Perros de noviembre. Olga Bernad. Isla de Siltolá. Sevilla, 2016. 83 pp.
“No hay nada más. El reino de la lluvia”. Los mejores poemas de Olga Bernad se iluminan de esta clase de asociaciones súbitas, no siempre sorpresivas, aunque sí dictadas por una especie de iluminadora inevitabilidad poética. Otras veces, la sacudida al lector proviene de un toque humorístico o sutilmente caricaturesco –“una plaza llena / de músicos rotundos y cobardes / (tan rectos, jesuíticos, soberbios”)– o de un súbito quiebro conversacional: “Perdona / que no tenga esta tarde nada menos / que más ganas de ti”. El caso es que la dicción de esta poeta de verbo abundante y generoso se ha ido llenando con el tiempo –aunque siempre estuvieron ahí– de delicados matices y palpables aciertos. Y que su voz se traduce en un caudaloso discurso en el que cabe la reflexión desengañada, el amor y el desamor, la ironía y autoironía y una apasionada búsqueda del esclarecimiento, dirigida especialmente contra los trampantojos de la sentimentalidad heredada o amoldada a las convenciones, a veces puesta en cuestión en una discusión abierta en la que el innominado interlocutor y confidente no siempre sale airoso: “Creo que pienso en ti. Pero quién sabe”.
Las formas del regreso (2005-2007). Juan Lamillar. Prensas de la Universidad de Zaragoza. Zaragoza, 2015. 65 pp.
Ha ordenado Juan Lamillar (Sevilla, 1957) los poemas que componen este libro con el rigor de un archivero: los dedicados a la luz, los que hablan de la música, los que se basan en el designio de describir una forma visual, los dedicados al cuerpo… Es una manera de reafirmarse en sus querencias más fieles: una visualidad a medio camino entre el despojamiento ascético y la limpieza de líneas de un cuadro postcubista, un sutil trasvase de las aspiraciones de la poesía a las posibilidades del lenguaje musical (“un idioma feliz que desconozco”), un exaltado canto al “milagro concertado” de la unión carnal y, como telón de fondo, una severa reflexión sobre la transitoriedad de la vida y el sentido del tiempo: “En el instante que pasa / y que aspira a no pasar, / ¿qué último vuelco de sombra / dibuja la soledad?”. La poesía de Lamillar desdeña el adorno gratuito y el alarde de ingenio –salvo cuando resulta pertinente: véanse esas “portadoras de cheques de alegría” que comparecen en el soneto dedicado a las “Adas audaces”– en beneficio de esa modalidad del arrebato poético que se expresa mejor en la contención que en el exceso verbal, y cuya tradición se remonta al mejor barroco sevillano, del que este sobrio poeta es el mejor heredero contemporáneo.
Noviembre. Ángel Mendoza. Ediciones Complutense, UCM. Madrid, 2016. 46 pp.
Estructurado como un diario o calendario que incluye treinta poemas fechados en cada uno de los días del mes otoñal por excelencia, este Noviembre se presenta como una nueva entrega de una trayectoria poética que, sin grandes estridencias ni sorpresas, ha logrado afianzar una voz inconfundible y romper una lanza a favor del incomprensiblemente obliterado principio de que un poeta ha de conocer su oficio y demostrar su competencia técnica, además de plegarse a las exigencias de ese otro elemento impersonal o suprapersonal que busca hacerse oír a través de las voces de unos pocos elegidos. Mendoza (El Puerto de Santa María, 1969) lo mismo domina la asonancia asordinada del romancillo heptasilábico que el rigor del serventesio o el afán de precisión del soneto, pero utiliza esta maestría técnica, no tanto para deslumbrar, como para ahondar en lo que parece su campo preferente de interés: la intimidad familiar, la felicidad lograda en las pequeñas cosas, una prudente sensibilidad –sin mixticaciones– ante el milagro de la vida renovada y, sobre todo, una soterrada melancolía ante las pérdidas y renuncias implícitas en la opción vital libremente elegida, la que, con el tiempo, convierte al sujeto poético en “alguien (…) / más capaz de explicarse algo de todo esto, / más fuerte y más curtido por la edad, / más cerca de entender que no será feliz”.
Unos días de invierno. Antonio Moreno. Renacimiento. Sevilla, 2016. 75 pp.
“Palabras que, a decir verdad, aunque estén anotadas, no han sido escritas”: así se refiere Antonio Moreno (Alicante, 1964) a esta colección de haikus –“así lo(s) llamaremos”, apostilla– surgida en un periodo que el poeta percibe más bien como de sequía. Más que poemas, pues, estas piezas son “una toma de contacto con lo concreto”; una destilación, diríamos, de ese silencio meditativo en el que se gesta la creación poética, y que no puede encarnarse en otra cosa que en palabras, las menos posibles, las esenciales, porque lo que importa es cuanto queda sutilmente delimitado por ese ejercicio mínimo de expresión. No es nuevo en Antonio Moreno este modo de encarar el acto poético: quien dio a la imprenta en 2013 una singular antología de la poesía contemporánea titulada Vida callada no puede por menos que presentársenos como un poeta más interesado en la reverberación de la palabra en el silencio que en la verbosidad descriptiva o argumentativa. Dicho esto, sus haikus van más allá del esquema tradicional japonés –aunque también; véase éste: “Turbada noche / de hospital. Al salir, / unos gorriones”– para extenderse a lo pura anotación de un hecho cotidiano (“Dos hombres hablan / sobre Dios mientras podan / unos granados”) y llegar incluso a la pirueta verbal (“Hablo de un pájaro / y un pino y es más bien / un pinopájaro”). Y en todos resplandece el don de la gracia, que es el alma del poema.
