Cádiz, mayo de 2006. Pablo García Baena ha venido a la Feria del Libro a presentar Los Campos Elíseos. Todavía lúcido, ocurrente, irónico y deslenguado a sus ochenta y un años, desconcertó a los políticos que lo escoltaban al criticar, mientras hacía el preceptivo elogio de la ciudad anfitriona, un disparatado proyecto urbanístico defendido entonces por el partido al que pertenecían esos políticos: la construcción de una playa artificial –arena, sudor, ruido– al pie de la Alameda dieciochesca.
Casi dos años después (febrero de 2008), lo tengo sentado a mi lado durante la cena que siguió a una conferencia sobre los “ángeles turiferarios” de Zurbarán, que impartió en el museo provincial, donde se conservan, y de la que fui presentador. Cuando el camarero, con toda ceremonia, coloca junto al cubierto ya puesto en la mesa unos tenedores con forma de tridente y puntas lanceoladas, especiales para pinchar carne, el poeta los mira con cómico gesto de asombro y sentencia en tono zumbón: “Parecen los tenedores del demonio”.
La vida está hecha de anécdotas y son las anécdotas, muchas veces, las que nos brindan asideros para recordar a las personas que las vivieron o las contaron. También el poema que abre el ya mencionado Los campos elíseos (Pre-Textos, 2006), que fue el último libro de poesía que Pablo García Baena publicó en vida, cuenta una anécdota, en este caso una vívida estampa de vida callejera. Unos músicos –eslavos por más señas– que han estado tocando en la calle recogen ahora sus instrumentos, mientras les llega la animación y las conversaciones de una terraza cercana. De pronto, en medio de ese griterío, destaca una palabra, uno de esos vocablos que seguramente tienen su razón de ser o vienen a cuento en la conversación a la que pertenecen, pero que, oídos desde fuera, suenan extrañamente incongruentes y absurdos: “Ecbatana”. Y el poeta recoge el comentario casual de uno de los músicos al confrontar su arte con el inusitado vocablo que el azar acaba de depararle: “Tal vez sea la música, / igual a esa palabra almenada, / sólo misterio y precisión”. Precisión de la fonética, de las asociaciones históricas –esas almenas son, en la imaginación, las de la mítica ciudad guerrera así llamada– y literarias que evoca esa palabra; y misterio derivado, no tanto de lo exótico del término, como de las extrañas relaciones que se establecen entre éste y la escena callejera contemporánea en la que ha hecho su inesperada aparición. Todo un compendio, en definitiva, de las variables que García Baena suele manejar en su poesía: sonoridad, lujo, exotismo, capacidad de sugerencia; pero todo ello, siempre, al servicio de una representación fiel, significativa y relevante, de “lo que pasa en la calle”, la realidad sin disfraces.
Los tenedores del demonio, decíamos: los tremendos malentendidos que acechan siempre el buen entendimiento de la obra de un poeta verdaderamente original. Y, por supuesto, siempre independiente en sus opiniones. Viene aquí a cuento otra anécdota.
Cuando murió Pablo García Baena, en 2018, hubo quien no esperó ni tres días para publicar una desmedrada columna periodística en la que se le incluía en una especie de nómina acusatoria de poetas machistas, y todo porque unos años antes el fallecido se había permitido criticar la pertinencia literaria de la elusiva etiqueta “poesía escrita por mujeres”. La imputación estaba hecha, como saltaba a la vista, por alguien que no conocía la obra del poeta ni parecía estar al tanto del panorama literario actual y que probablemente debía sus nociones sobre una y otro a un tercero; es decir, hablaba de oídas.
Andaba uno todavía encajando la pérdida. En el caso de Pablo García Baena, no se trataba de un simple nombre conocido y admirado. Hubo, primero, la feliz coincidencia de que su rehabilitación literaria y la de sus compañeros del grupo Cántico ocurriera en los años en los que uno cimentaba sus primeras admiraciones literarias debidas a la libre elección, y no meramente derivadas de lo aprendido en la escuela o en los manuales. Los artífices de esa recuperación fueron, como es sabido, los poetas “novísimos”, y muy destacadamente Guillermo Carnero y Luis Antonio de Villena; pero quizá los receptores mejor predispuestos a acoger a los poetas recién vindicados fuéramos, como suele suceder, quienes en esa afortunada coyuntura empezábamos a forjar nuestro gusto personal.
