Dos apuntes sobre la «escena»: una crónica del punk barcelonés

Cada uno tiene el pasado que tiene y gestionarlo viene a ser pasatiempo de viejos; o eso se dice el hombre de cincuenta y nueve años que se ha pasado la tarde mirando fotos, leyendo viejas entrevistas y escuchando canciones de una mujer algo mayor que él a la que acaba de conocer y con quien hubiera querido hablar, si no se lo hubiera impedido la timidez y, por qué no decirlo, el resquemor que le causan en primera impresión la mayoría de los extraños. Que ahora se valga de la indiscreción de Internet para resarcirse de la ocasión perdida dice mucho de su carácter, de su lentitud de reflejos, de su inconfesable preferencia por la inocuidad de las pesquisas en solitario, que tanto recuerdan a esas satisfacciones de otra índole a las que cabe aplicar el mismo adjetivo.

Acaba de llegar a Barcelona y ha quedado con su hija en La Cinétika, un antiguo local de multicines que ahora acoge un centro cultural promovido por el movimiento okupa, que en su día tuvo la iniciativa de dar una patada a la puerta y tomar posesión de aquellas excelentes instalaciones en desuso. Ese día, el de la llegada del viajero a Barcelona, en el local se celebra un mercadillo de arte en el que la hija participa un tanto a regañadientes, quizá porque ya tiene experiencia en el asunto y sabe que es inútil pretender vender cosas donde no hay nadie que pueda comprarlas. Pero la iniciativa era loable y la gente joven no sabe decir que no, así que el viajero y su mujer, recién llegados, se ven constreñidos a que el mercadillo de arte en el cine okupado sea el escenario del reencuentro familiar.

Ilustración: José Manuel Benítez Ariza.

Allí se dirigen, después de dejar las maletas y haberse refrescado un poco tras la mañana en el tren. Los acoge una fría semipenumbra un tanto húmeda: sobre la tarde semisoleada pesa todavía la impresión de las lluvias y nublados de los días precedentes. Abril es, si no el mes más cruel, como decía el poeta, si el más inestable, y también el más propenso a contagiar esa inestabilidad al ánimo. Los participantes en el mercadillo de inmediato fijan la mirada en la pareja: al fin, deben de pensar, unos burgueses que vienen a gastarse aquí su dinero. El viajero, ha quedado dicho ya, es un hombre cauteloso y por eso apenas se detiene ante los puestos. Sí lo hace su compañera, a quien de inmediato llama la atención una mesa atendida por una mujer visiblemente mayor que ellos pero ataviada de un modo incluso más llamativo y audaz que el de la concurrencia más joven. Bajo la historiada chupa negra, dejada caer sobre los hombros, asoma una camisa de tul, negra también, que transparenta sus pechos; aunque más llama la atención lo estudiado del conjunto, su aire un tanto anacrónico: el pelo teñido de naranja o rosa –la escasa luz no permite apreciar el matiz–, los inevitables accesorios metálicos… Una punk de  setenta años; lo que, después de todo, no es sorprendente, porque ésa es la edad que corresponde tener a quienes iniciaron ese peculiar  movimiento a mediados de los setenta. De inmediato pega la hebra con la mujer que inspecciona su mesa y le explica que los folletos que en ella se muestran son textos suyos. El hombre, mientras tanto, ha reparado en que también se exhiben discos de vinilo, casi todos ellos de una banda, Último Resorte, cuyo nombre le resulta familiar. En las portadas llama la atención una muchacha a la que asisten la gracia de la juventud y el encanto que con el tiempo van ganando las fotos antiguas. También viste blusas que transparentan sus pechos.

La hija de los visitantes, que los ha visto entrar, se ha acercado a hacer las presentaciones: aquí mi madre, aquí Silvia. “Una de las figuras señeras de la escena punk barcelonesa”, añade… El hombre se siente excluido de las presentaciones, pero es culpa suya: su timidez lo ha mantenido a conveniente distancia. También la vendedora se ha apercibido de las cautelas del esquivo visitante, a quien mira con cierto recelo.

