Intentar imitar a William Faulkner es el camino más directo a la derrota del escritor. Su literatura se sirvió, en exclusiva, para ser leída. Nada más. Créanme, sé lo que me digo. Lean pues la obra de William Faulkner. Siempre se es demasiado joven la primera vez. Y la segunda. Y la tercera. En fin.
Para el autor de Luz de agosto, sin embargo, la derrota es —dolor en Hollywood, el pan para Rowan Oak— gasolina que prender con la chispa que surge al componer la última palabra de cada nueva obra.
Al modo de Coppola —preguntado y respondiendo sobre su Apocalypse now algo después—, Faulkner no escribió una historia del sur: escribió el sur. Es un concepto: el cosmos (perdón) faulkneriano —su Jefferson, su Yoknapatawpha— es total en cada una de sus ficciones de forma independiente y es engranaje de un único proyecto creativo. Se podría decir que el esquema es bien sencillo (perdón de nuevo: ¡y un carajo!), porque siempre es el mismo. El arco/mundo en el que se mueven sus personajes sigue el curso sinuoso del Mississippi, tan sujeto al imperio de la naturaleza, impredecible.
Hablamos de un hombre que, como escritor, apenas vendía unos tres mil ejemplares de promedio y que se hizo con el Nobel de literatura en 1949, el Pulitzer en 1955 y el Natinonal Book Award de forma póstuma con la publicación de sus cuentos completos. Hoy tan siquiera sería publicado.
De todos los maestros a los que un aspirante se presenta (no así para el hedonismo lector), el más duro es William Faulkner. Porque te lo enseña todo, desde El ruido y la furia pasando por ¡Absalom, Absalom! (¡Ay!) hasta Desciende Moises. Y aunque se antoje difícil encontrar ficción más rica —en todos los aspectos de la artesanía narrativa, lean a Faulkner (again)— su literatura es preñez, tan solo, de lo visto y vivido: siempre el sur. Desparrama una obra que, en esencia y por definición, es localista; que se vuelve universal: clava el jalón que delimita su paso literario en la Historia en un antes y un después. Faulkner es, en justicia, un clásico (sin él ni García Márquez o Rulfo, por decir, lucirían lomos en anaqueles).
Al registrarse en el hotel de Oslo con motivo del más grande de los premios, y preguntado por su profesión en la recepción, William Cuthbert Faulkner declaró ser granjero. Mentía y no. Pero decía la verdad. Porque ese es el oficio.