Digo “afortunada coyuntura” y digo bien: aquella nueva sensibilidad más o menos “post-novísima” propició que, en revistas como las jerezanas Fin de Siglo y Contemporáneos, los más jóvenes compartiéramos páginas e incluso podría decirse que proyecto estético con quienes considerábamos maestros. Estaba claro que, entre la desinhibida poesía urbana, individualista y libertaria que se empezaba a hacer entonces y la que, fuera de toda norma o moda, hicieron los poetas de Cántico –una revista cordobesa que se publicó, en dos épocas, entre y 1947 y 1957– en un tiempo decididamente hostil a su designio, había una cierta afinidad y, desde luego, un claro fundamento para la simpatía y la comprensión mutuas. Lo que se tradujo en que García Baena se convirtió en una presencia relativamente asidua en esas revistas y que el poeta consintiera en publicar su primer libro en prosa, Lectivo, en la colección de libros que puso en marcha la mencionada Fin de Siglo, y en la que también se publicó otro hito del ideario estético que se estaba forjando entonces: el importantísimo libro de crítica literaria La estirpe de Bécquer de Fernando Ortiz, que también contenía sendas vindicaciones de “Cántico” –el grupo literario forjado en torno a la revista del mismo nombre– y del propio Pablo García Baena.

Los poetas Juan Bernier, Ricardo Molina y Pablo García, poetas del grupo Cántico. (Foto: Ateneo de Córdoba)
Por aquellos años, recuerdo, empezó a extenderse la costumbre, entre un creciente grupo de poetas jóvenes, de felicitarnos las navidades con un poemilla escrito expresamente para la ocasión, una especie de villancico, normalmente de carácter laico o paródico, o simplemente nostálgico y juguetón: el precedente más inmediato era, como no podía ser menos, la serie de villancicos que Pablo escribió durante años para felicitar a su amigo Vicente Núñez –otro poeta felizmente vindicado por entonces– y que publicó Hiperión en un volumen no venal que se tituló Gozos para la navidad de Vicente Núñez (1984). No recuerdo cómo llegó a mis manos ese preciado librito, que Hiperión envió como regalo de protocolo a una selecta nómina de escritores entre quienes evidentemente no me encontraba: seguramente algún amigo de más fuste literario que yo lo recibió por partida doble, del autor y de la propia editorial, y tuvo la feliz ocurrencia de regalarme el ejemplar redundante.
No era, por supuesto, lo primero que yo leía del autor. Además de Lectivo, el libro de prosa que le había editado Fin de Siglo, entre mis libros más apreciados estaba la Poesía completa que le había publicado Visor en edición de Luis Antonio de Villena y que yo leía y releía con fervor, desde los deslumbrantes poemas recientes que abrían el volumen –el tríptico Tres voces del verano, escrito con una desenvoltura que el autor había tomado del propio Villena, aunque entiendo que mejorándola y trascendiéndola–, hasta los espléndidos poemas meditativos de Antes que el tiempo acabe, el libro de 1978 que había supuesto su regreso a la poesía después de años de silencio. Vinieron luego otros libros: Fieles guirnaldas fugitivas, por ejemplo, publicado en 1990, aunque anticipado en las páginas de Fin de Siglo algunos años antes –¿reseñé yo ese libro? Creo que sí, aunque no recuerdo dónde ni encuentro copia de la reseña en cuestión–, y Los campos Elíseos, de 2006, a cuya presentación en la Feria del Libro de Cádiz ya me he referido y del que tengo mi ejemplar firmado con la letra temblorosa del poeta ya octogenario que todavía viajaba solo y disfrutaba, como tuve ocasión de comprobar, de los placeres de la buena mesa y la agradable compañía.
Hubo otros encuentros –ya me he referido a la ocasión en la que vino a Cádiz para hablar de los ángeles turiferarios de Zurbarán que guarda el museo provincial–. También algunas cartas y llamadas telefónicas, entre ellas las que yo le hacía para pedirle colaboración para el periódico La Ronda del Libro, en el que el poeta publicó, entre otras cosas, una magnífica semblanza de Fernando Quiñones en el número que se le dedicó al escritor gaditano tras su muerte en 1998.
No lo traté en sus últimos años. Siempre he sentido pudor para inmiscuirme en la intimidad de un hombre retirado y que ya ha renunciado a la vida social. Sí tuve noticias de su apacible vejez. Y en una ocasión en que quise pasar por su calle cordobesa, Obispo Fitero, me crucé con él. Iba del brazo de un acompañante y no me atreví a abordarlo. Es mi último recuerdo suyo.
Fue algo más que un gran maestro: todo un referente de vida y carácter. Hojeo ahora los dos tomos de su Poesía completa (2021), que acaba de publicar Renacimiento y no puedo evitar pensar, quizá un tanto infundadamente, que he tenido el privilegio de ser testigo cercano de una buena parte de esa andadura. Luego fueron muriendo otros poetas destacados de ese horizonte referencial: José Manuel Caballero Bonald, Francisco Brines… Veinte años antes que Pablo, ya lo he dicho, se nos había ido Fernando Quiñones. Llegados a este punto del recuento, no parece del todo improcedente hablar de orfandad.