Hay muchas razones para declararse reacio a viajar, y seguramente este anómalo verano de 2022, después de una pandemia y en puertas de una crisis económica que los expertos auguran profunda y duradera, ha propiciado una especie de turismo a la desesperada y masivo que habrá desengañado a muchos de las presuntas bondades de sumarse a ese descontrolado impulso gregario. Sin embargo, incluso los más reticentes hemos viajado, quizá porque el concepto de viajar es lo suficientemente amplio y polisémico como para dar cabida incluso a las motivaciones de quienes en principio no ven en ello más que inconvenientes.
Viajar, en el fondo, no es sino un modo de procurarse la sensación de estar en un lugar diferente al que habitualmente nos acoge. Para ello, ideamos costosos, complicados y a veces engorrosos sistemas para llegar a esos lugares, alojarnos en ellos o en sus inmediaciones y alimentarnos de lo que allí se ofrezca. Algunos de esos sistemas incluso han terminado convirtiéndose en objetivos en sí mismos: comer fuera, por ejemplo, no es sólo una manera de nutrirse cuando no se está en casa, sino también una ocasión de placer; lo mismo cabe decir del alojarse en según qué sitios o incluso del hecho de hacer uso de ciertos medios de transporte caracterizados por su comodidad o por las atenciones que en ellos se reciben.
Sea. Pero no hay que olvidar que el objetivo primordial es estar en otra parte y disfrutar de las sensaciones asociadas a ello. ¿Y en qué consiste ese estar, y cómo evitar la sospecha, una vez se ha trasladado uno a otra región del mundo, de que el esfuerzo no ha merecido la pena y la recompensa es nimia: la posibilidad de tomar unas fotos, comer el menú para turistas y contarlo después? No hay viajero que, en algún momento de su periplo, no sienta un amago de decepción. ¿Para qué he venido hasta aquí?, se dice. ¿Acaso lo que estoy viendo no lo he visto ya en decenas de fotografías? ¿No podría estar haciendo a unos metros de mi casa esto mismo que hago aquí? Luego uno se sobrepone y se responde que no, que la experiencia de viajar depara alicientes que van más allá de todo eso. Pero ¿cómo apurarlos? ¿Qué hacer cuando uno está, por ejemplo, ante una imponente catedral, o ha visto ya esa obra de arte que todo el mundo alaba, o se sabe en medio de esa bulliciosa cuidad que le habían dicho que merecía la pena visitar? ¿Qué hacer, preguntaba, para que la experiencia no se reduzca a un decirse: “Ya estoy aquí. Y ahora qué?”.
Todos somos un tanto ingenuos al respecto y, como resultado, todos incurrimos en las mismas actitudes ingenuas. Hacer fotos, por ejemplo. Gozamos del dudoso privilegio de que ese acto de apropiación, que antes exigía medios e incluso una cierta voluntad creativa, se haya convertido en un acto trivial, que no conlleva riesgo ni gasto alguno y que todo el mundo efectúa compulsivamente. Ante esa catedral que decíamos antes, pongo por caso, todos incurrimos en el gesto inane de apuntar nuestras cámaras hacia ella. ¿Para qué? ¿No había ya miles de imágenes disponibles de ese lugar? ¿No hay recursos tecnológicos que nos permitirían incluso incluirnos en esas imágenes, si era eso lo que pretendíamos? Y es que, como no sabemos exactamente cómo vivir la experiencia de estar, entendemos que ésta se reduce a un frenético ejercicio de apropiación, de imágenes o de otras cosas: recuérdese también el impulso de todo viajero a adquirir souvenirs, aunque éstos sean de calidad ínfima. Otros comen y beben lo específico del lugar, fiados a que esa experiencia transitoria les deparará también un recuerdo imborrable.
En fin, cada uno hace lo que puede. Quien esto escribe, desde su declarada aversión a los viajes, es, sin embargo, un decidido partidario de procurarse de cuando en cuando la sensación de estar en lugares que por unos días te hagan pensar que la cotidianidad queda lejos, las obligaciones no existen, nadie o casi nadie te conoce y bastaría un mínimo acto de voluntad para iniciar en ellos una nueva vida. Para convencerme a mí mismo de que todo eso está sucediendo, o al menos es posible, he intentado desarrollar un método que quizá está implícito en casi todo lo que habitualmente hace un turista –hacer fotos, visitar monumentos, etcétera–, pero que es mucho más sencillo, acaso la mínima expresión de todo ese frenesí: simplemente, mirar. Voy a los sitios a mirar, me siento en las terrazas y en las plazas a ver pasar a la gente, a reparar en los cambios de luz conforme transcurren las horas, a intentar llegar a alguna clase de familiaridad con las líneas y formas que constituyen ese entorno. Líneas y formas, acaso figuras: para atraparlas, saco una libreta que siempre llevo conmigo e intento dibujarlas.
