flores sin generar polémica. E incluso hay quien propone dar el nombre de Lola Flores al Teatro Villamarta, para homenajear al “Mundo del Flamenco”. Como si la cantante en cuestión no tuviera ya avenidas, glorietas, estatuas y placas de mármol en su tierra natal que aseguran su recuerdo unos cuantos siglos más. Y en cuanto a santos a los que vestir para rendir homenaje al cante gitano-andaluz en una de sus cunas, Jerez, sobran muchas figuras desnudas con más y mejores méritos que Lola Flores –cuya pertenencia al ámbito flamenco es discutible– para homenajear una expresión artística que intelectuales y escritores como Fernando Quiñones se encargaron de dignificar, sacar de sus catacumbas y rescatar de su trivialización por las manipulaciones del Poder.
Hay razones para no transigir y dejar de lado las posturas conciliatorias. Me remito al respecto a una cita del propio Fernando Quiñones, extraída del epílogo que con el título de «Otro sambenito andaluz» cierra la primera edición de Las mil y una noches de Hortensia Romero: «La del lenguaje es, pues, una forma de marginación como otra cualquiera, ejercida muchas veces desde una inocente actitud de simpatía pero, en el fondo, no exenta de ciertos desdén o incomprensión subconscientes, aunque ambos no se basen más que en anteponer la dichosa ‘sal’ al drama amargo de mi tierra, plagada de problemas y expolios de toda índole, a los que afronta hoy como mejor puede y le dejan. Ya sin sombra de Miguel Ligero, Lola Flores o el ocurrente y lamentable ‘Bizco Pardal’, institucionalizados y falsos dioses de ‘la grasia’ andaluza. Que, además, es otra cosa, y que tampoco tiene por qué faltar.»
Después de todo esto, solo me queda añadir que la obra de Quiñones no pierde ni gana con un instituto de menos o de más a su nombre, y que tiene el tiempo y la posteridad a su favor.