Con el triunfo de las ideas ilustradas en la Europa del siglo XVIII, surgieron nuevos espacios y prácticas para relacionarse socialmente alrededor de tertulias de carácter cultural o político. En el espacio público proliferaron los cafés, habitualmente ocupados por un público masculino, mientras que también el hogar privado de la burguesía comercial se abrió a organizar reuniones y veladas, con frecuencia a iniciativa de la anfitriona de la casa. Describe la historiadora Mª Ángeles Pérez Samper cómo eran estas tertulias, articuladas alrededor de algún agasajo gastronómico, y que sobre todo triunfaron en las tres grandes ciudades burguesas de la época: Madrid, Barcelona y Cádiz. La convivencia de hombres y mujeres en estos espacios privados, además en un momento en que se estaba produciendo un gran cambio en la forma de expresar con mayor afectividad los sentimientos erótico-amorosos, los hacía lugares propicios para el cortejo. Por supuesto contenido, vigilante de las murmuraciones y, con frecuencia, camuflado en forma de juegos un poco atrevidos.
Estas reuniones solían celebrarse alrededor del «refresco«, una especie de merienda-cena, a partir del atardecer, que en su origen solía consistir en bebidas calientes o frías, siempre presididas por un chocolate, y alimentos dulces, como signo de modernidad y prestigio. Podían improvisarse en cualquier momento con lo que cualquiera de estas grandes casas dispusiese, o bien ser fiestas perfectamente organizadas desde muchos días antes. A finales del siglo XIX aún permanecía esta costumbre social, como testifica el menú que conservó entre su colección particular el Doctor Thebussem, de un refresco dado el 2 de agosto de 1888 por María Eugenia de la Rocha y de la Fontecilla, marquesa de Angulo, en su casa palacio, derribada a mediados del siglo XX, que se situaba en el actual Paseo de Canalejas.
Comenzaba el refresco por ofrecer bebidas calientes como caldo, té, café o el imprescindible chocolate. Según cuenta Ángel Muro en El Practicón, el recetario de referencia en aquellos años, el café entonces se hacía en puchero de barro (o, según su gusto, en hervidor de hierro estañado). El café molido se echaba en el agua cuando hirviera a borbotones, se tapaba la boca del puchero con una servilleta mojada en agua fría, se dejaba tres o cuatro minutos en infusión, se cortaba el calor con algunas cucharadas de agua fría y se pasaba el café por un colador muy fino de manga de tela. Ya se conocía entonces la cafetera de hojalata de dos cuerpos pero, según Muro, “el café ennegrece mucho en la hojalata y toma un sabor acre, desagradable”. El mismo autor ironiza que en España hay “gente que también toma té algunas veces, aunque no esté enferma”. Para el chocolate caliente recomienda no rallarlo sino cortarlo en pequeños pedazos. Frente a la clásica chocolatera con molinillo recomienda hacerlo “en cacerola y con espátula”.
El refresco de la marquesa de Angulo ofrecía “emparedados variados”. Aunque con este nombre se incluyeran también pequeños bocados de fiambre entre dos panes, estaban entonces de moda los emparedados rebozados y fritos. En el mismo El Practicón encontramos que las dos únicas recetas de emparedados son de este tipo. El primero con sardinas cocidas un hervor y el emparedado rebozado en huevo. Y, en el segundo, con los panes untados con queso de Burgos, mojados en jerez seco, y rebozados con huevo, leche, azúcar y corteza rallada de limón, antes de freírlos. Se espolvoreaban en caliente con azúcar molida y se servían fríos. Entre los platos salados, el refresco incluía “pasteles calientes”, que equivaldrían a las actuales empanadas, elaboradas con la misma masa. Eran célebres los rellenos de codornices, salmón o con salsa financiera, que incluía crestas de gallo, cangrejos, setas y trufas.
Como platos dulces aquel menú presentaba “bizcochos montados”, de diferentes rellenos, y “gelatinas”. Aunque se preparaban gelatinas con manos de ternera, era más habitual usar cola de pescado para las gelatinas dulces y las de frutas. En 1867, Guillermo Moyano en El Cocinero Español y la perfecta cocinera, considerado el primer libro de cocina malagueña, da diversas gelatinas con esta cola, populares en esos años: con zumo de naranja, canela y claras batidas; con jugos exprimidos de ciruelas, de cerezas o de fresas; con trozos de albaricoque en infusión con agua hirviendo; o la blemonche o gelatina de leche, que lleva también algunas almendras amargas, cáscara de limón, canela en rama y azúcar.
Tras unas pastas y dulces, que no detalla, y tal como debía apetecer en aquel mes de agosto, el menú incluye sorbetes de vainilla, de café y de fresas, que aún se elaboraban en garapiñeras de estaño u hojalata, usando hielo y sal molida. El refresco terminaba con “café con leche helado”, de consistencia más mantecosa que los sorbetes, cuajando también con el mismo artefacto una mezcla de leche, nata y azúcar a la que, en cuanto empezara a cuajar, se le añadía café Moca bien molido, sin dejar de mover hasta que se formara el helado. En estas meriendas-cena también se consumían bebidas alcohólicas. En esta ocasión: cerveza, Burdeos, Jerez, Champagne frío, moscatel y diversos licores.