Tres iglesias apocalípticas y la otra ciudad

Yalı unlu mamülleri es una cadena de panaderías turcas. Amasan los panes, los dulces o las tartas a la vista del público, y funcionan también como cafetería. Desayunamos en la que se encuentra en Karantina. Andábamos —ya avanzada la segunda semana de nuestra estancia en Izmir— en busca de ruinas, esos vestigios de glorias remotas que tanto han atraído a las artes, a la literatura romántica, y al común de los humanos. Entre cafés y boyoz (un panecillo de origen sefardí, muy popular en Esmirna) leemos en algún folleto: “En el Libro de la Revelación, último del Nuevo Testamento, San Juan menciona las siete iglesias del Apocalipsis, en referencia a las agrupaciones de cristianos que vivían en cada ciudad”.

Todas se situaban en la actual Anatolia. Tres de ellas son Izmir, Éfeso y Pérgamo.

La estación de trenes desde donde partimos a Éfeso se encuentra en Basmane. Un rápido vistazo a este barrio deja entrever que en poco se parece a lo que ya hemos visto de Esmirna. Lo visitaremos, más adelante, con mayor detenimiento. El tren, tras un recorrido de hora y media, nos deja en Selçuk, una pequeña y agradable localidad que vive, eso nos parece, del turismo que genera la cercanía de Éfeso, a unos tres kilómetros.

Nada más poner pie en tierra saqué la cámara e hice una foto a un campesino que vendía unos imponentes melones. El señor se levantó y vino hacia mí. Cuando me temía lo peor —había leído días antes un artículo acerca de los peligros de la fotografía callejera— el caballero nos ofreció risueño un par de trozos de melón, sabrosísimos. Se negó en redondo a las liras turcas que, algo azorados, le quisimos dar.

Éfeso.

A Éfeso fuimos en taxi. Mientras discutía con el taxista —con gestos, cada uno en su idioma, algún vocablo en inglés—, pues se empeñaba en llevarnos a la casa de la Virgen María, cuando nosotros queríamos que nos dejase en la entrada superior de las ruinas, avistamos un control militar —tres soldados pertrechados con AK-47— en la carretera. Dejé de respirar al cerciorarme de que había olvidado el pasaporte. Por suerte, nos ignoraron ampliamente.

Entrar por la zona de arriba te permite realizar la visita cuesta abajo. No es cuestión baladí. La pendiente es continuada, no hay apenas sombra, el calor es sofocante y el recorrido alcanza los seis kilómetros. Los abanderados asiáticos, con sus parasoles, comandan la variopinta masa de turistas llegados en crucero desde el mar Egeo. Al avanzar por las calzadas de mármol de los restos de esta ciudad, puedes hacerte una idea de su esplendor original. Y entre los templos, las murallas, las casas-terraza, las letrinas, la casa que acaso fue burdel, los turistas y las cuadrillas de arqueólogos —que siguen excavando— dormitan sus verdaderos habitantes actuales: los gatos de Éfeso.

Éfeso fue la ciudad más poblada de Anatolia —leemos en un panel de información— en tiempos del Imperio Romano, y por sus calles pasearon Cleopatra y Marco Antonio, y vino a morir la Virgen María. Posee lugares muy bien conservados, como el Teatro, las calzadas, y otros reconstruidos, como la bellísima fachada de la Biblioteca de Celso, el Ágora o las fuentes.

Gato de Éfeso,

Tardamos cerca de dos horas en recorrer este gigantesco museo al aire libre, así que, tras regresar a Selçuk, sobre las seis de la tarde, comimos en Selo’nun yeri, un local de comida rápida turca. Kaşarlı, un sándwich de queso, y Dürüm köfte, carne picada envuelta en pan plano (lavash).

