Terminaron, ¡al fin!, las exequias por Isabel II, reina de Inglaterra. Doce días pasaron desde su fallecimiento hasta su entierro, con un despliegue informativo en nuestro país que me hizo dudar si habíamos entrado a formar parte de la Commonwealth y no me había enterado –aliviado constato que no es el caso, todavía–. Más de 500 kilómetros recorrió el féretro real desde tierras escocesas hasta su descanso definitivo en la capilla del rey Jorge del castillo de Windsor. Los exagerados elogios y superlativos vertidos hacia la figura de la reina, si los ponemos uno tras otro, deben alcanzar casi la misma longitud del recorrido. Convendría a muchos aplicarse aquel aforismo de Gracián: “Nunca exagerar. Gran asunto de la atención, no hablar por superlativos, ya por no exponerse a ofender la verdad, ya por no desdorar su cordura. Son las exageraciones prodigalidades de la estimación, y dan indicio de la cortedad del conocimiento y del gusto”.
Cuando supe de la triste procesión con el féretro de la reina de ciudad en ciudad, no pude sino acordarme de aquella otra que tuvo lugar casi quinientos años atrás, cuando la reina Juana I de Castilla arrastró por tierras castellanas el cadáver de su esposo Felipe el Hermoso, el rey consorte. La escena que ha quedado en el imaginario popular de aquel macabro acontecimiento es la del impresionante cuadro de Francisco Pradilla que cuelga del Museo del Prado, obra maestra de la pintura española del XIX, con la que el pintor aragonés se consagró, a los veintinueve años, entre los grandes pintores de historia. El cuadro cosechó un éxito sin precedentes, al conseguir la Medalla de Honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1878 en Madrid, algo que no ocurría en estos certámenes desde 1856, y que ni siquiera había sido capaz de alcanzar Eduardo Rosales con Doña Isabel la Católica dictando su testamento (1864).
Cuentan los cronistas que una vez enterrado el rey en la Cartuja de Miraflores, en Burgos, Juana decidió desenterrarlo tres meses después con el propósito de llevarlo a Granada, para cumplir así el deseo del flamenco de descansar en la Capilla Real. Lo hizo, imponiendo su voluntad de reina sobre los consejos y recomendaciones de sus ministros; también sobre las propias leyes del reino, que impedían desenterrar a un difunto, como se permitió advertirle el arzobispo de Burgos. Las leyes —quizá debió pensar doña Juana—, no están hechas para los reyes. Nada ni nadie fueron capaces de hacerla desistir de su propósito, ni siquiera su avanzado estado de gestación. Una demostración de la firme determinación que habría de acompañarla en otros muchos momentos de su vida.
El siniestro cortejo se pone en marcha en diciembre de 1506. El féretro, cubierto de seda y oro, viaja en un carruaje tirado por cuatro caballos frisios. Cabalgan de noche, desafiando al gélido invierno castellano, “porque una mujer honesta, decía ella, después de haber perdido a su marido, que es su sol, debe huir la luz del día”, escribe Lafuente. Avanzan por los páramos bajo la luz de los hachones que portan los guardas y los rezos interminables de una turba de clérigos entonando el Oficio de Difuntos. De pueblo en pueblo. La primera parada es en Torquemada, allí la reina se pone de parto en enero y alumbra una niña, a la que pone por nombre Catalina. Repuesta de la cuarentena, retoma la marcha, pasando a Hornillos, siempre pueblos pequeños y apartados, obligada también por su castidad.
En el paso de Torquemada a Hornillos culmina la tragedia. La comitiva se encuentra durante el camino con un apartado convento y la reina decide entrar para tomarse un descanso; sin embargo, al saber Juana que son monjas las que viven en él, sufre un arrebato de celos y, ante el temor de que alguna de aquellas robase el cuerpo de su difunto marido, ordena de inmediato salir de allí, “a campo descubierto, a cielo raso, mandó que sacasen el cadáver durante la noche, a la débil luz de las hachas, que apenas si dejaban arder la violencia del viento. Unos artesanos venidos al efecto abrieron la caja de madera y la de plomo. Después de contemplar el cadáver del marido, llamando a los nobles como testigos, mandó de nuevo cerrarlo”, nos cuenta el humanista y escritor Pedro Mártir de Anglería, que formaba parte de la comitiva y vivió el episodio en primera persona.
La historia del cortejo terminó al llegar a Tordesillas, donde la reina más desdichada de nuestra historia fue recluida por su padre Fernando el Católico en un convento donde vivirá para siempre cautiva, pero sin renunciar al trono porque, conviene recordarlo, doña Juana nunca dejó de ser la soberana y reina propietaria de Castilla.
