El pasado jueves se conocía la tapa ganadora del Concurso Nacional de Pinchos y Tapas Ciudad de Valladolid, una cita que, desde hace doce ediciones, le devuelve la condición que tuvo de capital de las Españas, durante cinco densos años de nuestro más glorioso Siglo de Oro. Si aquel traslado de la Corte tuvo mucho de especulación inmobiliaria, éste moderno traslado de la atención gastronómica nacional, que incluye el desplazamiento de lo más granado de la crítica palaciega, es más inocuo. Aquí se juega un doble torneo, entre participantes y entre maneras de entender la cocina que, en lo que también tiene de teatro, no deja de ser una representación de vitalidades. Si el habitual pincho vasco es contundente, alimenticio y de tan buenos ingredientes como resolución amable; el pincho pucelano es astuto, ocurrente, engañoso, recreativo. Diría que la tópica sobriedad castellana, tan cierta como imprecisa, se les escurre por sus pinchos. No los he conocido más juguetones, más chistosos, más trampantojos.
El Concurso, cada año, acoge a los peregrinos de todas las cocinas nacionales que creen que una tapa, un pincho, debe empezar siendo un misterio. Este año ganó Placer Otoñal, traída por el Restaurante Atrio, de Cáceres. Si ven la foto, les costará encontrar lo comestible, escondido entre hojarasca, ramas con líquenes y piedra. Si reconocen en ese paisaje una seta, deben dar por seguro que no es una seta sino un pan bao esculpido como una seta y relleno de un guiso de shitake. Quizás sea innecesario recordar que cuando vamos a comer fuera, no queremos solo disfrutar comiendo sino ganarnos un goce inolvidable. Así que si el segundo premio ha sido un Las Magras con tomate rosa me vuelven loco, del Restaurante Vidocq, de Formigal (Huesca), no esperen el recio guiso maño sino un airbag de pan sin miga, relleno de tomate rosa cultivado por el propio local con un toque de salsa coreana kimchi, y unas magras de jamón de Teruel por encima. El plato, en este juego de evocaciones, se nombra con la estrofa de una canción del grupo aragonés Ixo Rai, al que también le vuelven locos las magras con tomate rosa.
En Valladolid más que una mesa volante diría que tengo mesa fija. Alrededor de la plaza Mayor, hay una interesantísima ruta. En el muy premiado Los Zagales, en la calle Pasión, se puede probar un Tigretostón, que ya en su envoltrorio recuerda a los tigretones de los ochenta: una capa de pan negro enrollada para envolver capas de tostón asado de cochinillo, morcilla, cebolla roja confitada y crema de queso. Allí también, la Breadbag o bolsa del pan, un minibocadillo de calamares en una bolsa comestible de obulato, una oblea japonesa de almidón de patata. Más tradicional, el McChurro, una hamburguesa de lechazo. En La Garrocha, calle Zuñiga, un Crujiente de manitas de cerdo con salsa de higos.
En la espectacular barra del Zamora, en la calle Correos, se puede escoger entre un Pastel de salmón, pulpo, piña y alioli napado con tres quesos, un Hojaldrito relleno de lechazo con crema de almendras o una Alita de pato hojaldrada con queso, boletos y salsa de frutos del bosque. Incluso, ya fuera del formato pincho pero en tamaño tapa, un soberbio Tostón laqueado en volcán de risotto ibérico o, en clásico, un arroz a la zamorana. Tradicional también, en esa misma calle, los pinchos de crujiente de pollo, en La Mina.
Mi mayor debilidad es el Jero, también en la calle Correos, un local siempre atiborrado que sirven tablas surtidas para los que hacemos de la indecisión un rasgo de carácter. Las combinaciones son explosivas: Cabra Dos, con jijas de chorizo, queso de cabra y toffe; Zapatero, con gelatina de sidra, gambas y ventrisca; Misión Imposible, de bacalao con boletos; Portal, cecina de León con un majado de hongos; Matrix, de higos con queso y anchoas; Campesino, morcilla de Cigales con manzana asada; Messi, aguacate con curry y ventresca; o, en fin, la creación de ese genio al que se le ocurrió el Yogurín, mezclando yogur con escabeche de atún y frutas ácidas como frambuesas y arándanos.