Lo que acabo de decir puede sonar un tanto pretencioso. Para empezar, no tengo formación como dibujante, cometo errores garrafales en todos y cada uno de mis dibujos, me da incluso vergüenza enseñar muchos de ellos… Pero lo que acabo de decir no se refiere a los resultados, sino al mero hecho de estar en un lugar hasta entonces desconocido y, poco a poco, sin prisa, con cierto desapego, e indiferente incluso a la posibilidad de llamar la atención de los transeúntes, ir trasladando a la libreta el bosquejo subjetivo de las formas y líneas que definen el novedoso entorno visual. Mientras, pasa el tiempo, pasa la gente, cambia la luz –lo he dicho ya–, pero también tienes la sensación de que tu tentativa de apropiación no es tan mecánica e irreflexiva como la de quien pulsa sin pensárselo demasiado el botón de la cámara de su teléfono móvil… No se entienda en esto un acto de petulancia: no es que dibujar sea un acto intrínsecamente más valioso que tirar fotos; es sólo que, en mi caso, lo primero se ajusta mejor a mis expectativas, al posible beneficio que espero a cambio de haber asumido el muy engorroso empeño de viajar.
Dicho esto, debería enumerar incluso los efectos terapéuticos del dibujo. Dibujando me he olvidado de las indigestiones causadas por las comidas copiosas o desacostumbradas que se suelen hacer cuando se está fuera de casa. También del cansancio, de la sensación de desamparo o incluso de peligro, de la aprensión de caer enfermo. Igualmente, de mi timidez: no me ha importado que algún que otro extraño se parara a mirar por encima de mi hombro, hiciera comentarios que lo mismo podían valer por un elogio o una burla, me hiciera fotos. En el viaje que motiva estas líneas e ilustran los dibujos que aquí se muestran, hubo incluso quien, por gustarle mi dibujo, me regaló una botella de vino; también, quien hizo imprimir una copia fotográfica de algún dibujo mío y me pidió luego que se la firmara. Yo a todo decía que sí: acepté el regalo, puse mi anagrama al pie de la hoja impresa que me tendían por delante. Hacerme de rogar hubiera sido incluso descortés.
Sé que esto de dibujar en la calle está de moda. Entre mis amigos más cercanos, los primeros de los que supe que lo hacían habitualmente fueron los pintores Manuel Martín Morgado y Cari Soto. Podría decirse que tomé ejemplo de ellos. Luego he sabido que hay grupos organizados para este menester y convocatorias oficiales para reunirse a dibujar en tal o cual lugar público. Me parece muy bien, pero nunca acudo a esas convocatorias, quizá porque he visto que suelen regirse por rígidos reglamentos –que impiden, por ejemplo, retocar en casa lo que uno ha esbozado en la calle– y porque me planteo si en ellas quedarían aminorados o diluidos los beneficios principales que debo a este hábito: el disfrute de la propia soledad, el olvido de otros compromisos –incluido cualquier reglamento, por supuesto–, la imposibilidad de ocupar la mente en otra cosa que no sea el dibujo.
Y voy dando fin a esta divagación. Los dibujos que aquí se muestran fueron hechos durante un viaje entre el 12 y el 22 de agosto de 2022: el primero de esta clase, más allá de otros de índole profesional o familiar, que mi mujer y yo hacíamos desde que se declaró la infausta pandemia de 2020. Fue un viaje en coche, en tramos de no más de cuatro o cinco horas de conducción y haciendo paradas de al menos dos noches en distintos sitios: escenificábamos una fantasía, la de la huida, porque un viaje así puede prolongarse indefinidamente, como la escapada de Bonnie y Clyde por las carreteras del Medio Oeste americano. No era el caso, por supuesto. Pero nuestro viaje cumplió su propósito. Hicimos parada en Plasencia, León, Braganza, Elvas. En el primero de esos lugares nos bañamos en su río, el Jerte, y cenamos con el escritor Álvaro Valverde y Yolanda, su mujer, que viven allí. El segundo nos deslumbró, cómo no, y abrumó a la vez, por lo excesivamente concurrido, aunque también supimos encontrar algún que otro rincón más reposado: la bellísima Plaza del Grano, por ejemplo, o cierto alojamiento para peregrinos con el que dimos después de salir huyendo de las patuleas que se atiborraban de cocido en Castrillo de los Polvazares… También comprobé que podía sentarme tranquilamente a dibujar la catedral… desde atrás, porque casi ninguno de los turistas que se disputaba la ocasión de hacerse una foto ante la fachada principal se molestaba en rodear el edificio.
Cruzar la raya de Portugal supuso, literalmente, entrar en otro mundo, más silencioso, más lento, más comedido y discreto. En Braganza fue donde un amable señor con chaqueta y sombrero panamá me elogió mi dibujo, me pidió permiso para fotografiarlo y luego, al saber que habíamos almorzado ese día en el restaurante del que era propietario, entró en el local y nos trajo de él la mencionada botella de vino tinto transmontano, que todavía no hemos bebido… Esa misma tarde, el librero local me habló de los poetas portugueses representados en su fondo y puso en mis manos el último libro del ya octogenario António Manuel Pires Cabral, cuya cotización literaria parece que está ahora en alza. En Elvas, además de las muchas bellezas del lugar –entre ellas, su recatada judería– y de la desacostumbrada amabilidad del dueño de nuestro hotel, disfrutamos de un concierto de fados al aire libre en el que el público, casi exclusivamente local, coreó sentidamente todas las canciones.
Lo que falta puede añadirlo de su cuenta el propio lector. O simplemente suponer que, en los intervalos entre los hechos que acabo de enumerar, y a los que puede sumar las consabidas entradas a iglesias y museos, hay largos trechos de tiempo sin medir en los que el viajero, simplemente, se olvidaba de todo… dibujando.
9 septiembre, 2022
Precioso, gracias