En el Festival de Teatro Clásico de Almagro
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Impremeditadamente, el programa de representaciones que hemos cerrado es casi un ciclo monográfico dedicado a Lope de Vega. A la noche siguiente, El castigo sin venganza. Son curiosas las similitudes entre esta tragedia y la comedia de ayer. Ambas tratan de las prevenciones de un padre para intentar ajustar a sus deseos el futuro de sus hijos. Pero la tragedia introduce un matiz nuevo, quizá implícito en la otra, pero no enunciado en ella con la misma claridad: sobre el padre en cuestión, el duque de Ferrara, pesa un claro sentimiento de culpa por su vida disipada, de la que pretende redimirse mediante el matrimonio con la joven y pizpireta Casandra; lo que supone un inesperado motivo de preocupación para Federico, el hijo bastardo del duque, que quedará desposeído de sus derechos sucesorios si su madrastra da al duque un hijo legítimo. Naturalmente, hay alternativas. Si Federico se casa con Aurora, una rica heredera huérfana que el duque ha criado como si fuera su propia hija, dispondrá de los estados de ésta y no tendrá nada que envidiar a un eventual heredero legítimo de su padre. Pero, como ocurría en La dama boba, los acontecimientos desmienten esas previsiones. Federico conoce a su futura madrastra cuando ésta se bañaba en un río y estaba a punto de ser arrastrada por la corriente. Naturalmente, se enamora de ella. Y cuando el tiempo viene a confirmar que el viejo duque ha vuelto a sus costumbres disolutas y descuida a su joven esposa, lo que tiene que suceder sucede…
Planea sobre todos estos hechos un opresivo sentido de la fatalidad. El castigo -—que no venganza— al que se refiere el título es el que ha de recibir la pareja adúltera de manos del ofendido. Pero, en realidad, en el complicado universo moral de esta tragedia, entretejido de remordimientos, amores contrariados y deseos irrealizables, todo el mundo recibe su castigo, y lo que se impone al público es la sensación de que todos y cada uno de los personajes ha sabido labrarse su propio infierno en la tierra, del que no sabe escapar. Es la misma pesadilla moral que en Rey Lear o Ricardo II de Shakespeare, con las que esta obra admite parangón. Solo que sobre la de Lope, más que el concepto pagano de destino, lo que planea es la cristiana idea de la responsabilidad individual, de la culpa.
Lope escribió esta tragedia en su vejez, cuando él mismo, como el duque de Ferrara, andaba abrumado por sus propias culpas y agobiado por las consecuencias prácticas de éstas. Mira uno a su alrededor, al público burgués que se ha congregado en este teatro de Almagro para disfrutar del espectáculo bajo un envidiable cielo de noche de verano, y se pregunta qué conclusión sacará de la ominosa sucesión de acontecimientos que se suceden ante sus ojos. Pero parece claro que, aunque la mayoría de los aquí congregados tenga la certeza de que sus pequeñas o grandes faltas no merecen los tremendos castigos que reciben los protagonistas de la obra, quién más y quién menos termina entendiendo que es posible que la madurez o las vísperas de la vejez no impliquen necesariamente ánimo sosegado y comprensión del propio destino, sino quizá todo lo contrario; y que el estado de confusión en el que cae el duque, arrastrando consigo a todos los demás, es connatural al hombre.
A los pocos minutos del fin del espectáculo, y como sucedió ayer, los actores aparecen en ropa de calle en las terrazas de la plaza y se sientan a cenar a pocos metros de nosotros. No se explica uno dónde han dejado las tremendas preocupaciones que atormentaban a los personajes a los que daban vida hace apenas unos instantes. Quizá nos las han traspasado, y ello explica la ligereza, la sana alegría de grupo de amigos jóvenes que ahora aparentan. Nosotros, por el contrario, aunque también nos sentimos muy felices en la apacible noche veraniega, acusamos ya los efectos de la hora y tenemos ganas de dormir, que es también olvidar.
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Para ocupar la mañana siguiente, hacemos una excursión a Calatrava la Vieja, un yacimiento arqueológico que no se encuentra en las cercanías del pueblo homónimo, sino en el término municipal de Carrión de Calatrava, a veinticinco minutos de Almagro. La temperatura es de treinta y cinco grados. Pero no tenemos nada mejor que hacer y lo que hemos leído del citado yacimiento es muy prometedor. Y así llegamos a la ermita de Nuestra Señora de la Encarnación de los Mártires de Calatrava, que es la referencia para llegar a las ruinas, y unos viejos que beben en un quiosco nos indican el camino y nos dicen que a la puerta del yacimiento hay una chica que vende las entradas y hace de guía.
