Se cumplirá dentro de unas semanas el sesenta aniversario del estreno de la primera versión de Sombras (Shadows, 1958), la película con la que John Cassavetes (1929-1989), hasta entonces solo conocido como actor de televisión, se estrenó como director y se convirtió en una de las figuras más señeras del cine independiente norteamericano.
Sombras, en efecto, es una película que cumple a la perfección lo que el espectador suele esperar de un filme adscrito a una corriente que intenta romper con los clichés establecidos y las crudas servidumbres comerciales: originalidad estética, capacidad de sorprender y, sobre todo, frescura, es decir, ese algo indefinible por lo que una obra de arte es percibida como resultado de un estado de gracia que se manifiesta justo en el momento en el que el entramado artístico al que pertenece da signos de agotamiento y parece reclamar a voces una renovación. Basta compararla, como sugiere el ensayo de Gary Giddins que acompaña su edición en vídeo en la benemérita The Criterion Collection, con algunas de las películas que se estrenaban por esas fechas. Mientras Sombras se ocupaba sin recato de la libertad sexual que reclamaban para sí algunos sectores más o menos liberales de la sociedad neoyorquina, la mayoría del público aplaudía las convenciones que dictaban el comportamiento de los personajes en películas como Confidencias de medianoche (Pillow Talk, 1959), por ejemplo, protagonizada por Rock Hudson y Doris Day, en la que todavía funciona el tópico de que la mujer que se da a respetar y no cede a los envites de un vulgar seductor –y ello a pesar de que ambos parecen gozar de plena independencia y se desenvuelven en un aparente plano de igualdad en el mismo medio laboral– es quien, finalmente, se lleva el gato al agua, es decir, se asegura para sí los beneficios del matrimonio según los cánones vigentes. Nada más ajeno a las expectativas de los atribulados, pero casi siempre muy consecuentes, personajes de Cassavetes.
Pero Sombras no solo adquiere relieve en comparación con estas ligeras comedias de consumo, sino también si se la contrasta con otros señeros ejemplos de películas que respondían a planteamientos artísticos e ideológicos de más calado. En 1959 se sitúa también el estreno, por ejemplo, del muy ambicioso melodrama Imitación a la vida (Imitation of Life) del maestro Douglas Sirk, con la que Sombras admite comparación por ocuparse ambas del conflicto racial entre blancos y negros y, sobre todo, de la barrera invisible que persiste incluso cuando el mulato que puede llegar a hacerse pasar por blanco encuentra que la mera apariencia no basta para soslayar los efectos de la discriminación; algo que suele ocurrir precisamente en entornos urbanos dinámicos y complejos, como Nueva York, donde se ambientan ambas películas. Pero la diferencia entre el espléndido drama de Sirk y la innovadora película de Cassavetes es palmaria. La primera es, ante todo, un estudio clásico de las relaciones entre el dolor humano y las condiciones sociales imperantes en cada momento, y se resuelve por la vía de la exaltación sentimental, a modo de catarsis que extiende su efecto al público conmovido: véase el desmedido final, en el que asistimos al fastuoso entierro de la madre negra de la chica que se quiere hacer pasar por blanca, adecuado escenario para los exaltados sentimientos que en él se van a manifestar; mientras que, en Sombras, el conflicto queda expresado en la mera perplejidad que el pretendiente de la chica de apariencia casi blanca muestra al ver que es hermana de un negro, así como en su ridícula posición cuando es expulsado ignominiosamente por éste, sin tener siquiera ocasión de verbalizar una excusa por su inaceptable reacción cargada de prejuicios. En el mundo de Cassavetes el drama personal queda reducido a su dimensión justa y frecuentemente encuentra su expresión, como en la vida misma, en alguna que otra reacción violenta puntual y en las consiguientes enmiendas que luego vienen a reconstruir el equilibrio perdido. Es el mismo esquema que aplicará, años más tarde, a películas que tratan de asuntos mucho más complejos que un simple lance sexual entre desconocidos en el anonimato de la noche neoyorquina: por ejemplo, al modo en el que un rudo pero bienintencionado capataz de obra sobrelleva la enfermedad mental de su esposa –una esquizofrenia, quizá– en Una mujer bajo la influencia (A Woman Under the Influence, 1974); o incluso al desarrollo de un crimen a sangre fría, como ocurre en El asesinato de un corredor de apuestas chino (The Killing of a Chinese Bookie, 1976), en la que el dueño de un insignificante tugurio de striptease se ve compelido por la mafia a cometer un asesinato para saldar sus deudas.
A lo largo de los años el estilo de Cassavetes evoluciona lo suficiente como para que sus películas se resistan a ser caracterizadas sin más como meras improvisaciones más o menos inspiradas, en las que los actores tienen plena libertad de acción y la cámara en mano se limita a seguirlos. Incluso Sombras, que se presentaba explícitamente como una improvisación jazzística, no es tal, o no lo es al menos su versión más conocida, la que el director rehízo y estrenó en 1959, tras añadir nuevas escenas y hacer más explícita la trama de asunto racial que hemos descrito. Una mujer bajo la influencia y El asesinato de un corredor de apuestas chino pueden ser buenos ejemplos de esa creciente complejidad, tanto en los guiones como en la puesta en escena, que el cine de Cassavetes fue adquiriendo con los años. Pero lo que no perdió nunca el autor de Sombras es el nervio, la capacidad de hacernos sentir que la cámara representa a lo largo de casi todo el metraje el punto de vista de un innominado personaje que se mezcla con los que efectivamente vemos, y con quien el espectador, devenido intruso o incluso voyeur, podría identificarse. En un documental dedicado a Cassavetes en la serie Cinéastes de notre temps, de Janine Bazin y André S, Labarthe, el propio director se burla de la condición ubicua de esa cámara infiltrada y caracteriza a su operador como una especie de contorsionista que ha de adoptar las posturas más absurdas para lograr ese efecto de una mirada que se mueve libre e indiscretamente entre sus interlocutores, en una técnica que se anticipaba a la que el documentalista Robert Drew pondría de moda al utilizar una cámara de mano con sonido sincronizado en su seguimiento de la campaña presidencial de Kennedy en 1960. Curiosamente, Cassavetes y sus colaboradores lograron, en el terreno de la ficción, una sensación de verdad que los encargados profesionalmente de filmar solamente hechos verdaderos tendrían luego que imitar. No era la primera vez que esa paradójica secuencia de hechos se producía en la historia del arte.