‘Jugar con fuego. Poesía y crítica (1975-1981)’. Introducción de Pablo Núñez. Epílogo de José Luis García Martín. Ediciones Ulises, col. Facsímiles. Sevilla, 2016. 801 pp.
A quienes han seguido la evolución de la poesía española desde los años de la transición a la democracia hasta la actualidad no les será indiferente volver a tener entre las manos la colección completa de Jugar con fuego, la revista que el crítico, diarista, poeta y profesor José Luis García Martín editó, dirigió y escribió casi en su totalidad entre 1975 y 1981 y que ahora Ediciones Ulises recupera en edición facsímil. Aquella revista, en efecto, tenía mucho de empeño personal y de apuesta literaria sostenida desde una visión de la poesía que se adelantó en dos lustros a la que habría de imponerse en el panorama literario español durante el cuarto de siglo siguiente. Era también, no hay que olvidarlo, una iniciativa periférica: se publicada en Avilés, lejos de cualquier centro de poder literario o editorial.
Manejar espacios de tiempo tan exiguos puede resultar chocante para los habituados a enmarcar la historia de la literatura en los grandes periodos sucesivos y perfectamente delimitados de los que suelen ocuparse los manuales. Pero la realidad no siempre se ajusta a esas etiquetas simplificadoras. Y el caso fue que, durante los escasos años en que Jugar con fuego planteó su particular apuesta estética, no estaba muy claro qué propuestas habían de disputar la posición de prestigio editorial y crítico que ocupaban los novísimos, el influyente grupo de poetas aupados por la decisiva antología que José María Castellets publicó en 1970. Cuando, en el número XI de Jugar con fuego, García Martín comparecía en las páginas del diario de su heterónimo Alfonso Sanz Echeverría para narrar la fantástica gestación de otro posible heterónimo suyo, Víctor Botas, que luego resultó ser un poeta realmente existente, el retrato anticipado que hizo de su proyectado autor venía a ser una meticulosa descripción del tipo de poeta que habría que oponer al que representaban los novísimos: provinciano, en oposición al cosmopolitismo de aquellos y a su apabullante presencia en los centros de decisión literaria; conservador, tanto en lo político –lo que tenía mucho de boutade, en una época en la que era poco menos que inconcebible que un intelectual de prestigio defendiera ideas de ese signo– como en lo estético –lo que sí suponía una toma de postura frente a los coqueteos novísimos con la experimentación neovanguardista–. Frente a tanto poeta “erudito y profesor”, el prototipo diseñado por García Martín había de detestar la teoría literaria. Y frente a cierto preciosismo de raigambre neomodernista, también entonces en boga, el nuevo poeta habría aprendido de Borges el recurso al prosaísmo y al habla coloquial.
Como la “Filosofía de la composición” en la que Poe quiso imaginar retrospectivamente la creación de su poema “El cuervo” como resultado de un riguroso proceso deductivo, la narración apócrifa que García Martín quiso poner en la pluma de su heterónimo era un modo de argumentar la necesidad de oponer a la ya agotada poesía de los autores entonces en el candelero un nuevo tipo de poesía que también anticipaban, desde la misma revista, los poemas que publicaban el propio García Martín y sus heterónimos, amén de un selecto grupo de escritores realmente existentes invitados a participar en aquella peculiar aventura: desde los andaluces Francisco Bejarano, Abelardo Linares y Fernando Ortiz, a algunos poetas del 50 que habrían de erigirse en referentes de las nuevas generaciones, tales como Francisco Brines o Ángel González, más algún atípico novísimo percibido como afín, como fue el caso de Antonio Colinas. Se da el caso de que, de algunos de estos poetas, de quienes se reseñan libros y se publica algún poema representativo, se incluyeron también textos apócrifos redactados por el propio García Martín.
Esta valiente apuesta estética, naturalmente, no hubiera pasado de ser una declaración de intenciones si no se hubiese sustentado en estrategias sólidas y convincentes. El experimentalismo lúdico, pero cargado de intención, que caracterizaba a la revista, con su constante recurso a la heteronimia y a la escritura apócrifa, era una de ellas, y quizá la que habría de ser más imitada en años posteriores: ahí están, para probarlo, la irreverente figura del poeta y crítico Vicente Corbi, que hizo de las suyas en las revistas Fin de Siglo y Renacimiento, o el temible “profesor” Nativo da Tívoli, que tuvo su tribuna en el suplemento literario Citas, que dirigían los jerezanos Juan Bonilla y José Mateos. Pero no menos importante fue la decidida apuesta de García Martín, en aparente contraste con la faceta más lúdica de su criatura, por la crítica rigurosa y desprejuiciada, aunque también confiada a heterónimos que incluso se permitían discrepar entre sí o comparecer ante los lectores en animada tertulia ante un presunto magnetófono.
Esta clase de bromas fueron la peculiar puesta en escena de la que se valió García Martín para llevar a cabo una rigurosa tentativa de reivindicar a autores poco menos que ignorados hasta entonces –el excelente poeta Ricardo Defarges, por ejemplo– o cuya posición en las escalas de apreciación iba a experimentar una revisión al alza: caso, por ejemplo, del ya mencionado Francisco Brines. Uno y otro, por cierto –junto con Carlos Sahagún y María Victoria Atencia, también reseñados en la revista–, constituyen sendos ejemplos del cambio de percepción que había de afectar a la Generación del 50 en su conjunto, considerada ahora como un necesario precedente de la poesía joven que empezaba a aflorar por entonces y a la que el imaginario equipo de críticos inventado por García Martín también dedicará certeras reseñas, que anticipan la decisiva apuesta que el crítico hizo por algunos de sus cultivadores en su antología Las voces y los ecos (1980).
Tal fue el notable logro de una revista modesta, de muy escasa tirada y publicada sin ningún tipo de apoyo oficial desde una ciudad de provincias. Su relectura hoy sigue siendo pertinente: aúna un atractivo aire de época –véase el afán de franqueza sexual que parece presidir las páginas de algunos de los diarios apócrifos en ella publicados– con un absoluto tino crítico; y ejemplifica como ninguna otra la posibilidad de jugar fuerte, literalmente “con fuego”, en el resbaladizo terreno de la crítica literaria comprometida, y hacerlo desde la amenidad, la imaginativa variedad de formatos e incluso el humor. El empeño no cayó en saco roto: puede decirse que el cambio que experimentó la poesía española en los lustros siguientes tuvo un claro precedente en esta modesta publicación avilesina. Y lo verdaderamente sorprendente es que, a estas alturas y en unas circunstancias sociológicas que parecen más propicias que las de entonces a la irreverencia y la crítica desprejuiciada, nadie haya recogido su testigo.