Nos lleva hasta allí un camino de grava construido sobre lo que fue el cauce del río Guadiana, ahora canalizado, y nos recibe una amabilísima muchacha que nos advierte que la visita guiada dura alrededor de una hora y transcurrirá casi todo el tiempo a pleno sol. Le decimos que, ya que estamos allí, hágase lo que haya de hacerse. Y emprendemos el recorrido, primero circundando el perímetro amurallado de lo que fue fortaleza y ciudad —la más poblada e importante entre Toledo y Córdoba, en la España musulmana—, de la que apenas se ha excavado y puesto en valor una parte, pese a la importancia del yacimiento y la espectacularidad de su posición, que podría hacer de él un atractivo destino turístico… Nos suena esa música, que es la del secular abandono del patrimonio histórico-artístico español y el lamento por los beneficios que podrían derivarse de su puesta en valor, etcétera. Pero no hemos venido aquí a deprimirnos, y menos bajo este sol de fuego. La hábil guía nos hace ver con los ojos de la imaginación las imponentes torres de base pentagonal, la torre albarrana, el complejo sistema hidráulico que elevaba el agua del Guadiana a los fosos que rodeaban la fortaleza y a los depósitos de la ciudad. Entramos también en la iglesia que los monjes-caballeros de Calatrava levantaron en medio del recinto, sobre la que previamente habían construido los templarios, antes de que los arrastrara el viento de la Historia. Ahora, nos dice la guía, el imponente complejo apenas si recibe unos pocos miles de visitantes al año y su uso principal es servir de decorado para reportajes de boda de parejas que bajan incluso desde Madrid para retratarse allí. Mejor eso que nada, me digo. Antes de la crisis, había intención de habilitar como museo los espacios recuperados, pero esos proyectos quedaron en nada.
En cualquier caso, piensa uno que es natural que las ruinas despierten pensamientos melancólicos. Con el peso del sol en nuestras cabezas y un vago pero palpable sentimiento de exaltación, causado por la experiencia de inmersión en un torbellino de palpables evidencias históricas, abandonamos el lugar. Pocos minutos después, cuando todavía estamos a la mitad del polvoriento carril de grava, nos adelanta el todoterreno de la guía, que ya ha terminado su jornada y regresa a casa.
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Los colombianos que regentan el bar podrían ser padre e hijo. El local está decorado con carteles enmarcados que en su día anunciaron diversos eventos culturales, casi todos relacionados con el teatro, como es de rigor, aunque también hay algunos dedicados a actos literarios, casi todos ellos protagonizados por poetas hispanoamericanos. En uno de ellos, curiosamente, uno de los personajes que aparecen fotografiados se parece mucho al mayor de los dos camareros. Pero el hombre, a diferencia de otros dicharacheros compañeros suyos con los que hemos tratado estos días, es tan comedido y parece tan empeñado en limitar su trato a lo concerniente al servicio, que no me atrevo a preguntarle. Lo curioso es que estamos aquí por pura casualidad: en realidad, veníamos a la pizzería vecina, pero la hemos encontrado cerrada. Nuestra intención era almorzar algo sencillo y reservarnos para la cena.
Así que, bajo la égida del camarero que quizá sea también poeta, damos cuenta del menú del día, que se ajusta a nuestras expectativas, y repasamos la mañana, que hemos dedicado, como la de ayer a explorar los alrededores. Aunque con menos éxito: buscábamos ciertos baños de aguas sulfurosas, de los que nos había hablado la guía del yacimiento de Calatrava la Vieja. Y damos sin gran dificultad con el hito de referencia, que es el hermoso santuario de la Virgen de las Nieves, mandado construir por el célebre marino don Álvaro de Bazán, quien, al parecer, se encomendó a tal advocación antes de la batalla de Lepanto y, en un momento apurado de la misma, cuando iba a ser alcanzado por dos balas de cañón turcas, invocó a dicha Virgen —de cuyo nombre no se acordaba, pues la llamó «la de al lado de Almagro»— y las dos balas cayeron sin fuerza a sus pies. Eso dice la placa que adorna el busto del marino que recibe a los visitantes a la puerta del recinto. Pero, cuando preguntamos por los baños, que deben de estar en las inmediaciones, la encargada nos dice que, si queremos, nos da la llave, pero que nos recomienda que no vayamos, porque hace dos años que andan secos y durante ese tiempo han estado desatendidos, por lo que ahora presentan un estado lamentable.
En cualquier caso -nos consolamos- la excursión ha merecido la pena. Y ha dado también ocasión para que confrontemos la página heroica que acabo de resumir con la representación teatral que nos ocupó la noche anterior, un monólogo en el que el propio Lázaro de Tormes daba cuenta de las vicisitudes de su asendereada vida. Guarda uno un muy exacto recuerdo de esta lectura escolar, a la que no he vuelto desde mis tiempos universitarios. Pero resulta curioso confrontar la impresión que causa el lamentable relato que este desgraciado hace de su vida, y en el que quedan perfectamente retratadas las lacras y contradicciones de la sociedad de su tiempo, con el sentimiento de desafección ciudadana que ha causado la devastadora crisis económica que hemos padecido en los últimos años, y que se manifiesta en algunas “morcillas” anacrónicas que el actor monologante, que también se queja de las inclemencias del presente, introduce en su texto.
El entorno, desde luego, favorece ese rápido trasvase de sensaciones entre la novela del siglo XVI y la realidad de hoy. Paseamos al día siguiente bajo los soportales de la Plaza Mayor de Almagro y nos parece que cualquiera de las columnas que los sustentan podría haber servido para el engaño con el que Lázaro se libra del ciego que tan mala vida le había dado, y al que, recuérdese, animó a saltar con todas sus fuerzas contra un pilón de piedra, so pretexto de que había de salvar un torrente por su punto más estrecho.