Luego, en una cafetería cercana, los recién llegados hojean el folletito que finalmente la vieja figura del punk barcelonés ha regalado a su interlocutora. No está mal: cuenta con cierto brío la patética historia de un chico inadaptado… Acabado el café, la receptora del obsequio entra de nuevo en la Cinétika para dar las gracias a la autora y decirle que el cuento le ha gustado; también, para comprarle otros de sus folletitos. Ya en la casa, el hombre buscará en su teléfono móvil la referida información sobre ella. Hay de todo: alguna que otra entrevista que demuestra que la susodicha dice cosas interesantes –y que tiene, también, opiniones demoledoras sobre los coetáneos que supieron nadar y guardar la ropa, como el cantante Ramoncín, hoy incombustible contertulio televisivo–, un sinfín de fotos en las que luce el encanto añejo de su estampa juvenil, y otras más recientes en las que demuestra estar también más allá del sentido del ridículo, como unas en las que lleva de una correa a un hombre desnudo que hace el papel de perro… Por la noche, mientras escucha en el teléfono móvil algunas canciones de Último Resorte, el hombre comenta con el novio de su hija, que es también de esa cuerda, que esas músicas son las de su juventud, las que a él mismo le habría gustado componer y tocar cuando sus pulsiones adolescentes le empujaban en esa dirección. Al chico parece agradarle esa sintonía alcanzada con el hombre mayor, y le comenta que la tal Silvia es amiga suya y ha ido con ella a muchos conciertos. El hombre, mientras tanto, ha dado con el blog de la cantante y leído los párrafos en los que habla del precio que se paga por mantener ciertas actitudes vitales: “En medio de todo esto tuve un break… Mi cabeza dijo Basta…”. El hombre piensa que lo que unos manifiestan en forma de flagrante enfermedad, inadaptación e incluso un cierto exhibicionismo sostenido a destiempo, otros lo interiorizan como mero sentimiento de fracaso asumido. Es algo más joven que la cantante punk y, por tanto, su grado de asimilación de las querencias de aquellos años fue en gran medida mimético y, por supuesto, menos radical. En general, piensa que le pasó lo que a buena parte de su generación: que quedó entre dos aguas. Pero de todo aquello le quedó la inclinación, y también el aprecio, si no la práctica, de esas actitudes transgresoras, y la idea de que los cauces convencionales por los que suele transcurrir la vida del ciudadano medio obedecen a una mera concesión temporal, de la que cabe desquitarse a veces.

Ilustración: J.M.B.A.

No será esta la única impresión del punk barcelonés que se llevarán de este viaje. Unos días después, sus anfitriones los animarán a que los acompañen a un concierto en la Deskomunal, un local comunitario en el barrio de Sants. Estaba previsto que comenzara a las 8.00. “No os preocupéis”, les dicen sus acompañantes. “Empezará al menos una hora más tarde. Es la costumbre”. A pesar de eso, acceden al local más o menos a la hora prevista, después de pagar la correspondiente entrada y que, como se hace en ciertas discotecas, les hayan sellado con tinta el dorso de la mano, a modo de pasaporte para entrar y salir.

Dentro hay una sala no pequeña, aunque tampoco grande, flanqueada a su derecha, según se mira el escenario, por un mostrador y dominada por ese lado y al fondo por una entreplanta desde la que también es posible seguir las actuaciones, y que al hombre le parece una buena ubicación para ejercer lo que se ha propuesto hacer allí, que es dibujar. Lo ha hecho ya en otras actuaciones y ensayos de bandas de músicos aficionados; y, aunque los resultados son más bien pobres, ha descubierto que hay una especie de sintonía entre el dinamismo de la música rock y el nervio que requiere el dibujo rápido, a veces acompasado a los acelerados compases de esa música. Dibujar, por otra parte, aleja la ansiedad, borra el exceso de autoconciencia, hace que el tiempo transcurra insensiblemente. Y eso es lo que ocurre hoy: una vez comenzado el concierto con el retraso que era de esperar, las casi dos horas que dura se pasan volando.

Los primeros en salir son una banda barcelonesa que lleva el no del todo inapropiado nombre de Zombie Pujol. No son jóvenes: deben de tener, por término medio, la misma edad que  quien los dibuja desde la entreplanta. Pero no les falta brío. El guitarrista, a la derecha del escenario según lo ve el dibujante, es de los que arquean el cuerpo y las piernas como para infundir energía al instrumento; el teclista afecta esa especie de impasibilidad que caracterizaba a los de su especialización en las bandas de los ochenta; y al batería se le veía poco, porque el centro del escenario lo llenaba por completo el vocalista, un hombre entrado en carnes que se movía con inesperada agilidad, se levantaba de vez en cuando la camiseta para dejar ver la barriga e interpelaba constantemente al público con mensajes un tanto ingenuamente provocativos… Atento a lo suyo, el dibujante apenas entiende nada de lo que cantan o dicen, lo que en principio sería achacable a que se expresan en catalán; pero luego comprobará que tampoco entiende lo que cantan las otras dos bandas, que son andaluzas. Decir las cosas muy rápido, como escupiéndolas, es una de las características del hardcore, el estilo ahora predominante en el punk. “Con el tiempo te acostumbras y acabas pillándolo”, le han dicho. Pero el caso es que, más allá de la casi nula inteligibilidad de las letras, la música no suena mal: es rock básico, simple, las canciones están muy ortodoxamente construidas, se dividen en las preceptivas estrofas, tienen su estribillo pegadizo,  incluyen sus partes de lucimiento para la guitarra solista y se cierran con esa especie de calculado frenazo en seco que es característico en ellas desde los tiempos de Elvis. Curiosamente, la última que interpretan es Still Loving You, un clásico de ese cantante, pero interpretada a ritmo trepidante, a tono con el entusiasmo de la concurrencia, que no ha dejado de bailar pogo en todo el tiempo, es decir, que no ha dejado de saltar y empujarse, aunque bajo un estricto código de cortesía que excluye las intenciones agresivas e impone que se deba ayudar a quienes se caen… Desde su posición, el hombre que dibuja comprueba, con una sonrisa, que su mujer está siendo objeto de una modalidad especial de esa cortesía: el grupo de muchachas con las que ha hecho buenas migas baila a su alrededor, a modo de escolta. y se encarga de protegerla de empellones y codazos.

