Una de las últimas incorporaciones al mundo del turismo cultural ha sido la del patrimonio literario. Ciertamente hay paisajes, ciudades e incluso países que despiertan un fuerte sentimiento identitario, generado por la recurrencia y singularidad que los relaciona con la vida y la obra de determinados escritores.
Por ejemplo, Oviedo es, para quien quiera así visitarlo, la Vetusta en la que Clarín hizo vivir a Ana Ozores, desazonada por el deseo y torturada por la hipocresía y la bulimia de una sociedad provinciana. La ciudad natal de García Márquez, Aracataca, y algunos otros enclaves de Colombia son Macondo: “Aracataca fue Macondo, y Macondo fue Colombia, y el Caribe, y algo del resto de América Latina. Macondo fue pueblo, calles de polvo, niños barrigones y desnudos, diluvios, peste, fiebres de insomnio, delirio de prosperidad”. Para quienes quisimos aprender el amor con el capítulo sesenta y ocho de Rayuela (“Apenas él le amalaba el noema…”), París es “El lado de allá” y esa construcción persiste sobre cualquier otra percepción que tengamos al cruzar el Sena caminando sobre el Pont des Arts. La hermosura renacentista de Úbeda, en fin, es contemplada ahora por el viajero cómplice que conoce los secretos de Mágina, el territorio literario de Muñoz Molina.
La intimidad de Mágina con el verbo imaginar descifra la cualidad literaria del espacio. El turista pasea por Úbeda a sabiendas que el escenario que recorre se habita con seres y voces de ficción inaprensibles en la cotidianidad, eternos en el sueño. Como lo hace el que camina por la Sierra de la Demanda evocando las escenas épicas de El bueno, el feo y el malo; o el que viaja a la isla de Ischia buscando el estado de gracia de los personajes wilderianos de Avanti!
Pero cuando el patrimonio literario se hace negocio y habita entre nosotros pueden suceder extraños fenómenos, ciertos excesos, dislates más propios de mentes enfebrecidas que de honradas intenciones.
La conmemoración, en 2005, del cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote dio lugar a una de estas febriles iniciativas.
Como no podía ser de otro modo, el Gobierno de Castilla-La Mancha se apresuró entonces a trazar la correspondiente ruta del Quijote, sitios por los que habría pasado el caballero andante símbolo patrio. Para tal empresa echaron –cómo no– mano de la universidad y un puñado de investigadores, henchidos de cientifismo y borrachos de subvenciones, se prestaron a ello. La locura de Alonso Quijada (o Quesada) no sirvió en este caso de escarmiento, sino de ejemplo grotesco a los que, participando en el trazado turístico, se les secó el cerebro viniendo a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que les pareció convenible y necesario determinar con exactitud dónde estaba realmente el lugar de la Mancha del que salió Don Quijote, dónde la Cueva de Montesinos en la que el disparatado héroe hizo penitencia por su señora Dulcinea, dónde cada uno de los lugares visitados por el caballero y su escudero, cuáles fueron las distancias de cada uno de los caminos recorridos por ambos.
En el proyecto participaron profesores de reconocido prestigio y –por tratarse de una empresa ante todo científica– fueron sociólogos, especialistas en Teoría de Sistemas y matemáticos los que calcularon la “geografía real” de la novela cervantina. Una ardua e ininteligible tarea que les llevó a “demostrar”, entre otras cosas, que el famoso lugar de la Mancha no era otro que el pueblo de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real) o que la Cueva de Montesinos es una cavidad rocosa –hoy visitada por muchos turistas– ubicada en el término municipal de Ossa de Montiel (Albacete).
El relato barroco de toda esta peripecia (y su correspondiente y rigurosa revisión crítica) lo recoge el profesor Jesús Sánchez en un reciente y minucioso trabajo que titula «El inexistente lugar de la Mancha”. De los lógicos y sólidos argumentos que expone para evidenciar el dislate matemático selecciono aquí solo uno, expuesto por el profesor James Iffland desde la orilla de la filología: “En gran parte, lo que da lugar a la expedición de nuestro equipo en busca del misterioso lugar de la Mancha es una falta de comprensión básica de la especificidad del fenómeno literario… Mi objetivo ha sido poner de relieve los serios estragos que pueden darse cuando un equipo interdisciplinario intenta aclarar un problema cuya naturaleza no comprende. Si el equipo hubiera entendido la especificidad intrínseca de una obra literaria –y especialmente de esta obra–, jamás se hubiera embarcado en la búsqueda de una solución. El equipo entero tendría que tomar unos cursos introductorios en el análisis literario para comprender por qué un sistema literario no se puede analizar como un sistema de distancias/tiempos”.
Efectivamente el lugar de la Mancha nació de Cervantes, como Macondo nació de García Márquez. Ni uno ni otro lugar figuran en los mapas. Igual que Macondo atrae hacia Colombia al turista que persigue la aventura imposible de recorrer sus calles polvorientas y beber al son del vallenato, así la alargada sombra de Don Quijote, una vez más, es manipulada por la irresponsable administración española para fomentar un turismo ante el que no se fomenta la honradez.
Eso sí, confieso que me he hecho al volante un buen puñado de kilómetros para dormir en Villanueva de los Infantes y comer allí los mismos “duelos y quebrantos” que los sábados almorzaba el hidalgo pobre llamado Quijada o Quesada, y confieso haberme emocionado (mucho) al llegar a la entrada de la Cueva de Montesinos tras una caminata campo a través que –sabiendo lo que sé ahora– fue verdaderamente quijotesca.