Cualquier viaje no sólo te lleva a conocer paisajes nuevos y formas distintas de habitarlos sino que, ese mismo alejamiento del lugar donde vivimos, aumenta la perspectiva para mirar lo propio. Es como si la distancia reordenara la importancia de las cosas: tanto las que nos pesan, quizás en exceso, como las que ni contemplamos ya, de tan habituados a ellas. Como escribió Poe en “La carta robada”, lo más escondido es lo que está a simple vista. Hace falta separarse un poco para distinguirlo. Un primer paseo por los mercados de Sicilia ya nos confirma muchos gustos compartidos con Andalucía. Sosteniendo ese invento político de la dieta mediterránea existe un sustrato común de civilización grecorromana, como también en ambas cuajó una cultura medieval islámica, que en las islas sicilianas duró doscientos cuarenta años. Además, ambos territorios formamos parte de un estado común entre los siglos XV al XVIII. En el mercado de Ballaró (Palermo) o en la Peschería (Catania), como en muchos sitios andaluces, encuentras macetas de espárragos silvestres (asparagi selvatici) vendidas por el mismo que los recolectó en el campo; mariscadores que ofrecen maruzzelli (burgaíllos) cocidos o te abren ostiones vivos; puestos con aceitunas aliñadas y encurtidos al peso; parrillas con pulpos asados; tenderetes donde encontrar mojama y huevas de atún; freidores que sirven cartuchos de pescado frito para llevar.
Semejanzas no sólo en preparaciones sencillas, sino también en algo tan bien pensado para saciarte como unos calamares rellenos. Una receta en común que ya aparecía en la Opera dell’arte del cucinare de Scappi, en 1570, y en el Arte de Cocina de Diego Granados, en 1599, con un relleno de sus patas, pan rallado, yemas de huevo duro, azafrán, canela, pasas y queso rallado. Este último ingrediente ya no es común en la actual receta andaluza pero sigue usándose en la siciliana, junto a todos los demás. Esos calamares rellenos se cocinaban entonces en una salsa de almendras y vino blanco, o en la tinta de los propios calamares. La incorporación del tomate, en ambas gastronomías, supuso que también se elaboren en tomate frito.
Más previsible quizás sea encontrarte una masa esponjosa habitual en la pastelería internacional, el brioche, dando un bollo, que allí también se fríe, rizzuole palermitano, que puede llevar un relleno dulce o salado. Al probarlo, compruebas que, con sus particularidades de tamaño y forma, no es muy diferente a los xuxos de crema o a las japonesas de La Línea. Y eso nos lleva a reflexionar sobre que casi siempre se forja la identidad –local o regional- en lo que nos parece más diferente a los demás, en lo insólito, muchas veces forzando esa singularidad. El patrimonio cultural inmaterial –como es la cocina- de un pueblo no tiene que ser único ni exclusivo. No se incluye entre las características que la UNESCO describió en su Convención de 2003 para su protección: vivo, integrador, representativo y basado en la comunidad. Es decir, que esa comunidad lo reconozca como algo propio, una herencia que debe conservarse como parte fundamental de la memoria colectiva. Aunque en el pueblo de al lado hagan la misma sopa o el mismo dulce, quizás con otros nombres.
Encontrar un nombre en común, tan lejos, siempre capta nuestra atención. En una Focaccería de Palermo un cartel anuncia un bocadillo de meusa, un guiso de bazo y pulmones de cerdo. Se puede tomar solo (schietta) o acompañado de queso (maritata). Es el mismo nombre que elegimos para recuperar, en las cocinas públicas, algunos de los platos que se comían en el Cádiz de su Constitución de 1812. Lo utilizamos en el sentido de “pequeños bocados” que señala Pedro Payán en El habla de Cádiz, donde también recoge su significado de “baratija” o “cosa de poca importancia”. Una valoración que no deja de ser retórica, fina ironía con nosotros mismos, que consumimos los pastelitos dulces o salados que aún llamamos maritatas en grandes bandejas. La palabra italiana amplía y explica su significado gastronómico como guarnición, acompañamiento del plato o ingrediente principal.
En el mercado del Capo, en Palermo, un vendedor remueve, en una olla a fuego bajo, una masa de harina de garbanzos con agua, procurando que no se le formen grumos. La vuelca en una bandeja, le añade perejil picado y, mientras la deja reposar, toma porciones de otra masa anterior, ya cuajada y fría, y la extiende en una bandeja; corta rectángulos y, allí mismo, ante el público que pasa o espera, los fríe en un perol de aceite. Son panelle, las panizas que dejaron en las islas sicilianas los mercaderes genoveses que, desde el siglo XII, ya comercializaban aquí. Una comunidad tan importante que tenía en Palermo una vía, una iglesia y un mercado propio. De nuevo las semejanzas. También en Cádiz las panizas fueron un plato de comida callejera, popular, con freidores que los preparaban junto a las tortillitas y otras masas fritas, para atender la abundante demanda. Ahora se comen pocas panizas, quizás por una prejuiciada asociación con la comida del hambre. Es una receta menguante refugiada en algunos hogares, que necesitaría volver a consumirse en la calle para revitalizarse. Es envidiable ver cómo la juventud siciliana hace cola para conseguir un bocadillo de panizas, allí muy finas, crujientes, a veces también con croquetas de patatas, panelle e crocchè. La comida rápida no tiene por qué estar reñida con la tradicional.