Pradilla se inclina por una dramática puesta en escena del episodio de Hornillos, sacando partido de lo mucho que aprendió en sus primeros años en Zaragoza del escenógrafo Mariano Pescador, su primer maestro. Hasta tal punto es teatral la composición de Pradilla, que el director Juan de Orduña no dudó en reproducirla, tal cual, en una de las secuencias de Locura de amor (1948), uno de los grandes éxitos del cine español de posguerra.
La reina, en pie, con la mirada perdida, de riguroso luto, centra la escena. El viento agita violentamente su toca de viuda, empuja el humo de las hogueras e inclina con fuerza la pobre llama de las velas mortuorias. El cielo encapotado de gris que envuelve a las figuras, el árbol seco de hojas a la derecha, o las dos alianzas que luce doña Juana en su mano izquierda, son recursos que aprovecha inteligentemente Pradilla para enfatizar el drama; lo mismo que pintar a la reina embarazada, cuando en realidad, ya habría dado a luz a la infanta Catalina. Se trataría de un error no intencionado, ya que Pradilla se ajusta a lo recogido en la monumental Historia de España de Modesto Lafuente, publicada sólo unos años antes, para quien el episodio descrito se produce en diciembre, y no en abril, que es cuando realmente debió ocurrir según la reconstrucción del viaje que hace Fernández Álvarez, en Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas.
A su alrededor, los distintos miembros de la comitiva despliegan un variado abanico de emociones: resignación, paciencia, cansancio, aburrimiento, preocupación, compasión… Y al fondo, la silueta del convento que dio lugar a la ira de la reina y justifica la escena. A esto une Pradilla un exquisito virtuosismo para reproducir las calidades de las telas y el realismo de los objetos, además de una encomiable técnica, con amplias y sueltas pinceladas que cobran un protagonismo mayor aún con las grandes dimensiones del lienzo.

‘La reina doña Juana la Loca, recluida en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina’. Francisco Pradilla.
Todo esto bastaría por sí solo para explicar el éxito cosechado por Pradilla dentro y fuera de España, pero hubo también otros factores que contribuyeron a hacerlo mayor todavía. Uno de ellos fue el estreno de la ópera Carmen de Bizet, tan sólo dos años antes de que Pradilla pintase la obra en Roma. Su estreno en París en 1875 fue un auténtico fiasco, pero cuando ese mismo año se representa en Viena se convierte en un éxito mundial, y la desfasada imagen romántica que se tenía de España en el resto del continente, resurge con fuerza renovada. Qué duda cabe que la historia de doña Juana, como nos recuerda García Melero, reúne todos los ingredientes y tópicos del romanticismo, “la muerte repentina de un joven y ‘hermoso’ príncipe centro europeo al poco tiempo de comenzar a reinar en un país extranjero, el amor no correspondido y la locura por desamor, celos y muerte, el desvalimiento de una mujer real enamorada, frágil física y mentalmente, y fuera de toda realidad”, sin olvidar el paisaje, al que Pradilla concede una gran importancia. En este entorno, la monumental pintura de Pradilla no pudo más que recibirse con entusiasmo, tanto en la Exposición Universal de París de 1878 como en la de Viena en 1882, donde el pintor, al igual que ocurrió en Madrid, recibió sendas medallas de honor. A partir de entonces, Pradilla volvería repetidas veces a lo largo de su carrera a la atormentada figura de la reina doña Juana, por la que sentía un enorme interés, al punto de convertirse en el tema predilecto de sus pinturas históricas.
Al terminar el año 1992, la reina Isabel II confesó a los periodistas que había tenido un annus horribilis. He aquí los “terribles” sucesos de aquel año a los que se refería: los divorcios de sus hijos Ana, Andrés y Carlos, unas fotos en topless de la esposa del segundo acompañada de su amante, las vulgares y soeces conversaciones de Carlos con Camilla aireadas por la prensa, el incendio del castillo de Windsor y el fin de la exención del pago de impuestos por la Corona.
¡Qué habría dicho la reina de Inglaterra entonces si le hubiera tocado vivir lo que Juana!: “Viuda a los veintiséis años, madre de seis hijos de los que vive muy pronto separada –salvo la pequeña Catalina […]–, acorralada por el poder, encerrada en sus habitaciones por su marido Felipe, recluida en Tordesillas por su padre, mantenida en este cautiverio por su hijo Carlos, viviendo desde 1525 apartada de todos los suyos (salvo las visitas esporádicas que recibe de la familia imperial, o de algún alto personaje mandado por el Emperador), hasta que le sobrevive la muerte treinta años después, no vive menos acorralada por los fantasmas que turban su mente y que le angustian día a día en los últimos de su vida”, resume Fernández Álvarez. Lo suyo, sin duda, sí que fue toda una vita horribilis.