Dos niños descalzos e invisibles

‘Magallánica’. María Regla Prieto. Renacimiento. Colección Espuela de Plata. Sevilla, 2022. 407 pp.

En algún lugar desconocido de la carretera que une Arévalo con Valladolid permanece enterrado desde 1936 el cadáver de Daniel González Linacero, maestro, pedagogo e historiador. Su delito fue publicar en 1933 Mi primer libro de historia, un manual para escolares en el que no hacía recuento de fechas, reinados, batallas o concordatos, sino que explicaba cómo las gentes habían ido evolucionando en sus formas y costumbres. Se trataba de acercar el conocimiento de las diversas culturas a ese montón de niños descalzos e invisibles que, en tiempos de la II República, seguían conformando la mayor parte de la infancia de España. Naturalmente, este ensayo de historia social fue retirado con prontitud de las escuelas y sustituido por otros manuales más acordes con las ideas de autoridad, catolicismo, disciplina y patriotismo de la Dictadura, de manera que los libros de Historia siguieron escribiéndose y publicándose con H mayúscula, olvidando que la curiosidad por lo humano es el alimento primordial de los niños descalzos e invisibles, y olvidando de hecho a los niños descalzos e invisibles, y a las mujeres, y a los hombres silenciosos y trabajadores que de verdad han ido haciendo nuestra gigantesca historia con h minúscula.

La novela de María Regla Prieto, pese a recrear un hecho portentoso y heroico, la Primera Vuelta al Mundo, aborda la memoria de los anónimos. Esa Vuelta a la esfera terrestre no la dieron Magallanes y Elcano; o, mejor dicho, no la hubieran dado Magallanes y Elcano sin la ayuda, el trabajo, la compañía y el desatinado amor por la vida de los hombres que iban con él, de los que regresaron y de los que se quedaron en el abrazo del océano, de las mujeres que permanecieron para siempre en sus pueblos esperando el regreso de sus aventureros maridos…, y de dos niños: Manuel y Magdalena Caridad.

Sus nombres no aparecen en ninguna de las muchas relaciones y crónicas que Regla Prieto ha consultado para construir la red histórica de su novela; ni siquiera en ese Viaggio fatto da gli spagniuoli a torno a´l mondo de Antonio Pigafetta, publicado en Venecia en 1536, un texto muy próximo en el tiempo a la propia aventura (culminada en Sanlúcar en 1522), que ha servido –en palabras de su autora- “como hilo de Ariadna en el laberinto que es esta novela”. En la Historia no hay rastro alguno de Manuel ni de Magdalena Caridad, esos dos chiquillos sanluqueños que, descalzos e invisibles, emprendieron el temerario camino de la libertad el 20 de septiembre del año del Señor de 1519.

Yo creo que María Regla Prieto ha escrito esta novela guiada por el noble propósito de darles voz a estos niños, buscando reparar la historia con h minúscula. Por eso su relato comienza así: “Me llamo Magdalena Caridad Rodríguez López. Soy hija de Rodrigo, bizco y arriero, y de su mujer, Encarna, lavandera…”; y prosigue refiriéndose a su prehistoria: “Yo estaba destinada a llevar una vida semejante a la de mi madre, a la que recuerdo con el vientre siempre abultado y con una mirada triste y hambrienta”.

Toda decisión vital es una ruptura y tiene como norte la libertad. La niña Magdalena Caridad intuye, desde la niebla de su infancia miserable, que hay otros mundos que no están en este mundo conocido de la esclavitud de los pobres y de las mujeres. En ese sentido, la niña encarna el espíritu heroico de nuestros mitos más emblemáticos. Toda su aventura, de principio a fin, es un ritual que la trasciende, hasta identificar a todo aquel ser humano que, en cualquier tiempo y en cualquier lugar, se haya sublevado alguna vez contra su destino.

Se trata de un rito iniciático, el paso de la niñez a la madurez, en el que el proceso cumple todas las convenciones de la aventura heroica: la adquisición de un nombre (igual que El doncel del Mar pasa a llamarse Amadís de Gaula cuando ingresa en la aventura, así la hija de Encarna la bastarda adquiere su nombre cuando se encuentra con Manuel: “supe que me llamaba Magdalena Caridad Rodríguez López, pues en mi casa para todos era la niña. Gracias a Manuel aprendí mi nombre y, a partir de ese momento, mi vida empezó a cambiar”); la conciencia de un tiempo y un espacio propios (“Manuel me enseñó a ubicarme… Me contó que mi pueblo era una villa, Sanlúcar de Barrameda, situada en la margen izquierda del río Guadalquivir”); la imposición de armas: Mag no llevará ni lanzas ni espadas a su viaje, su arma será la palabra y su destreza escribir (“De aquellos tiempos, afanada en conocer las letras, recuerdo el milagro que se produjo un día, un día cualquiera, no un día especial sino uno del montón, en el que en mi cabeza una letra se unió a otra, y ésta a otra más, y a otra más y, de pronto, se formó una palabra que supe leer y cuyo significado pude entender”); y el cambio de hábito, que en este caso es más (mucho más) profundo que la sustitución de sus harapos infantiles por la indumentaria marinera. Mag cambia de género. Será varón (será Max, con x) desde que, en Sanlúcar, pisa por primera vez la nao hasta el final de su viaje. Se une así a esa larga lista de doncellas guerreras, de mujeres disfrazadas de varón que componen toda una mitología del feminismo más precoz, mujeres cuyas ansias de libertad las llevó a sublevarse contra la servidumbre al patriarcado.