Yo mismo, de vuelta a casa bajo la sombra de esos soportales, que algo alivian el peso de la temperatura de treinta y nueve grados que se ha alcanzado hoy, hago la pantomima de remedar dicho salto y estrellarme, como el desmedrado ciego, contra una de las columnas de mármol. Esta noche, para cerrar esta semana de inmersión en nuestros Siglos de Oro —que lo fueron también, como casi todos los que nuestra Historia, de miseria y mal gobierno—, volveremos a Lope: El perro del hortelano, que es una obra de cuya adaptación al cine a cargo de Pilar Miró guardo también un preciso recuerdo. Pero algo me dice que, en consonancia con mi ánimo de estos días, la representación de hoy aportará a ese recuerdo una renovada pertinencia.
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¿Hay que tomarse en serio los denuestos contra el honor —contra el peso de lo que entonces se entendía por «honor»— que contienen tantas obras de Lope? Los hubo en La dama boba, sonaron con gravísimas resonancias en El castigo sin venganza. Y ayer los volvimos a oír, de labios de la protagonista, en El perro del hortelano; que trata, recuérdese, de una «dama muy principal» —así se describe ella a sí misma— que se enamora de su secretario, Teodoro, quien, a la vez que se deja querer, está en amores con una criada. Diana, la dama en cuestión, se impone a sí misma el deber de no ceder a sus sentimientos, porque ella misma encuentra degradante haber hecho objeto de los mismos a un inferior; pero, al mismo tiempo, no se resigna a dejar que éste se case con la criada. De ahí el título. referente a ese perro proverbial que «ni come ni deja comer». Pero lo curioso del caso es que, apenas un malicioso criado urde una treta para hacer pasar al secretario por el hijo, desaparecido y ahora hallado, de un conde tronado, la dama en cuestión, a quien el enamorado pone al tanto del engaño, lo da por bueno y se vale de él para hacer público su enamoramiento y presentarlo como acorde con su presuntamente alto concepto del honor; que aquí no es, como hubiera proclamado el alcalde Pedro Crespo en versos de Calderón de la Barca, «patrimonio del alma», sino una mera fachada que puede ocultar una realidad personal contraria a las exigencias de tan oneroso código.
¿Era Lope un cínico? ¿Un subversivo para su época? Más bien, como ya vimos que transparentaban las melancolías de El castigo sin venganza, un hombre temperamental que no puede dejar fuera de su escritura sus propios conflictos personales, a despecho de que éstos puedan contradecir el mensaje nominal que el teatro de la época estaba destinado a transmitir. Y lo que vemos en El perro del hortelano es una sincera, aunque un tanto desatinada, reivindicación de los sentimientos y aspiraciones del hombre de letras —aquí, el «secretario» Teodoro, a quien en un momento dado vemos rivalizar con su culta señora en la tarea de componer sendos sonetos cruzados en los que cada uno de ellos declara al otro oblicuamente su amor— a quien no adornan títulos de nobleza, pero que de algún modo abriga la convicción de que poseer educación y dotes artísticas supone también ser miembro de otra aristocracia, la del talento, digna de codearse con la de sangre. Y el resultado es que el espectador de hoy ve —¿lo vería mucha gente también en los tiempos de Lope?—, en lo que aparentemente no es más que una simple y divertida comedia de enredo, una especie de reivindicación del desclasado, del hombre —y la mujer, porque también Diana, la protagonista, parece obedecer a ese mismo impulso de íntima rebeldía— que se salta las barreras sociales y además, en este caso, triunfa, a despecho de las leyes divinas y humanas.
Hemos asistido a este despliegue ideológico y emocional de la mano de la Compañía Nacional de Teatro de México, que ha vestido a sus personajes con trajes de los años 30 y colocado al fondo del escenario un piano que desgrana sentidos boleros, acompañando en ocasiones las voces de los propios protagonistas. Ha sido nuestra última noche en Almagro. Tres obras de Lope y, a modo de interludio, un recordatorio de la materia picaresca. Al día siguiente, mientras recorremos en sentido inverso la solitaria carretera que cruza Sierra Morena entre Ciudad Real y Montoro, y nos detenemos en alguno de los contados ventorros que jalonan esa ruta, de algún modo sentimos que esa otra corriente que circula por nuestra sentimentalidad y que viene de ese esplendoroso fracaso que fueron los Siglos de Oro no resulta en absoluto anacrónica. Lope, como Shakespeare, hablaba en nombre de una humanidad intemporal, que no era sino trasunto de su propia pobre humanidad, llena de dudas y zozobras. En medio de las diáfanas extensiones del valle de Alcudia y las umbrías de Sierra Madrona, la vertiente manchega de Sierra Morena, todo eso nos parece de una absoluta obviedad. Si hubiéramos vuelto por la concurrida y rápida autovía, al ritmo de la acelerada modernidad, quizá no lo habríamos visto tan claro.