Un trozo de ácido nucleico rodeado de malas noticias

De tal modo clavó Peter Medawar (inmunólogo y Premio Nobel de Medicina en 1960) la definición de virus, ese bicho que, invisible a nuestra mirada e incluso a los microscopios convencionales, marca el devenir de estos días confusos y alucinados.

No seguiré por este camino, no teman. Aún no me ha alcanzado la tan extendida toxina que te torna experto virólogo, epidemiólogo de postín o perito avanzado en calamidades varias en un abrir y cerrar de balcones. Permanezco en mi inopia habitual.

Somos dos en casa. Salimos lo justo, nos turnamos. Compramos razonablemente. Cumplimos las normas sanitarias. No hacemos —por ahora, segunda semana de confinamiento— extravagancias. Damos caceroladas a sus majestades. Siempre hemos votado a los defensores de lo público. Aplaudimos con emoción a las ocho. Intentamos —es difícil, el bulo, otro venenoso virus, campa a sus anchas— estar adecuadamente informados de qué diablos está pasando. Somos —por convencimiento— buenos, correctos —se intenta— ciudadanos.

La cueva, con sus achaques, es amplia, acogedora. No nos quejamos. A N. se le ha descuajaringado la vida. Ha tenido que cerrar el negocio que heredó de su padre y en el que se embarcó junto a su hermana y su madre. Pero es fuerte. Somos dos. En realidad, somos mucho más que dos. La familia, los amigos, aun en la distancia, son energía vital. Yo ando más acostumbrado a permanecer en la cueva. Pero tengo la mente como acartonada. Observo los sucesos y creo hallarme inmerso en un inquietante relato de Raymond Carver.

La semántica y las palabras. El lenguaje militar se expande turbadoramente a través de los discursos. Estado de alarma. Economía de guerra. Todos somos soldados. Disciplina. Espíritu de servicio. Moral de victoria. Las sospechas, claro, las tentaciones autoritarias, al igual que las ideas conspiranoicas, se abren paso en nuestros alborotados pensamientos. Nada sucede al azar, todo está conectado, me susurra una vocecita mientras frío un par de huevos o me miro al espejo y me da por martirizarme con Kurtz, con el horror, con El corazón de las tinieblas o con su versión cinematográfica…

Tampoco seguiré por ahí.

Hay que disciplinar la mente, me dicto. No dejarse llevar por las proclamas, la propaganda y las falsedades del enemigo. Elevar la moral. Esta guerra la vamos a ganar.

Mierda.

(La jerga castrense —compruebo— se contagia también a la delirante velocidad del maldito brote).

Pero, en fin, yo, en realidad, más que del confinamiento, quería hablarles de una salida. Y de una mirada.

Durante el camino —no era la primera salida, sí la más extensa— hacia la Plaza, imbuido por la irrealidad de los guantes azules, de la calle cuasi desierta, de las mascarillas con que me cruzaba, recordé algo que había soñado. Viajaba en un vagón. Una chica va leyendo un libro, cerca de mí; la gente se aprieta alrededor de nosotros y se me pasa mi parada. Estoy de pie, junto a un señor calvo. Soy alto, moreno, con barba, una imagen que representa mi pasado. En la próxima estación me bajaré y justo entonces ella levantará la vista del libro. Le declaro con la mirada, desde el andén: Te cederé mis poderes, serás tú quien escriba esto.

En los callejones —ya se difuminó el sueño— un grupo de sintecho espera migajas de favor, como ajenos a la catástrofe, sumidos en la suya propia. El Mercado de Abastos tiene un aspecto menos desolador del que esperaba. Se respira algo de vida. Saludo a un amigo, de lejos, sorprendidos ambos, como si nos encontráramos perdidos en una fantasía ajena o en una pesadilla compartida.

Compro gallo y chocos, pan, tabaco. Me detengo ante un puesto de frutas sin clientela. Mientras el señor me sirve los productos que le voy indicando, veo a un grupo de cuatro que obvia todas las normas que el resto hemos acogido como necesarias e indispensables. Y recuerdo lo que le leí a Manuel Vicent en El País el pasado domingo: “En el barco de la isla del tesoro al tripulante que sembraba el desánimo en medio de la tempestad se le arrojaba al agua.”.

Dan ganas…

Al pagar al frutero, le invito a que se quede con el cambio. Él me comenta, con una sonrisa, que coja el ticket, no vaya a ser que me pare la policía. Veo entonces sus ojos iluminados tras la mascarilla. Y esa mirada, os aseguro, cálida, curtida, veterana, esa mirada, en ese instante, lo es todo.

Todo cuadra, me digo con cándida alegría.

Te cederé mis poderes, serás tú quien escriba esto.

Recargado de optimismo —toda una panoplia en sí mismo para el combate—, una bolsa en cada mano, regreso a la cueva, a N., al encierro, preparado para lidiar con las malas noticias que rodean al trocito de ácido nucleico.

Me pongo a escribir esto.

José Rasero Balón

Autor/a: José Rasero Balón

José Rasero Balón (Alhucemas, 1962). Soy autor de los blogs 'E la nave va!' y 'Humanos' (www.joserasero1.com) con fotografías realizadas en Holanda, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Austria, Italia, Alemania y diversas poblaciones de la geografía española. He publicado las novelas 'Laila' (1997), 'Badián no es un anís' (2012) y 'Áticos y viento' (Ediciones Mayi. 2015), así como el poemario 'Brochazos' (2001). Vivo en La Viña.

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