Barcelona transversal: un paseo por la Meridiana

 

Aquí no es fácil perderse: como un ovillo atravesado por agujas de hacer punto, también la ciudad es traspasada de extremo a extremo por grandes incisiones transversales que ofrecen al paseante otras tantas oportunidades de penetrar en su núcleo cordial. Bueno es saberlo, especialmente cuando se viaja solo y el mudo diálogo con el entorno es la única compañía a la que cabe acogerse. Es éste uno de los dos rasgos de la configuración urbana de Barcelona que primero se le revelan a esta clase de paseante; el otro es el hecho de que esos ejes articulan una amalgama de barrios que todavía conservan su carácter de pueblos independientes, como lo fueron Sarriá, Sant Andreu… Cada uno de ellos era, es, un laberinto. Y esas perspectivas lineales, esas largas avenidas que articulan el conjunto, no son sino un intento de proporcionar salidas, vías de escape, posibilidades de elucidación, a quienes se pierden en esos laberintos. Se sabe a quién se debe lo mejor, lo más logrado, de esa loable iniciativa: al urbanista Ildefonso Cerdá, que diseñó la cuadrícula del Ensanche y las avenidas que lo articulan, entre ellas, la bien llamada Diagonal, pero fue más allá incluso y se propuso extender esos ejes de claridad  incluso a zonas de la ciudad no sometidas a ese empeño geométrico.

A Cerdá hay que darle las gracias, pues, por la existencia de la Meridiana; avenida que debe su nombre, según puede leerse en cualquier fuente, a que su trazado coincide en parte con el meridiano terrestre que en su día sirvió de referencia para definir la longitud de la unidad de medida que conocemos como “metro” y se define como la diezmillonésima parte de ese círculo inmenso. Recorrer la Meridiana supone, por tanto, avanzar por una línea que, si se prolonga lo suficiente, nos llevará a alguno de los dos polos del planeta, a cada uno de los puntos que definen los extremos de su eje de rotación. Abrumadora perspectiva, desde luego. Por eso conviene acotar bien el paseo. El que se describe en esta página empieza en la estación de Sant Andreu Arenal y ya se verá dónde termina, porque el caminante no sabe todavía hasta dónde lo van a llevar sus pasos. La mencionada estación responde también a coordenadas precisas: es el punto donde la Meridiana se cruza con otra de las grandes avenidas que articulan la ciudad: en este caso, el paseo de Fabra y Puig, que se convierte en “rambla” –en calle con franja peatonal central– precisamente justo cuando, dejando atrás esa estación, empieza a descender en suave pendiente hacia el barrio de Sant Andreu y se cruza con su calle principal.

Sagrada Familia. Ilustración de José Manuel Benítez Ariza.

La otra coordenada, la propia Meridiana, continúa a espaldas del paseante, según éste se aleja de la estación, hasta perderse en lo que ya casi no es ciudad: las estribaciones de la sierra de la Collserola, que constituyen el horizonte de esa vista. Si se mira en esa dirección, contraria al sentido de la marcha emprendida, a la izquierda queda el parque de Can Dragó, cuya vegetación oculta el perfil de los barrios que quedan detrás. Justo el día anterior al paseo aquí referido, se celebró en ese parque un mercadillo gastronómico. Los mercadillos barceloneses suelen tener un inconfundible aire de ocasión cívica. Más que venir a vender, parecía que los aquí congregados habían venido a compartir lo suyo: los grandes costillares y pollos en cruz asándose en las parrillas, las imponentes hogazas de pan rústico, la variada repostería… Recordaba aquello a esos grandes banquetes comunitarios que los pioneros del Oeste americano celebraban antes de emprender el desbroce de una parcela o la construcción de una casa. Por ese mismo impulso, un poco más arriba, en la embocadura del Paseo de Fabra i Puig, se celebra una vez por semana desde hace cinco años una concentración independentista, que ha pasado a ser un elemento más del panorama vecinal, como lo es, por ese mismo motivo, la fila de furgonetas policiales que, por ese motivo, allí se congrega.

El primer tramo del recorrido, por tanto, es el que va desde esa animada confluencia al cruce con la calle de Garcilaso, a la izquierda, que transcurre junto a una amplia explanada someramente ajardinada en torno a una iglesia, la de Cristo Rey, que casi todo el mundo llama simplemente “de la Sagrera”, por ser la que corresponde al barrio de ese nombre. No es un lugar especialmente acogedor –para buscar uno que verdaderamente lo sea habría que acudir a la un tanto recóndita plaza porticada de Masadas, que es el verdadero centro del barrio–, pero sus baqueteadas terrazas resultan apetecibles cuando, como en esta mañana de abril, luce el sol después de varios días de nublados y lluvias. A su misma altura, al otro lado de la Meridiana, se extienden unos jardines evocadoramente llamados “de Virginia Woolf”, ante los que en esta ocasión el paseante ha pasado de largo. Se limita a anotar la simetría: Garcilaso a un lado, Virginia Woolf al otro; aunque lo cierto es que las referencias a las islas británicas son abundantes en el callejero de esta zona, que cuenta también con un Carrer d’Irlanda, un Carrer de Dublín, un Carrer Escocia…

