Bajo el estruendo de las bombas caídas sobre Ucrania, hemos escuchado que se cierne sobre Europa el peligro de una tercera guerra mundial, incluso se habla de una guerra nuclear. Hasta ahora estas palabras solo eran parte del vocabulario de las películas catastrofistas de Hollywood o de la literatura de ciencia ficción. Estremece oírlas cuando son los dirigentes de las grandes potencias mundiales los que las pronuncian.
En las sociedades modernas no hay guerra que no se libre también en la retaguardia, allí donde la propaganda cobijada bajo los símbolos, las historias, los rumores y los bulos, se convierte en un arma poderosa, tan eficaz para destacar la maldad y barbarie del enemigo mediante el relato de todo tipo de injusticias, crueldades y atrocidades, como para promover el entusiasmo en las propias filas cantando las glorias y heroicidades de los camaradas en el frente. No es algo nuevo, de un modo u otro la propaganda siempre ha formado parte de la guerra, aunque no fue hasta la Primera Guerra Mundial cuando pasó a convertirse en la principal herramienta de lo que empieza entonces a llamarse guerra psicológica.
En 1914 los grandes medios de comunicación social, como el cine y la radio, estaban dando sus primeros pasos, y sólo llegaban a un sector muy limitado de de la población. Si se tiene en cuenta, además, que una gran mayoría era analfabeta, la propaganda se canalizó sobre todo a través de carteles y caricaturas en periódicos, aprovechando la capacidad de comunicación visual de la imagen con mensajes fácilmente comprensibles, algo parecido a lo que ocurre hoy en día con los memes en las redes sociales e Internet. También en este terreno, los países de la Triple Entente y sus aliados fueron capaces de derrotar a las Potencias Centrales. La propaganda alemana optó por un estilo vanguardista, el Plakatstil. Sus rasgos esquematizados y la simplificación abstracta hacía que aquellos carteles resultasen muy fríos y, por tanto, ineficaces desde el punto de vista emocional. Los carteles y dibujos ingleses y franceses, por el contrario, se decidieron por un estilo tradicional, realista y sencillo, ajeno a cualquier abstracción intelectual, que resultó un gran acierto a la hora de conectar con los sentimientos más primarios de las masas, que era justamente lo que se pretendía. Y en ese terreno destacó, por encima de cualquier otro, el dibujante Louis Raemaekers, un maestro de lo que luego vino en llamarse propaganda de atrocidades, posiblemente la más efectiva durante aquella terrible contienda.
En esencia, la visión de Raemaekers se basa en un puro maniqueísmo, mediante el cual los alemanes representan la barbarie y los aliados la civilización. Muchos de sus dibujos son auténticas caricaturas que ridiculizan al káiser y al pueblo alemán en general, y los demonizan incluso de manera explícita, identificándolos con Satán. Los alemanes se presentan carentes de cualquier rasgo de humanidad, son la pura encarnación del mal y la perversión. Sembrar esa idea en el imaginario colectivo no parecía en principio una tarea fácil, ya que antes de la guerra en muchos lugares del mundo, y especialmente en los Estados Unidos, su cultura despertaba la admiración general.
Raemaekers era holandés de nacimiento, por tanto ciudadano de un país neutral, pero su madre, curiosamente, era alemana. Una visita a Bélgica después de la invasión, y el trato con refugiados de aquel país, le proporcionaron una visión de primera mano de las tropelías cometidas por los ejércitos del káiser, e hicieron de él en un furibundo germanófobo. Los dibujos que publicó condenando la invasión del país vecino y, especialmente las atrocidades alemanas en De Telegraf, el periódico para el que trabajaba en Amsterdam, alcanzaron un éxito extraordinario. Se reprodujeron en todo el mundo, hasta el punto que el gobierno alemán intentó infructuosamente que las autoridades holandesas le procesaran por violar la neutralidad. La prensa española recogió las amenazas vertidas hacia Holanda en un periódico alemán: “El arma principal de la Cuádruple Entente en esta guerra ha sido la mentira y la calumnia. Habéis contribuido a afilar ése arma contra nosotros, no lo olvidaremos. Después de la guerra, cuando hayamos terminado con nuestros enemigos, arreglaremos las cuentas con vosotros. Por cada calumnia, por cada dibujo de Raemaekers, por cada insulto, por cada pedrada, por cada espectáculo teatral ofensivo a nosotros, exigiremos el pago con usura de lo que nos sea debido”, leemos por ejemplo en La Correspondencia de España (20 enero 1916).