Otra de las siete iglesias del apocalipsis, Pérgamo, nos resultaría una experiencia radicalmente diferente, comenzando por el detalle de que la visitamos un día en que no estaba en nuestros planes hacerlo. La idea primera era cruzar la bahía sobre el Egeo en un ferry, conocer la Esmirna de enfrente y pasar allí la jornada. Arribamos a Karsiyaka. Nos pareció más de lo mismo. Decidimos entonces hacer algo que nos encanta: montarnos en un metro y bajar en la última estación. Una hora después llegamos a Aliaga.

Al salir de la estación de metro, veo asombrado a N. señalar y clamar hacia un autobús que estaba a punto de partir. El 835. Corrimos hacia él y lo pillamos casi en marcha. En algún lugar —nos dijimos— ha de estar escrito nuestro destino, al menos el de hoy. Otra hora después llegamos a la ciudad construida sobre lo que fue parte de la antigua Pérgamo: Bergama. Una urbe de unos cincuenta mil habitantes que nos pareció moderna y tradicional a un tiempo. Como eran cerca de las tres decidimos comer antes de dirigirnos a las ruinas. Lo hicimos en Ozman, un auténtico bar de barrio, con exquisita comida turca. kıymalı kaşarlı, pide (la alargada pizza turca) de carne y queso, y Karışık pide, con carne y huevo. Kelle paça, una sopa de carne de vaca, con yogurt, ajo y yema de huevo. Aunque entra regular por los ojos, resulta espectacular.

Tras tomar un té preguntamos al camarero por la Acrópolis. Şurada, nos respondió, señalando en una dirección. Le hicimos caso. Hay otras ruinas en Bergama —la Basílica Roja, el puente de Pérgamo, y Asclepeion— pero nosotros, o nuestro destino ya escrito, a saber, habíamos tomado una decisión. Nadie más parecía saber por allí dónde queda la Acrópolis. Finalmente, interpelamos a un taxista. Al instante ascendíamos en el auto por una sinuosa carretera hacia la colina. El lugar es fascinante. Estamos —casi— solos en las alturas. Aquí no alcanzan los cruceros. Las vistas desde los restos del Ágora —de Bergama, del valle, del lago, de las tierras donde se cultiva el tabaco, el algodón, o la aceituna— son espectaculares. Paseamos absortos por la naturaleza, las ruinas, los ecos y espectros de siglos remotos. Ciudad productora por excelencia del pergamino, al que dio su nombre, Pérgamo tuvo la segunda Biblioteca en importancia tras la de Alejandría.  El Anfiteatro, con capacidad para 10.000 espectadores, es el más inclinado del mundo. Da canguelo asomarse. Vimos a un equipo grabar un vídeo a una orquesta de cámara, entre columnas corintias. El altar de Zeus fue enviado en 1888 por el sultán Abdul Hamid II a Berlín. Hoy se puede ver, reconstruido, en el Museo de Pérgamo, el más afamado de la capital alemana. Curiosamente, cuando hace años estuvimos en la isla de los museos de Berlín, estaba en obras y no pudimos visitarlo. Cosas del destino.

Acrópolis Pérgamo.

Descendemos en teleférico, mecidos por el viento. Caminamos por las afueras de Bergama. Casas antiguas, encantadoras, de colores. Algunas abandonadas, al borde mismo de la ruina. Gallinas, perros, gatos, fábricas y tiendas de alfombras, y un indómito joven a caballo —exaltado su espíritu otomano ante la presencia de la cámara de fotos— nos despiden de Bergama.

El 835 nos espera.

