Con Lope de Vega: una experiencia de inmersión (1)

En el Festival de Teatro Clásico de Almagro

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Cádiz-Almagro. Google Maps sugiere que la ruta más corta es la que implica desviarse de la autovía radial a la altura de Montoro (Córdoba) y cruzar Sierra Morena por la Nacional 420. El trayecto, asegura la mencionada aplicación, es cuarenta minutos más corto que si se sigue la autovía y se cruza por Despeñaperros. No sé. Lo que sí es cierto es que, a diferencia de la radial, saturada de tráfico, en la carretera nacional puede uno contar con los dedos de una mano los vehículos que se cruza entre Montoro y Puertollano, lo que es muy de agradecer en estos días de desplazamientos masivos a comienzos de julio.

También el paisaje es agradecido. No tiene la espectacularidad de Despeñaperros, pero, por lo mismo, el paso, casi sin solución de continuidad, de los olivares andaluces al paisaje mesetario resulta incluso más sorprendente por producirse de forma gradual, que es tanto como si advirtiéramos en su diseño una elegante renuncia a los efectismos, una gradación de efectos que va más allá de los azares geológicos. Recuerda uno lo aprendido en la escuela respecto a la altitud de las dos submesetas, por ejemplo: va uno leyendo, en las indicaciones, la cota de cada uno de los puertos por los que pasa y, hechos los descuentos correspondientes, halla que la suma sale: ahí está, ante la vista, tan extenso como la interminable recta de carretera que se extiende ante nosotros una vez pasada Sierra Morena, el casi infinito valle de Alcudia, con sus 900 metros de altura sobre el nivel del mar, flanqueado de pinares y encinares de repoblación que matizan, con sus verdes saturados, el color pardo-rojizo de la tierra. Mira uno el reloj.

Antes de las dos de la tarde debemos estar en Ciudad Real, donde recogeremos a C. en la estación del Ave. Echa uno de menos la posibilidad de detenerse media hora a hacer fotos o dibujar. Pero tampoco hay donde hacerlo: lo escasamente concurrido de la ruta explica quizá que, entre Montoro y Puertollano no haya apenas gasolinera, ni áreas de servicio, ni miradores que inviten a la parada. Parece que el paisaje invita a que los sobrevenidos curiosos pasen de largo, sin entrar en engorrosas intimidades. Luego, a la vuelta, ya sin prisas y con otra perspectiva —las gasolineras existentes salen al paso en ese sentido de la marcha—, descubrimos que por esos parajes se encuentra Fuencaliente, que se anuncia como un socorrido destino de turismo rural. Pero ahora solo advertimos la extrema soledad de estos parajes, su sugerencia de un país no saturado aún ni por el urbanismo ni por las multitudes ansiosas que van de un lado a otro.

Pero la impresión dura poco. Pasado Puertollano -una engorrosa travesía, pues la carretera no circunvala el pueblo- y enfilando la autovía que llega hasta Ciudad Real, uno casi se olvida de que acaba de atravesar uno de los parajes más recónditos de España. Lo primero que hago, al poner los pies en la moderna —y feísima— estación del Ave es comprar una botella de agua. Traigo la boca seca. Y ahora pienso en la enorme contrariedad que hubiera supuesto que el coche se hubiera averiado a mitad de camino, en medio de la nada.

 

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Los torreznos de este restaurante de Almagro: se pueden cometer pecados peores, pero ninguno tan… premeditado como la laboriosa cocción que uno adivina para conseguir que un trozo de tocino se convierta en una elaborada exquisitez. Que contradice, además, todos los principios prácticos en los que suele fundamentarse la cocina popular, que es básicamente el arte de vestir el hambre. Un hambriento se hubiera limitado a comerse e mencionado taco de grasa, en vez de someterlo a experimentación hasta lograr convertirlo en una especie de híbrido entre la confitería y el asado. Claro que también cabe la posibilidad de que el experimentador fuera… un desganado.

 

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No es un tópico: aquí, en la Meseta, el cielo está más alto —lo que no deja de ser una contradicción—. Y el hecho de que esté siempre salpicado de nubes rápidas parece una invitación a que el espectador, alargando el brazo como para rozarlas, quiera comprobar esa verdad esencial: a novecientos metros de altitud media sobre el nivel del mar, el cielo no solo no está más cerca, sino que tiende a… retraerse.

 

2

 

Vistos en ropa de calle y cruzando la plaza, los actores que venían de representar La dama boba en una plaza parecían otros: unos más altos de lo que se les veía sobre el escenario, otros no tanto. La actriz que hacía de protagonista, en particular, a la que su papel empequeñecía hasta hacer de ella poco menos que una niña, es —lo vemos ahora con asombro— una mujer casi tan alta como el chico que lleva a su lado, que en la obra, en los múltiples papeles que en ella interpretaba —de gañán, de fregona, etcétera— parecía encarnar una figura más alta y fornida. No se explica uno muy bien este trampantojo, salvo por el efecto ilusionista, no ya de la simple posición encumbrada sobre las tablas, sino del propio papel y de su interpretación, que es lo que hace que el público termine viendo en esta desenvuelta muchacha que ahora se dirige a las terrazas de la concurrida plaza lo que no es: una niña desvalida y un tanto desasistida de recursos intelectuales —hoy su grado de retraso estaría cuantificado y figuraría en su expediente escolar—, y que en cierto modo espabila —y el brillante texto de Lope recoge a la perfección todos los matices del proceso— al verse requerida de amores y apercibirse de su propia respuesta emocional a la nueva circunstancia. No es que se haga «sabia» o esté en disposición de emular a su hermana «bachillera», sino que, simplemente, ha ampliado su espectro de emociones e  instintivamente ha aprendido a hacer uso de esos nuevos conocimientos. Dicho en términos modernos —y quién negaría la evidencia de que Lope conoce la psicología de sus personajes mejor que cualquier moderno profesional del ramo—: la muchacha a la que todos consideraban falta de recursos intelectuales ha descubierto que no anda escasa de eso que ahora se llama “inteligencia emocional”.

 

La obra, lo hemos dicho ya, se representó en una plaza del pueblo. Había sillas, pero, cuando llegamos, estaban ya todas ocupadas –era una representación gratuita—, así que nos sentamos a verla en un bordillo, antes de ocupar unas sillas que inesperadamente quedaron libres a los pocos minutos de empezada la función. Más allá de esta deserción, nadie más se movió. Llamaba la atención el comedimiento con el que todo el mundo siguió la representación, que duró hora y media. Ni siquiera los niños alborotaban y prácticamente nadie se saltó la recomendación de mantener los móviles en silencio y no hacer fotos. ¿Será verdad, después de todo, esa bienintencionada petición de principio que afirma que, cuando a la gente se la acostumbra a estas cosas, aprende a apreciarlas? Eso parecía. Aunque no dejaba uno de pensar en el ambiente que habría rodeado a esta obra cuando Lope la dio a las tablas, en alguno de esos teatros de corte en los que convivían villanos y aristócratas, gente que sabría apreciar las perlas de ingenio de los momentos más refinados del texto y gente a la que solo divertirían las chuscadas que intercambiaban gañanes y fregonas. En fin, más o menos lo que hoy.

Ilustraciones: José Manuel Benítez Ariza.
José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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