Aunque es frecuente creer que la acuicultura es una técnica reciente, a veces incluso como una respuesta de necesidad a la disminución de recursos marinos por un exceso de pesca, se trata de una crianza tan antigua que, como cuenta la profesora de lenguas clásicas Charo Marcos en De re coquinaria, su blog sobre cocina romana antigua, ya se tiene noticia del cebado de peces en estanques del Nilo en el Antiguo Egipto. Los griegos construyeron tanques de yeso y losas para criar anguilas. Y la técnica se fue perfeccionando con los antiguos romanos, que acotaron canales abiertos en la costa, vivaria piscium, o crearon estanques de obra para criar peces, piscinae. Un nombre para estos embalses de agua que, por usarse también para nadar, permanece aún con ese significado recreativo. Estas crianzas se entendían como una especie de ganadería, por lo que se incluían en tratados de agricultura. Y eran muy rentables porque el pescado, especialmente el marino, era un producto caro. Cuenta Plinio El Viejo en su Historia Natural: “ahora, los cocineros están al precio de tres caballos y los pescados al de los cocineros”. En ese mismo siglo I, el gaditano Columela nombra, en el octavo de sus Doce libros de Agricultura, estos viveros como “establos” y a los peces que allí se introducen los llama “ganado acuatil” o “rebaños marinos”. Describe la construcción como cercados de piedra alrededor de la orilla, con aberturas enrejadas en los bajos del dique, para que circulara el agua de mar pero no escaparan los peces. En su interior tenían cavernas rectas o con revueltas, hornillas excavadas en las paredes y peñascos que servían de escondrijos para que los peces se refugiaran. Esta descripción de las piscinas recuerda mucho a los actuales corrales de piedra de Chipiona o Rota, aunque nada dice ese texto sobre su uso entonces como práctica de pesca. Es posible que ya se construyeran corrales para capturar peces con los cambios de marea, que llegaban a vaciar con la bajamar, pero debían ser menos profundos que estos viveros de engorde de casi tres metros de profundidad. Las enormes estructuras de piedra encontradas en la punta de Trafalgar más que corrales de pesca parecen ser restos arqueológicos de estos viveros, pensados para suministrar materia prima a una adyacente industria de salazones.
Columela recomendaba criar peces de la propia zona, no importarlos desde parajes lejanos. Así cita entre los mejores pescados de la costa atlántica el faber, que desde antiguo se conocía en el municipio gaditano como «zeum». Este pescado parece mal identificado como “gallineta” en la primera traducción al castellano que, en 1824, hizo Álvarez de Sotomayor del texto de Columela. Plinio, seguramente siguiendo al autor gaditano, solo dice que faber es el mismo pescado que el Zeus. El filólogo malagueño Bernardo de Alderete, en 1601, escribió que el Zeus “era un pez que ahora llaman gallo”. Por lo que es más probable que aquel pescado tan apreciado al que se refiere Columela sea el Zeus Faber, nombre científico del pez San Pedro, llamado en Cádiz gallo San Pedro o gallo del lunar.
Columela diferenciaba los peces y moluscos que se podían engordar en estas piscinas, según fueran sus fondos. En suelos fangosos se criaban los “pescados aplastados”, como lenguado, rodaballo y platija. El libro de Apicio incluye dos recetas para el lenguado. En ambas, cocido en aceite, garum y vino, se termina por cuajarlo con huevos, cambiando solo las especias y hierbas usadas. En esas mismas piscinas fangosas se cultivaban moluscos como murices (cañaílla), ostras, pechines (coquinas) y bellotas de mar.
En los de fondos arenosos se cebaban doradas, dentones, lampreas, lubinas, morenas y los llamados “saxátiles”, pescados que se crían entre rocas como meros, tordos marinos y melanuros. En el recetario de Apicio, el dentón se hierve y se cubre con una salsa especiada de miel, vinagre y vino, o se asa en parrilla, en este caso con una salsa también agridulce que incluye membrillos cocidos. El dentón y la dorada se preparaban también en una salsa de ostras. Este recetario sólo incluye un plato de lubina que, para Almudena Villegas, especialista en esta cocina, debe tratarse de un adobo, por las pequeñas cantidades de ingredientes líquidos que emplea: vino de pasas, garum y gotas de aceite; el aderezo incluye también miel, pimienta, cebolla, perejil, ruda y comino. La morena debió ser tan valorada que Apicio le dedica todo un capítulo, preparándola cocida o asada. En todos los casos se acompaña este pescado con potentes salsas agridulces, con vinagre y algún ingrediente dulzón como miel, vino mulsum o frutas como ciruelas o dátiles.
Para engordar todos estos peces de vivero se utilizaban principalmente las inmundicias y restos de la industria de salazón (anchoas secas, sardinas podridas, intestinos de atún, vísceras de caballa), junto a ingredientes vivos (boquerones, camarones, gobios y otros pescados menudos), o incluso también higos, nueces partidas, queso fresco, frutas picadas y trozos de pan bazo, con una parte de salvado.