Destilaciones. Juan Peña. Pre-Textos. Valencia, 2016. 113 pp.
Poco a poco, la poesía de Juan Peña (Paradas, 1961) ha ido perdiendo –o “destilando”– la herencia manuelmachadiana que le llegaba de su paisano Javier Salvago y alcanzando, como el maestro de ambos, un acendramiento en la hondura que viene a ser el exacto reverso de la superficialidad sólo aparente del autor de El mal poema; cuyo eco, sin embargo, encontramos todavía en versos como éstos: “Hay algo grato en estar triste, / como si la indolencia / fuese una costumbre / que adopta la tristeza”. Otras tonalidades han aparecido en la obra de Juan Peña; entre ellas, una curiosa nota cosmopolita (Italia, Portugal, Marruecos), novedosa en este poeta que, como tantas otras voces de la poesía andaluza, hasta ahora había preferido constreñirse a los contornos de un “universo de pueblo”, también muy presente en este poemario (véase “Las tareas del campo”, por ejemplo). Pero lo que verdaderamente distingue el decir maduro de Juan Peña es su nota moral y contemplativa, que se traduce en excelente poesía cuando, como sucede en “Jardines de los Reales Alcázares”, la pulsión de glosar o apostillar cede el lugar al gozo del nombrar: “En el aire, la luz, / sus colores, su vuelo, su tibieza. / La caricia invisible cuando cruzas el aire”. / La intangible delicia de un aroma”.
La fruta de los mudos. José Luis Rey. XXXVII Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla. Visor Libros. Madrid, 2016. 184 pp.
La poesía de José Luis Rey (Puente Genil, Córdoba, 1974) se basa en la feliz profusión, en la imaginación y en una suerte de gozoso culturalismo convertido en juego. Sus poemas son largos, sinuosos y abundantes en sorpresas verbales y conceptuales. Y la impresión que dejan es la de cantar una especie de cotidianidad trascendida, donde la propia biografía –o la biografía impersonal del yo poético– puede quedar diluida en un largo poema de aliento épico dedicado nada menos que a la Hansa, por ejemplo; o donde una evocación de la familia puede empezar de este modo: “Mis tías, las nubes, / cotillas y católicas, cuchichean desnudas. / Y el mar, mi padre, ronca en el verano / de la gracia amarilla”. El resultado es una visión amable de una cotidianidad redimida por la imaginación, en la que las rutinas del vivir se abren a la evocación de realidades lejanas que, a su vez, saben replegarse a tiempo al ámbito de lo inmediato trascendido, en una técnica que evoca a veces la agilidad asociativa de los cuentos infantiles (“Cuando uno de nosotros muere / lo guardamos en una caja de cerillas / o lo envolvemos en una hoja de chopo / ancha como su amor”, dice en “Canto de los liliputienses”) o un libérrimo fantaseo de raigambre surrealista (“Las francesas vivían desnudas en las nubes. / Se acariciaban, se amaban unas a otras, sus casas / se abrían en hilera justo al pie de los santos. / Lencería del clima: se quitan lentamente / las medias al llover”. Agradece el lector la impresión de frescura y originalidad, así como el buen pulso del poeta a la hora de sujetar su vuelo imaginativo y hacerlo regresar siempre a un campo de evocación sentimental reconocible y cercano. En ello se atiene a la lección de otros grandes poetas andaluces, desde el barroco Pedro Espinosa, autor de la “Fábula del Genil”, al imprescindible Pablo García Baena.
El bosque sin regreso. Antonio Rivero Taravillo. La isla de Siltolá. Sevilla, 2016. 80 pp.
“Uno ha escrito mucho, confesión que, bien mirado, equivale a reconocer la perpetuación de un error”, apostilla Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963) a esta última entrega poética. Nosotros no diríamos tanto, aunque sí constatamos que sus libros de poesía se publican a razón de uno por año y se dejan leer, por tanto, como una especie de diario poético de su autor, que refleja en ellos sus lecturas, sus muchos viajes, sus pesquisas eruditas y un soterrado hilo de intimidad. Cualquier motivo es bueno para dar pie a un poema: desde la sospecha de la ineficacia del servicio de correos (“Si ese libro no te llega / dejaré la Oficina de Correos como la de Pascua de 1916 en Dublín”) a la falta de cobertura en el teléfono móvil (“En esta zona no hay cobertura 3G / y de vez en cuando se interrumpe la conexión de datos”). Y lo que el poeta logra con este ejercicio de asiduidad es transmitir la idea de una conciencia poética alerta, que no discrimina entre lo literariamente prestigiado y lo aparentemente refractario a la poesía, y que encuentra su mejor expresión en las acuñaciones más breves y personales: “Este poema no contiene nombres de ciudades / ni títulos de cantos que me enhebren las lágrimas. / En él estamos solos, apoyados / uno en el otro, tú y yo. / Y nada más: / desnudos en la oscuridad, / todos los valles, todas las baladas”.