El poeta encerrado

Al poeta encerrado le cuesta cantar la primavera, sin apenas vislumbrarla, sin poder nombrarla saliendo a su encuentro. Al alfeizar de su ventana ha llegado un pájaro extraño, misterioso, con la primavera dispuesta bellamente en las alas. El poeta le ha susurrado el primer verso de un poema inconcluso, un alejandrino encerrado entre cuatro paredes, que quisiera tocar la flor y extasiarse con la luz. El poeta necesita pasear para pensar en poemas, necesita el rumor de la calle, la plaza murmurante, el lugar de siempre en el café de siempre.

Las musas andan también confinadas, aunque el poeta las invoca desesperadamente. El poeta convive con palabras que se han vuelto cotidianas: pandemia, exponencial, coronavirus. Escucha los partes del gobierno, le intranquiliza la televisión que lejos de calmar no hace otra cosa que aturdir con su bombardeo informativo, con su manera de contabilizar los muertos por la pandemia. Parece un parte de guerra. También al poeta le intranquiliza la estupidez de los otros, virus letal e infalible. Pasará la pandemia, pero no la estupidez. ¿Y si él mismo estuviera contagiado por la estupidez y no lo sabe?

El poeta está más solo que nunca. Ve fotos antiguas, estampas familiares de otro tiempo.  Se deja crecer la barba y su barba poblada pertenece más a Whitman que a Juan Ramón. El poeta quiere cantar, pero no puede. Está enfermo de melancolía y de hipocondría. Dialoga con los amigos poetas que siguen dialogando desde sus libros, que le cuentan versos al oído, que le invitan a conectarse por Skype para escribir versos en grupo. Al poeta lo que le encantaría es conectarse por Skype con Vicente Aleixandre, pero sabe que eso no es posible.

Ahora llueve. El pájaro que le intriga se ha marchado del alfeizar. El poeta pone un poco de jazz: Carla Bley, Andy Sheppard y Steve Swallow. El disco del día se titula Life goes on. Lo escucha mientras de una de las estanterías de su biblioteca escoge al poeta Francisco Brines. Todo poeta —piensa— es un confinado, alguien que busca desde la soledad del verso pronunciado el contacto con el mundo. El poeta tiene una necesidad imperiosa de salir a correr, pero no puede. El poeta quiere abrazar la primavera, pero no puede. El poeta lee a Brines, mientras llueve. Esto sí puede y le apacienta: “Ya todo es paz: la yedra/ desborda en el tejado/ con rumor de jardín:/ jazmínes, alas. Suben/ por el azul del cielo/ las ramas del ciprés”. Viaja hasta Elca, la casa de campo de Brines donde el verde se mezclaba con el verso prendido a la naturaleza. El sosiego, la paz, la calma, la yedra infinita son dones para protegerse del virus acechante.

El poeta convoca a sus muertos. Del pesimismo le salva ese pájaro obcecado que vuelve al alfeizar de su ventana, que le trae en nombre de todos los pájaros del mundo la primavera prometida y perdida. Sabe que ese instante fugitivo le pertenece, le devuelve ese milagro de la vida que no se detiene.

El poeta se ha vestido de gala, aunque es de torpe aliño indumentario. Descorcha una botella de vino. Invita a su musa que esta vez sí le responde y se sienta a su lado. Escribe una Oda a la primavera invisible donde sale el pájaro misterioso que fue a posarse en su alfeizar. El poeta brinda por las primaveras que vendrán. Primaveras sin pandemia en las que nombrar con la palabra todo lo habitado con los ojos.

 

Luis García Gil

Autor/a: Luis García Gil

Luis García Gil (Cádiz, 1974) une en su ya amplia obra editada la literatura, el cine y la canción de autor. Poeta y ensayista, en su obra se han cruzado Woody Allen, François Truffaut, Joan Manuel Serrat y Clint Eastwood.

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1 Comentario

  1. María Jesús Ruiz

    Muchas gracias, Luis. Abrazos virtuales y primaverales.

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