Esto nos da una medida del daño que las caricaturas de Raemaekers hicieron en Alemania. Poco después de aquello se empezó a decir que los alemanes habían puesto precio a su cabeza. Aunque nunca se llegó a confirmar la veracidad de esta información, la cosa se daba como cierta y, como suele ocurrir en estos casos, la cantidad crecía al mismo tiempo que se extendía el rumor. Si las primeras informaciones hablaban de doce mil marcos, cuando Prudencio Iglesias Hermida compra la colección de dibujos de Raemaekers al editor Willy Rogers para exponerlos en San Sebastián, asegura que este le dijo que “hoy vale la cabeza del gran dibujante un millón de marcos” (El Liberal, 20 septiembre 1916). Una exageración sensacionalista, sin duda, que formaba parte de la campaña publicitaria ideada por el propio escritor gallego, que como recuerda J. Francés con motivo de su necrológica, “mentía con la prodigalidad de un gran poeta” (Nuevo Mundo, 25 abril 1919).
La fama internacional de Raemaekers creció tras exponer sus dibujos en Londres, en 1915, y recibió el respaldo del primer ministro británico Herbert Asquith, , que no dudó en afirmar que sus dibujos daban “forma y color a la amenaza contra la que combaten los aliados”. Fue tal el éxito que Ch. Masterman le llevó de inmediato a Wellington House, la recién creada Oficina de Propaganda de Gran Bretaña, al igual que hizo con Chesterton, Conan Doyle, H.G. Wells y otros muchos escritores británicos reclutados para el mismo fin. Uno de los trabajos más conocidos de la Oficina fue el “Informe sobre presuntos ultrajes alemanes”, más conocido como “Informe Bryce”, que se publicó ilustrado por los dibujos de Raemaekers, y que ha sido repetidamente objeto de controversia entre los historiadores, algunos de los cuales llegan a considerarlo como el primer ejemplo de falsa propaganda de guerra.
Las imágenes de Raemaekers también se hicieron muy populares en Francia, donde llegó a concedérsele la Legión de Honor, que le entregó en nombre del gobierno galo el pintor y dibujante satírico Jean-Louis Forain, el benjamín de los impresionistas, Con ese motivo, J. Francés escribió: “Francia se da cuenta en los momentos trágicos y sublimes por que ahora atraviesa, de que la misión de los caricaturistas es una de las más altas que pueden realizar los hombres. Los dibujos satíricos son armas también contra el enemigo, y sostienen, como las proclamas de los generales y las comunicaciones oficiales del Gobierno, el sagrado fuego del patriotismo y la confianza en el triunfo definitivo” (La Esfera, 25 marzo 1916).
El éxito de Raemakers cruzó el Atlántico hasta los Estados Unidos, gracias a libros, postales y periódicos. También allí se ganó la admiración del expresidente Th. Roosevelt, y sus dibujos fueron decisivos para justificar ante la opinión pública la entrada en la guerra, un tema sensible y delicado, dada el importante número de ciudadanos de origen alemán que vivía en territorio estadounidense.
Pero será definitivamente Prudencio Iglesias Hermida (La Coruña, 1884 – Madrid, 1919) quien se encargue de hacer familiar el nombre de Raemaekers para los españoles. Escritor y periodista de vida corta e intensa y producción larga, que escribió en casi todos los periódicos y revistas de la época, fue uno de aquellos periodistas radicales del republicanismo en la década de 1910. Vivió envuelto permanentemente en la polémica, de sus exabruptos no se salvaron ni Unamuno, ni Galdós, ni Valle-Inclán, ni Benavente. Lo suyo nunca fue la diplomacia ni la prudencia, que solo le alcanzó para el nombre; y esto vale tanto para su vida como para su literatura. José Francés, que lo conoció bien y lo tenía en gran estima, lo describe como “un impulsivo consciente”, “escribe a estocadas, a puñetazos o a golpe de cincel”, “con la cólera y la carcajada fáciles, era un hombre temible para los idiotas y para los villanos”, que dio “infinitos puntapiés efectivos o metafóricos” añade. Cansinos-Asséns lo incluye elegantemente dentro de “la cohorte atlética”, como llama a la generación de jóvenes matones literarios que abundaban en la segunda década del siglo XX, al tiempo que elogia su obra por la vuelta a la literatura de emoción, de estirpe folletinesca a la manera de Pío Baroja.
