Los calificativos dedicados a Manuela Carmena en la pasada campaña electoral por una diputada de la derecha merecen ser revisados porque –en contra de lo que pudiera pensarse– rompen radicalmente con el ideario tradicional en torno a la ancianidad. Se le llamó, en concreto, a la ya ex-alcaldesa de Madrid, “senil y sentimental”, y con ello la tal diputada quiso manifestar el rechazo y la desconfianza que a la ciudadanía debe merecerle una política vieja. Ya sea porque la parte insultante acaba de desembarcar en la briega política, ya porque en su idiolecto familiar la sentimentalidad sea objeto de desprecio, ya por puritita incultura, lo cierto es que la diputada, a la sazón marquesa (quizás ahí esté la clave de su ignorancia) erró al elegir sus piropos y, como digo, no tocó con ellos el subconsciente colectivo español. A este, si se le quiere despertar gerontofobias, hay que hablarle en otros términos.
La cultura popular española aborda la figura de la vieja en términos barrocos, naturalistas y soeces. Con esos barros enloda Góngora al personaje en, por ejemplo, el romance «Qué se nos va la pascua», un carpe diem que advierte a las más jóvenes de la urgencia de aprovechar el tiempo, amenazándolas para ello con imágenes como estas: “Yo sé de una buena vieja / que fue un tiempo rubia y zarca / y que al presente le cuesta / harto caro el ver su cara / porque su bruñida frente / y sus mejillas se hallan / más que roquete de obispo / encogidas y arrugadas… Y sé de otra buena vieja / que un diente que le quedaba / se le quedó el otro día / sepultado en unas natas…”.
La iconografía repulsiva de la vieja desdentada la toma Góngora (como después haría Goya en sus pinturas más inquietantes) del acervo folklórico, que incluso en las más inocentes adivinanzas evoca la imagen, así en este enigma que caricaturiza a la campana: “Una vieja con un diente que llama a toda la gente”.
La vieja emerge en la tradición oral como sistemático objeto de burla. Su evidente vinculación con el ciclo final de la vida, la enfermedad y la muerte causa tanto espanto que convoca el poder conciliatorio de la risa. Como explica la profesora Mariana Masera, “… es justamente en ella donde el realismo grotesco se cumple. La vieja es una de las figuras carnavalescas por excelencia puesto que reúne todas las cualidades grotescas. Este personaje, que representa la parte imperfecta y corpórea y se revela en toda su fealdad, es el que sirve para dar pie a la risa que sosiega o que redime la crueldad de la existencia cotidiana”.
En la cultura popular la vieja es el contrapunto de la juventud y, por ello, se coloca simbólicamente en el otro extremo de la sentimentalidad. Lo demuestra, por ejemplo, una figura como la de la mojigona, hasta hace poco habitual en las fiestas primaverales (mayos) de la Península: “En el cortejo de la maya iba también la mojigona, una mujer vieja alquilada para el caso, vestida de maya y coronada de ristras de ajo, vestida de trajes arcaicos guarnecidos de cáscaras de huevos, con guindillas por pendientes y otras cosas extravagantes que debía mover a risa por sus muecas y gestos”.
Nada más lejos de la vejez que lo sentimental, por tanto. Plagada está la cultura popular hispánica de versos que lo sentencian: no cabe en la mujer anciana un ápice de amor (“La vieja que amor tuviere / el diablo se la lleve”), ni por supuesto una pizca de humanidad con la que hacerse querer: “Una vieja y un candil / la perdición de una casa / la vieja por lo que gruñe / y el candil por lo que gasta”.
¿Le ha quedado claro, marquesa? Usted sí que responde perfectamente a uno de los tópicos más arraigados en la cultura popular española, el del aristócrata decadente: como el Marqués de Bradomín, usted es fea, católica y sentimental.