Todos esos juegos con la geografía y la literatura pasan a un segundo plano cuando, justo al dejar atrás esa última intersección, al paseante le sale al encuentro el edificio que acoge al Hipercor que el 19 de junio de 1987, según explica un panel informativo, fue objeto de un atentado con bomba perpetrado por Eta, en el que murieron veintiuna personas, todas ellas vecinos del barrio. Recorrer una ciudad es también someterse a la posibilidad de estos dolorosos recordatorios. Lee el paseante el texto del panel, contempla la fea estructura de hormigón, reminiscente de un búnker, que todavía acoge los mencionados grandes almacenes, y trata de imaginar el pánico y la confusión que debieron de desatarse esa tarde de 1987. No es una experiencia que le resulte del todo ajena: treinta años después, en agosto de 2017, cuando tuvo lugar la matanza perpetrada por islamistas en la Rambla, su hija, recién llegada entonces a Barcelona, se encontraba en las inmediaciones y se vio envuelta en la conmoción, que paralizó durante horas los transportes públicos. Fueron largas las horas que siguieron, mientras ella iba dando cuenta, en sucesivas llamadas, de sus pasos por la sobrecogida ciudad hasta llegar a casa.

Graffiti en la Meridiana, con el Tibidabo al fondo. Foto: J.M. Benítez Ariza.

Dejando atrás la confluencia con otro de esos inevitables ejes barceloneses, el que constituye la calle de San Antoni María Claret, que el paseante sabe que le llevaría, en otra caminata, al Hospital de Sant Pau, cuya historiada fachada principal, obra mayor del modernismo local, mira a la avenida Gaudí y, al final de ésta, a la Sagrada Familia, la Meridiana empieza como a… deshilacharse, es decir, a perder su aspecto de compacta alineación de edificios modernos y a dejar entrever, por sus desgarros, otros panoramas de la ciudad. Recorre ahora el paseante la acera derecha y pasa ante una tapia cubierta de graffiti, por encima de la cual asoma el perfil del Tibidabo, rematado por su basílica y los perfiles de las atracciones de feria del parque circundante. Más adelante, algunas de las calles confluentes, como la de Trinxant, dejan ver hileras de modestas casas de una o dos plantas, muchas de ellas con las fachadas pintadas de vivos colores, que devuelven al paseante la impresión de lo que debieron de ser los pueblos de la periferia de Barcelona antes de que los devorase la ciudad. Por ese tramo, un poco más allá, se encuentra una de las joyas del modernismo barcelonés, la Casa Josep Sabadell, construida, según consta en su fachada, entre 1914 y 1918 y obra de Josep Masdéu, que infundió a ese encargo de un rico comerciante un cierto aire centroeuropeo, se diría que vienés, por la disposición geométrica de sus elementos y el juego de formas poligonales enmarcando elementos curvos: así la pérgola central de planta semioctogonal, cuyo frontal se presenta inscrito en una media luna de azulejería, o  la variedad de los remates –rectangulares, curvos, escalonados– que coronan los ventanales. Ese lado del edificio, el que se puede considerar su fachada principal, vuelve desdeñosamente la espalda a la avenida y prefiere asomarse al espacio ajardinado que se asoma al chaflán por el que el Carrer de la Corunya confluye con la Meridiana.

Torre Glòries y Museo de Diseño. Ilustración de José Manuel Benítez Ariza.

A esa altura, lo que domina el horizonte son las formas futuristas de los edificios que se esparcen por la inmensa y un tanto desprotegida plaza de Glòries: la torre de ese nombre, con su característica forma de supositorio o pepino; el conocido como “la Grapadora”, que acoge el Museo del Diseño y desde ciertos ángulos recuerda la forma de ese instrumento de escritorio, el parasol de acero y cristal que acoge los Encantes… El paseante se adentra en la explanada, parcialmente en obras, se asoma al mencionado museo, cerrado ese día (lunes), hace fotos del entorno y, después de despistarse entre los pasadizos vallados que comunican provisionalmente unos espacios con otros, cree hallar la salida al laberinto al enfilar el primera tramo, peatonal, de la calle Cartagena, flanqueado de naves industriales abandonadas, y divisa ya, por encima del deprimente panorama,  los pináculos de la Sagrada Familia. La larga calle Mallorca, que pasa a la espalda de la basílica, devolverá al paseante a la Meridiana, ya de regreso.

Antes, se para a tomar una cerveza en una terraza con vistas a ese inevitable hito. Por pasar el rato mientras, saca su libreta y hace un bosquejo del edificio. Distraído, no se da cuenta de que, mientras tanto, están llegando oleadas de turistas y muchos de ellos se paran a verlo dibujar y algunos incluso le hacen fotos. Si se le hubiera ocurrido dejar la gorra boca arriba sobre la mesa, piensa, algunos de ellos no  habrían dudado en echarle unas monedas. Entre un vagabundo y un mendigo no siempre es fácil establecer diferencias: tampoco las hay apenas entre el pedigüeño que hace uso de alguna habilidad para solicitar la caridad ajena y el aficionado meramente ocupado en lo suyo y más o menos desvergonzadamente expuesto a la mirada de los transeúntes. Sintiéndose en evidencia, el paseante se entrega a melancólicas reflexiones. También él, como la ciudad, es una amalgama de laberintos; y sólo muy de cuando en cuando, como hoy, encuentra en medio un camino despejado hacia la claridad.

Imagen de portada: Estación de Sant Andreu Arenal por José Manuel Benítez Ariza.
José Manuel Benítez Ariza

Autor/a: José Manuel Benítez Ariza

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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