Al hacerse la luz para el cambio de banda, el dibujante constata que ha estado haciendo lo suyo en casi completa oscuridad, ayudado tan sólo por la luz a ráfagas que le llega de los cuartos de baño que tiene a su espalda. En uno de ellos ha entrado el vigilante del local, el mismo que sellaba las manos de los asistentes. Al salir, le llama la atención que haya allí un hombre sentado que sobre sus rodillas sostiene un bolso con un bolsillo lateral abierto que deja ver lo que en la penumbra parece el instrumental de un cirujano: la panoplia de sus lápices y rotuladores. El dibujante no sabe si el escrutinio del que está siendo objeto obedece a la mera curiosidad o a que el vigilante ha advertido en él algo sospechoso. El caso es que, mientras permanece a espaldas del dibujante, le tapa la luz, lo que redunda en una forzada inmovilidad expectante por parte del sospechoso, que parece incluso avivar la desconfianza del otro… Y aquello dura un largo minuto o dos, hasta que el suspicaz observador se cansa y el otro, ya sin que nadie le haga sombra, puede reanudar su tarea.

Ilustración: José Manuel Benítez Ariza.

La segunda banda, Incisivas, es almeriense y cuenta en su formación con dos chicas, la bajista y la cantante. Esta última, elástica y nerviosa, hace ondear su larga melena suelta como un elemento más de su frenética coreografía; la otra, que lleva el pelo corto a rizos y viste de negro, es más comedida, como corresponde a quien toca el instrumento que en último término gobierna la marcha de todos los demás. Mientras las mira y dibuja, el hombre tiene una clara visión retrospectiva: se ve a sí mismo cuarenta años atrás en su ciudad, en uno de los conciertos matinales que se celebraban los fines de semana en la entonces llamada Casa de la Juventud, que lo fue del antiguo Frente de Juventudes fascista: el mismo sonido desajustado, el mismo afán, el mismo ambiente entre atento y desentendido… Lo que está presenciando, piensa, es el equivalente exacto de lo de entonces, e incluso diría que una pizca más contenido e inocente, porque lo que los punkis de ahora llaman la escena tiene como trasfondo una especie de conciencia protestataria, a modo de reivindicación cívica, que era totalmente ajena al mundillo del rock aficionado de los ochenta, más desgarrado y golfo, y también completamente apolítico. El hombre se sonríe ante sus propios pensamientos: los viejos siempre ven con condescendencia lo que hacen los jóvenes, e incluso los no tan jóvenes, porque ya se ha dicho que entre los músicos que tocan hoy los hay que son tan viejos como él.

Mientras dibuja a la tercera banda, Tentáculo, sevillana –la que mejor sonaba, y quizá por ello también la más sosa–, al hombre empieza a inquietarle que lo avanzado de la hora les impida encontrar algo abierto donde comer, cuando vuelvan al barrio. Pero lo que no se esperaba era que, a la salida del concierto, el distrito de Sants estuviera invadido por los seguidores –unos treinta mil, según dijo luego la prensa– de cierto equipo de fútbol alemán que había venido a jugar contra el Barcelona. Al parecer, que el número de “hinchas” de un equipo visitante alcance esa cifra es una anomalía, debida en este caso a que un gran porcentaje de las entradas destinadas a los aficionados locales habían sido revendidas. El equipo alemán ganó el partido y ahora  sus seguidores estaban exultantes y el panorama que ofrecía el centro de Barcelona a medianoche era el de una ciudad invadida por una turba mayoritariamente borracha e inevitablemente intimidatoria para quienes se sentían objeto de sus miradas y de sus eventuales exabruptos, no por ininteligibles menos amenazadores. Los “ultras” de fútbol, simpatizantes de la extrema derecha, son los enemigos naturales de los punkis, de inclinación anarquista; y, por tanto, estar en plena calle, como era el caso, en compañía de una pareja de jóvenes cuyo mero aspecto podía despertar la hostilidad de la turba invasora resultaba muy comprometido. Se dirigen los cuatro a la parada de metro más cercana, pero, al ver que está literalmente tomada por los ultras, no se atreven a entrar: les asusta la mera idea de encerrarse en un vagón de metro con decenas de borrachos hostiles. Los autobuses, llenos también, pasan de largo. Tampoco hay taxis disponibles, por lo que han de deambular durante una hora por las calles menos concurridas del distrito invadido hasta lograr que un “cabify” –un coche de alquiler concertado por Internet– los recoja y los lleve de vuelta al barrio, donde ya no queda abierto un solo bar donde cenar.

Imagen de portada: ilustración de José Manuel Benítez Ariza.
José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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