El relato que de su Vuelta al Mundo hace Magdalena Caridad es, al mismo tiempo, oral y libresco, popular y culto. Como en las memorables autobiografías de soldados y pícaros del Siglo de Oro, la narradora alterna el recuento de las vicisitudes de la niña, en la incertidumbre de la aventura, con las reflexiones de la mujer que, ocupando la atalaya de la vida humana, se contempla como personaje de ficción.

Están así hábilmente entremezclados: el tiempo de la aventura heroica, esos tres años (de 1519 a 1522) que, navegando siempre hacia el oeste, nos llevan desde Sanlúcar al Estrecho de Magallanes, de allí a Las Molucas, desde Las Molucas al Cabo de Buena Esperanza, y de allí de nuevo a Sanlúcar; el tiempo insignificante de la vida infantil, desde el que Mag evoca una y otra vez los consejos de su madre, la cotidianidad llena de sabiduría, pero también de esclavitud, que deja atrás; y el tiempo mítico de la caballería andante, representado por Palmerín de Olivia, famosísimo heredero de Amadís de Gaula, cuyas aventuras vieron por primera vez la luz editorial en 1511, justo a tiempo para que el libro llegara a manos de Manuel y este lo eligiera para enseñar a leer a Magdalena. En su viaje, la evocación constante de las aventuras de Palmerín salvará a Max en muchas ocasiones de la pesadumbre, el frío, el miedo, el hambre, la soledad y la desesperación.

María Regla Prieto.

También como en las grandes novelas del Siglo de Oro, este relato de viajes está trufado de narraciones que se intercambian narradores y oidores con el apremiante objetivo de pasar el tiempo, pero sobre todo con el honroso quehacer de comunicarse, de intercambiar razones, de formarse a base de escuchar lo que el amigo nos tiene que decir. Hay una confianza plenamente humanista en la palabra del otro, un respeto litúrgico a lo que el otro cuenta, una presencia solemne de la amistad como palabra entregada.

Por encima de los infortunios, de los marineros perdidos, de la desolación de los interminables mares sin una brizna de viento, de las tempestades y de las traiciones, el viaje de Magdalena Caridad es una aventura fascinante y asombrosa. El simple hecho de ir comprendiendo que la tierra es redonda ya supone para la niña una vertiginosa perplejidad, a la que cuestiona –desde su sentido común- una y otra vez. Pero, además, Max contempla, boquiabierta, elefantes, búfalos, jabalíes y cocodrilos, hombres gigantescos y hombres diminutos, mujeres de piel aceitunada y niños negros arracimados en el juego; conoce extraños rituales fúnebres y festivos, saborea frutos y carnes desconocidas, huele aromas lejanísimos y escucha cuentos y leyendas inimaginables.

A Max y a Manuel los acompaña y los protege en todo momento un hombre al que no hay que dejar de mencionar, Antonio Lombardo, el italiano encargado de llevar a la escritura todo cuanto ocurre en el viaje. Con él regresan a Sanlúcar y remontan el Guadalquivir hasta Sevilla, con él prosiguen la vida de libertad ansiada por estos dos niños descalzos e invisibles; a él le piden que sus nombres no figuren en las crónicas (“-El mejor regalo que nos puede hacer, don Antonio, y vuestra merced lo sabe bien, es el anonimato”). A Lombardo, en fin, le debemos la desobediencia ante las palabras de Max porque, en algún momento, tuvo que anotar la existencia de estos dos niños en los anales de la Primera Vuelta al Mundo, o por lo menos insinuar su presencia para que, quinientos años después, María Regla Prieto, como ha hecho en otras ocasiones, rebuscando historias anónimas en polvorientos archivos, los recuperara para darles voz en esta conmovedora y fascinante novela que es Magallánica.

O quizás María Regla Prieto lo ha inventado todo y fue en la biblioteca de Joaquín, su padre, leyendo el Palmerín, donde una niña dio por primera vez la Vuelta al Mundo.

María Jesús Ruiz

Autor/a: María Jesús Ruiz

María Jesús Ruiz es doctora en Filología Hispánica, profesora de la Universidad de Cádiz, ensayista y narradora. Es especialista en literatura de tradición oral y patrimonio cultural inmaterial. Sus últimos libros publicados sobre el tema son 'El mundo sin libros', ensayos de cultura popular (2018) y 'Lo contrario al olvido', de memoria y patrimonio (2020).

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