Así pues, la polémica y el escándalo estaban asegurados desde el primer momento en que se supo que Iglesias iba a exponer los dibujos de Raemaekers en San Sebastián, conviertiéndose de inmediato en un elemento más de confrontación entre aliadófilos y germanófilos: “Después de tanta discusión y tan ruda pelea, se ha abierto en San Sebastián la Exposición Raemaekers. La lucha con los carlistas se manifestó desde el principio abiertamente”, explica en El Liberal. La misma exposición pudo verse algunos meses después en Madrid, con gran éxito según su promotor, y tuvo como respuesta otra exposición de signo contrario organizada por grupos germanófilos en el Salón de Iturrioz, donde se mostraban caricaturas de los líderes de los países aliados. Finalmente, una y otra fueron clausuradas, según declaraciones del propio Romanones a la prensa, amparándose en que, “el Gobierno, siguiendo su criterio de estricta igualdad, ha clausurado ambas para evitar así toda clase de susceptibilidades” (La Mañana, 15 noviembre 1916). Lo que no aclaró Romanones, ni preguntaron los periodistas, es si la decisión tuvo algo que ver con las presiones del gobierno alemán, como daban por hecho los aliadófilos y las autoridades británicas. El hecho es que ambas llevaban abiertas varias semanas pero el cierre sólo se decretó después de la visita del embajador a la muestra de Raemaekers. En la reseña de la exposición para el semanario España (16 noviembre 1916) —fundado por Ortega y Gasset, considerado como el periódico político más importante de la Edad de Plata—, el redactor aprecia con claridad la importancia de la obra del holandés y a quién va dirigida, así que, “como obra pura de arte no faltará quien le ponga reparos. Pero como instrumento de justicia y documentación histórica, […] tienen un valor que no borrará fácilmente el tiempo. Montañas de libros se escribirán sobre la invasión y ocupación de Bélgica por los alemanes. Pero en ciertos espíritus, todos esos libros no harán tan dolorosa impresión como algunos dibujos de Raemaekers. Más que un artista hay que ver un voluntario que lucha terriblemente con un lápiz. Y no es seguramente el enemigo que los alemanes menos temen”. Después de escrito lo anterior, se recibe la noticia del cierre lo que hace que se pregunte indignado, “¿somos una colonia alemana o un país independiente?”.
La historia llegó hasta Londres, se publicó incluso en The Times, y siguió coleando un tiempo en la prensa española porque Iglesias se encargó de ello. La reabrió pocos días después anunciándola en la prensa del siguiente modo: “Exposición Raemaekers abierta por Prudencio Iglesias Hermida a pesar del señor embajador de Alemania en el Círculo Agrario” (El Motín, 30 noviembre 1916). Cinco días duró abierta esta segunda vez, hasta que la policía prohibió el reparto de catálogos y volvió a clausurarla, y ello pese a que en esta ocasión no se exhibieron algunos de los dibujos más polémicos. Obstinado como era, tampoco ahora se dio por vencido el gallego, que volvió a abrirla una tercera vez, ahora en su propia casa del Paseo de la Castellana (El País, 28 diciembre 1916).
La pasión con que se vivió este asunto adquirió tintes novelescos. El Parlamentario llegó a publicar que Iglesias Hermida se había batido en duelo con el catedrático y diputado Vicente Gay, conocido germanófilo, a cuenta de la guerra según El año político (1916), o más concretamente de los comentarios despectivos que el segundo habría hecho sobre los dibujos de Raemaekers, como se recoge en La Acción. La noticia no resultaba improbable, ya que el gallego no solo era conocido por su “léxico agresivo”, sino también por “un instinto pendenciero más allá del Código y de la conveniencia personal” como recuerda J. Francés. De hecho llegó a batirse a sable y espada francesa hasta en cuatro ocasiones, con otros tantos colegas de profesión, a raíz del cruce de diatribas entre unos y otros en sus respectivas columnas. Sin embargo, en esta ocasión no era más que otro bulo desmentido por la realidad, ya que “ni al señor Gay le han atravesado la garganta, ni siquiera el señor Iglesias Hermida ha intervenido en el asunto” (La Acción, 1 diciembre 1916).
En la mañana del 27 de julio de 1956 The Times publicó el obituario de Louis Raemaekers, fallecido el día anterior, a la edad de 87 años en Scheveningen, cerca de La Haya. Para entonces el público británico se había olvidado por completo de aquel anciano, y hubo de recordarles que “fue la única persona privada que tuvo una influencia real y profunda en el curso de la Primera Guerra Mundial. Había una docena de personas —emperadores, reyes, estadistas y jefes militares— que innegablemente formularon la política y tomaron la iniciativa. Pero fuera de ese círculo de grandes, Louis Raemaekers fue el único hombre que, sin título ni estatus —y sin ninguna duda— determinó el destino de los pueblos”.