La otra ciudad

En el monte Pagos, en Esmirna, se levantan las murallas de Kadifekale —los restos del castillo que mandara construir Alejandro Magno en el siglo IV aC.—, desde donde se puede observar la grandiosidad de Ismir. A su lado, un cementerio militar. Lápidas de mármol de soldados muy jóvenes. Banderas turcas y la imagen omnipresente de Ataturk. La guerra siempre imperante en Turquía. A los pies del castillo, un barrio toma su nombre. Nada que ver con las grandes avenidas y los modernos escaparates de Konak o Alşancak. Es otra ciudad dentro de la ciudad. La pobreza se palpa.  La dignidad también. Aquí no se ve una sola bandera turca. Ni un solo retrato de Ataturk. Descampados, casas habitadas principalmente por kurdos, niños con sus madres saliendo de la escuela. Llegamos a una pequeña explanada con un parque, junto al que se levanta Açildi Hamam, unos antiguos baños turcos recién remozados. Seguimos descendiendo. No se sabe muy bien dónde acaba Kadifekale, dónde empieza Basmane. El alma multicultural es común a ambos. Más acentuada quizás en Basmane. Migrantes sirios y árabes de diferente procedencia han buscado refugio en Izmir, uniéndose a los kurdos y a los romaníes que ya residían aquí desde los tiempos del Imperio otomano. Una maraña de calles empinadas por la ladera del monte Pagos, entre viejas casas pintadas de verde, azul o rosa, algunas en ruinas. En la estación de trenes ya comienza la ciudad de grandes avenidas, caos de tráfico y flamantes rascacielos.

Comemos en Topkapi restaurant, evocando los esplendores palaciegos del viejo Estambul. Platikan Kebab, berenjena rellena. Especial Topkapi, con pollo, cerdo, cuscús y arroz.

Encajado entre Kadifekale y Basmane, con Kemeralti (el gran bazar) a un lado y un horroroso y enorme edificio garaje a sus pies, se encuentra el Ágora de Esmirna, también iglesia del Apocalipsis, conformando una metáfora urbanística que dejaré a la personal interpretación de cada cual. No lleva mucho tiempo recorrer estas ruinas, que son los restos de la reconstrucción que hizo el emperador Marco Aurelio, junto a un cementerio otomano. Constaba de dos áreas comerciales y una basílica, que podemos visitar. La zona situada bajo los arcos del pórtico muestra la excelencia arquitectónica de los ingenieros romanos. Recorremos la zona de abajo por calles pavimentadas, junto a fuentes con un sistema de drenaje que ha perdurado hasta hoy. Los numerosos restos del centro del Ágora fueron en su día un templo de Zeus.

«La otra ciudad».

Abandonamos las ruinas sabiendo que toca decir adiós. Pero, antes de partir, de regresar de algún modo a nosotros mismos, N. se internará en los misterios y beneficios de Açildi Hamam. Tras hora y media de aguas, mármoles calientes y manoplas exfoliantes, N. aparece como nueva. La piel limpia y el alma radiante. Me cuenta que, al término de la sesión, les ha ofrecido unos dulces a las señoras del hamam, en agradecimiento a su labor y a las tonadas árabes con que la acompañan, y como despedida —ante la cómplice y musical alegría de las mujeres— les ha cantado:

Se te cayó el anillo dentro de un pozo.
Y sé que quien lo encuentre será tu novio.
Son cinco los que han ido, ninguno ha vuelto.
Por mucho que tu llores yo seré el sexto…

Chibuli, chibuli…

 

Apuntes del Cuaderno de Altamira:

En Basmane hay ciertas callejuelas repletas de hostales. Solo hostales. Uno detrás de otro. En ellos se alojan los migrantes. Esperan ser llamados por las mafias. Estas los llevarán, a través del Egeo, a la isla griega de Lesbos, al campamento de Moria que, con capacidad para tres mil personas, acoge a trece mil.

 

José Rasero Balón

Autor/a: José Rasero Balón

José Rasero Balón (Alhucemas, 1962). Soy autor de los blogs 'E la nave va!' y 'Humanos' (www.joserasero1.com) con fotografías realizadas en Holanda, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Austria, Italia, Alemania y diversas poblaciones de la geografía española. He publicado las novelas 'Laila' (1997), 'Badián no es un anís' (2012) y 'Áticos y viento' (Ediciones Mayi. 2015), así como el poemario 'Brochazos' (2001). Vivo en La Viña.

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